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Nazaret, primavera de 1799

El contacto con el agua helada lo devolvió a la realidad de golpe. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, recordándole que estaba tumbado sobre una esterilla, en una choza de adobe cercana al pozo de Miriam, en la antigua ciudad de Jesús. Cuando abrió los ojos vio cómo el beduino de los pómulos esculpidos, Tagar, lo zarandeaba sin miramiento. Su intención parecía buena: quería que su invitado recobrara lo antes posible el movimiento en piernas y brazos. La droga que le había suministrado había deprimido sus constantes vitales al mínimo y sabía que los primeros minutos eran decisivos para su recuperación.

Bonaparte tembló.

En cuanto pudo, alargó un brazo hacia Buqtur y le pidió con un gesto que le acercara su camisa.

El viejo sabio azul contempló la operación con el mismo interés con el que un padre vigila el primer gateo de su retoño. Balasán dijo que el extranjero parecía haber superado el juicio de Maat con éxito y, por primera vez, sintió que le sonreía de verdad.

Pero estaba aturdido y no prestó mucha atención a aquellas palabras. Todavía se sentía mareado, así que prefirió concentrar todas sus fuerzas en ponerse de pie. Estaba por creer que todo lo que acababa de «ver» había sido un mal sueño y, viéndose tan débil, buscó la ayuda de su intérprete.

—Elías —murmuró entre tiritonas—. Ayúdame.

El copto lo tomó por las axilas y lo arrastró hasta el exterior de la choza para que el sol lo entonase. Bonaparte agradeció el gesto. Se apoyó en la pared con el rostro levantado al cielo, reconfortado al comprobar que el calor volvía otra vez a filtrarse bajo su piel. En cuanto se sintió más repuesto le espetó la pregunta que llevaba un rato quemándole las entrañas:

—Tú eres un Buqtur, ¿verdad, Elías?

Su traductor asintió sin abrir la boca. Bonaparte había pronunciado su apellido con una delectación que le inquietó.

—Tú has pactado este encuentro con estos hombres del desierto… —continuó con un hilo de voz—. ¿Sabías lo que iban a hacerme?

—Señor —se puso muy serio, acomodándole la manta que le había echado por encima—, no habléis ahora. Debéis recuperar fuerzas. Habéis dormido mucho rato y no deberíais…

Bonaparte lo detuvo. Tenía los ojos encendidos.

—Respóndeme, por favor: ¿para quién trabajas?

Elías Buqtur se encogió de hombros.

—Solo os sirvo a vos, mi señor…

Aquello no sonó muy convincente. Bonaparte clavó entonces en él aquella mirada severa y el intérprete se sintió morir.

—No mientas, Elías… ¿A quién sirves? —insistió.

Buqtur esquivó los ojos de Bonaparte y de los sabios azules, que en ese momento habían salido a acompañarlos. Y con el rostro vuelto hacia la plaza respondió:

—Os sirvo a vos y también al Señor que está en los cielos y que todo lo ve.

El general hizo entonces una mueca de desagrado.

—En el sueño que estos hombres me han proporcionado —dijo señalando a Balasán— he descubierto cosas que te incumben.

—¿Cosas, señor? —Hizo ademán de no entender.

—Verdades que explicarían algunas de tus aptitudes. Por ejemplo: nunca te pregunté cómo aprendiste a hablar francés…

El intérprete sintió que el vértigo se descolgaba por la boca de su estómago mientras un rubor incontrolable le asomaba al rostro. ¿A qué venía aquello? Buqtur y Napoleón Bonaparte se habían conocido en julio del año anterior en las arenas de Abukir. El copto estaba ya allí cuando desembarcó, esperándolo a pie de playa, saludándolo en su idioma al frente de un pequeño comité de bienvenida y ofreciéndosele como guía e intérprete. El recién llegado —tal y como esperaba— no se inmutó. Consideró aquello un signo más de su buena estrella. Que un cristiano que hablaba árabe y francés a la perfección, que conocía la cultura y los entresijos del país, estuviera justo en ese momento en la playa no podía ser otra cosa sino una dádiva de la Providencia. Un buen augurio. Y, de hecho, en aquel primer día el copto ya se ganó su total confianza. Antes del ocaso lo había ayudado a parlamentar con los ulemas de la mezquita de Abukir, evitando un temprano derramamiento de sangre. Buqtur los convenció de que la imponente flota extranjera que había llegado a sus costas no les traería más que libertad y dicha. ¿Por qué, pues, un año más tarde le hacía semejante pregunta?

—En mi familia se habla vuestro idioma desde hace años, mi general —su respuesta sonó a excusa—. Somos un clan de comerciantes y tenemos barcos que zarpan a diario de Alejandría hacia Grecia, Italia y Francia para vender y cambiar mercancías. Aprendí francés con ellos, señor.

—Y dime —Bonaparte perseveró—: alguno de tus parientes ha llegado a vivir en Niza, ¿verdad?

