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Gran Pirámide, Giza

«¡Qué ironía!».

El lamento sorprendió al propio Napoleón Bonaparte.

«¡Qué imprevisible, qué burlón es a veces el destino!».

Había tenido que reunir una flota de más de trescientas embarcaciones, cruzar de lado a lado el Mediterráneo y desplegar entre Egipto y Tierra Santa a más de treinta mil hombres, para descubrir que la solución a su angustia vital —mortal, más bien— estaba a pocos kilómetros de Niza, casi enfrente de su isla natal.

El joven general, con la espalda entumecida por el contacto con el fondo del sarcófago, experimentó entonces un extraño alivio. Como si su cuerpo fuera haciéndose más y más ligero y nada pudiera alterar aquella serena y recién estrenada visión de los acontecimientos.

Lo que ignoraba —pero comenzaba a intuir— era que el irreversible proceso de «pesaje del alma», de su alma, estaba muy avanzado.

Quizá le quedaban aún cosas que ver. Acciones ajenas que comprender y sobre las que reflexionar. Pero estaba seguro de que el final de su «prueba de la pirámide» se acercaba.

Quería creer que pronto Toth calibraría su balanza y determinaría qué destino dar a su atribulado espíritu…