El Cairo
Tarde del 11 de agosto de 1799
«¡Esto es una locura!».
La mirada azul de Nadia ben Rashid era acuosa y se perdía en la nada mientras la señora de rostro blanco que la había recibido en la casona del Viejo de la Montaña se apresuraba a prepararla para su extraña misión. Fue ella quien la había conducido a una estancia enorme donde, con la ayuda de un reducido séquito de muchachas, la despojaron de sus sucias ropas de viaje, la bañaron, untaron su piel con los mejores aceites y la perfumaron. Nadia, dócil, se dejó hacer. Sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Había permanecido tanto tiempo en cautividad, al margen de la vida y de sentimientos como el amor que ahora, de repente, tener una misión en el «mundo exterior» le generaba emociones encontradas. Solo dos noches atrás su existencia era solitaria y temerosa. Todo lo que debía hacer era no perturbar a Omar y seguir guardando una discreta fidelidad a su familia. No disponía de nada que sintiera como realmente suyo; ningún reto u objetivo que vencer. Ahora, en cambio, todo eso había cambiado. De repente su horizonte ya no se limitaba a cumplir con tareas insignificantes, sino que se le había encomendado una de enorme alcance: debía encontrar y convencer al hombre más poderoso de la Tierra de que su vida estaba en peligro, y debía hacerlo siguiendo su propio instinto. Por si fuera poco, ella había presentido ya a aquel guerrero, casi creía conocerlo, y aunque el miedo y la incertidumbre se resistían a abandonarla, en su interior estaba creciendo un anhelo difícil de explicar. Por primera vez en su triste existencia se sentía llamada a hacer algo trascendental. De repente estaba segura de que ese momento llevaba siglos escrito en alguna parte. Que Nadia ben Rashid no era solo una hermosa esclava de provincias condenada al olvido.
La Perfecta suspiró.
Casi sin darse cuenta, el pequeño ejército de asistentas había terminado ya con su trabajo. Habían tomado bien las medidas de sus caderas, de la cintura y del busto, y el vestido de lino que habían confeccionado para ella lucía espléndido sobre su piel.
—¡Estás preciosa, Nadia! —aplaudió la señora pálida en cuanto concluyó la tarea.
Ensimismada, se miró entonces en el espejo sin saber qué decir. Casi no se reconocía. Su belleza era ahora tan serena que cortaba el aliento. El secreto estaba en las telas que modelaban su exquisita figura. Habían alisado sus cabellos dejándolos caer en cascada sobre sus hombros desnudos. Habían colocado dos sortijas de oro en su mano derecha, una pulsera de coral en la contraria, y sus ojos se habían realzado con kohl.
Cuando Alí la vio salir del cuarto donde la habían confinado, confirmó aquel diagnóstico.
—¡Pareces la mismísima diosa Isis! —exclamó.
Ella bajó la mirada entre complacida y preocupada. Eso era exactamente lo que el Viejo de la Montaña la había hecho comprender. Pensar en aquella misión, transformada en la sombra de la diosa de la vida y del amor, de repente le resultaba excitante y prohibido al tiempo.
—¿Tú crees que seré capaz de llegar a Bonaparte, tío Alí? —preguntó con el resquemor profundo del que se asoma a un abismo sin fondo.
—No tienes nada de qué preocuparte, Nadia —la tranquilizó, alargándole una pulsera más que acababa de recoger del suelo.
—Pero el venerable Balasán ha dicho que hay extranjeros entre sus filas que también buscan el secreto. Podrían interceptarnos y…
—¡Oh, Nadia! Aunque sus filas estén llenas de hijos de Set, en alguna parte está escrito que os encontraréis.
La Perfecta se estremeció al oír en boca de su tío sus propios pensamientos.
—Inshallah —musitó—. Ojalá.
—Entonces —gruñó él—, si tienes fe en tu destino, ¿qué te preocupa?
Ella, con los ojos brillantes, buscó su mirada:
—Si Bonaparte es el hombre que intuyo, tío, sabrá que la vida eterna es como Maat. Que puede serte propicia o adversa según cómo la afrontes.
—No sé qué quieres decir…
—Que tal vez Bonaparte ha pensado en los inconvenientes de la vida eterna y haya decidido que no la necesita. Y entonces… —su mirada se humedeció—, entonces nada de esto tendría sentido.
—¡Oh, vamos, Nadia! —resopló Alí—. Nadie en su sano juicio puede ver el único don exclusivo de los dioses como algo adverso.
—¿Sabes? —replicó ella sobreponiéndose—. Desde que me dijiste en Edfú cuál era el secreto que custodia nuestra familia, he pensado mucho en este asunto. Y ese don, como el de la belleza, acarrea consigo muchos problemas. Piénsalo. Puedes ser Amenhotep y ver cómo tu vida se prolonga más allá de lo humano, pero como solo tú lo disfrutas, enseguida te das cuenta de que ninguno de tus seres queridos lo posee y, en consecuencia, envejecen, mueren y te abandonan. ¿Para qué querría nadie la vida eterna si no puede compartirla con los suyos?
Alí sintió una punzada en el estómago. Su razonamiento estaba cargado de sentido común. Pero aun así, se apresuró a rebatirlo con algo que solo un Ben Rashid de su posición podría argumentar:
—No te falta razón —admitió—. Pero es justo ahí donde radica el propósito final de nuestra lucha. Si hoy logramos que el don quede del lado de los seguidores de Horus, podremos esforzarnos en extendérselo a toda la humanidad. Eso fue lo que trató de hacer Yeshua antes de ser traicionado. Quiso devolvernos a aquella Edad de Oro en la que vivimos ajenos a la muerte antes de ser expulsados del Paraíso… Y casi lo logró.
—¿Y si fracaso?
Alí la miró muy serio.
—No lo harás —sentenció—. El Viejo de la Montaña se aseguró bien de que conocieras a tu enemigo antes del combate final. Por eso te entregó a Omar. Quería que, llegado este momento, no tuvieras dudas de con quién alinearte. No tienes elección, Nadia. Estás con la luz. Y con ella venceremos.
La Perfecta levantó de nuevo sus ojos, que seguían humedecidos, y los posó otra vez sobre los de su tío. En ese momento no era la mujer fuerte, decidida, dispuesta para la batalla, que había salido de la habitación hacía solo un instante. Era una niña que tenía miedo.
—¿Y si Omar me encuentra? ¿Y si no logro llegar a donde está Bonaparte? ¿Y si no me recibe? —sollozó.
Entonces Alí la abrazó. Comprendía que estuviera asustada, pero debía transmitirle seguridad. Confianza en su destino. Y así, echándole una vieja chilaba por los hombros para cubrir su belleza hasta que llegara el momento de mostrarla, le susurró:
—No temas. Yo estoy aquí para protegerte. No dejaré que te pase nada malo.
—¿Lo prometes?
—Claro que sí —asintió.
Y diciendo aquello, con una sonrisa de oreja a oreja, exclamó:
—¡Y ahora, en marcha!