Elías puso cara de no comprender, como si ni siquiera supiera a qué lugar se estaba refiriendo.

—Está bien, está bien. —Resopló, arrebujándose dentro de su camisa tratando de entrar en calor—. Te lo preguntaré de otro modo: ¿quién diablos es Nicodemo Buqtur?

El vértigo se transformó entonces en náusea. Por un momento, Elías sintió que le flaqueaban las fuerzas.

—Señor, ¿cómo sabéis vos…?

—¡Respóndeme! —alzó la voz, que retumbó en toda la plaza vacía—. ¿Quién es Nicodemo Buqtur?

—Es… —titubeó— el hermano mayor de mi padre.

—¡Háblame de él!

El intérprete, venido a menos, dudó otra vez qué decir. Bonaparte lo percibió. Aunque se encontrara aún bajo los últimos coletazos de la droga, a Elías le pareció que su señor estaba más lúcido que nunca. Le preguntaba por una persona que era imposible que conociera. ¡Imposible!

En la siguiente fracción de segundo decidió que sería mejor no mentirle.

—¿Qué queréis saber exactamente, general? —musitó.

—Lo que he visto en este viaje —dijo aferrando el frasco vacío de los sabios azules— me ha hecho plantearme una duda.

—Responderé a lo que deseéis, señor.

—Hasta que avistamos las costas de Egipto hace un año, casi nadie en mi flota sabía que mi objetivo era llegar hasta aquí. Y tú, sin embargo, me estabas esperando en Abukir…

Elías se estremeció.

—… ¿Por qué? —cerró su frase.

Los beduinos los miraban sin inmutarse desde el umbral de la choza, con los ojos muy abiertos, casi como si pudieran comprender todo lo que estaban hablando.

Entonces Buqtur, intimidado, intuyendo lo que su señor sospechaba, reaccionó:

—Todo tiene una explicación, señor —dijo—. Mi tío Nicodemo lleva años viviendo en Francia. Hace solo unos meses regresó a Egipto y nos habló de los preparativos de vuestra expedición. Y aunque el destino de vuestro ejército era entonces un secreto bien guardado, siempre hay quien comete indiscreciones. Una de las damas de compañía de Josefina, vuestra esposa, le reveló el destino último de la misión cuando le compró ropas de lino y velos para el desierto y le preguntó por el clima del Nilo…

—Continúa.

—Nicodemo, al igual que el resto de nuestra familia, llevaba toda la vida esperando algo así.

—¿Algo así? ¿Qué quieres decir? —resopló.

—Veréis, señor: Desde hace generaciones, estábamos seguros de que un hombre de un país del león[9] llegaría a Egipto para ayudarnos a restaurar nuestro antiguo esplendor. Se trata de una cuestión de justicia. De Maat, como decían los viejos sacerdotes. Si unos extranjeros arruinaron Egipto, otros extranjeros lo levantarían. Hititas, romanos, cristianos y musulmanes llevan siglos esquilmando nuestros graneros, ¿por qué no podrían los franceses, abanderados de un nuevo régimen, ser quienes restauraran la libertad y nos devolvieran la prosperidad? Nicodemo oyó hablar mucho de vos en París y durante un tiempo, en cuanto se empezó a rumorear que estaba armándose una gran flota para cruzar el Mediterráneo, se movió para obtener información.

—¿Me espió?

—No os ofendáis, señor —le rogó Buqtur—. Mi tío goza de una buena posición en París. No le fue difícil. Es amigo de ciudadanos importantes y nobles.

«¡Cómo Saint-Germain!», pensó Bonaparte, sin decir nada.

—Por eso, en cuanto tuvimos certeza de vuestra expedición, hicimos todo lo posible por recibiros y estar a vuestro lado. Mandamos emisarios a los sabios azules y compartimos con ellos cuanto sabíamos de vos. Les facilitamos todos los datos que mi tío logró recoger; también vuestra carta astral.

—¡Mi carta astral! —Bonaparte se inquietó.

—Queríamos convencerlos de que erais el esperado, señor.

—¿El esperado?

—El elegido, el siguiente merecedor de la vida eterna…

Bonaparte, sorprendido por aquello, meditó esas palabras durante un instante. Llegó a una curiosa deducción:

—Entonces, ¿Bonaventure Guyon vendió mi carta astral a tu tío?

El intérprete asintió:

—Le pagó generosamente. Aunque no todo se hace por dinero…

—No lo dudo. —Torció el gesto—. ¿Y cómo supisteis que vendría a Nazaret?

—¡Oh! Eso ha sido cosa del destino, señor. Un signo más que no ha hecho sino facilitar este encuentro con los sabios azules.

El anciano Balasán, en pie junto a ellos, seguía sin perder detalle de su conversación, como si el francés en que hablaban no fuera problema para él.

—Te lo preguntaré por última vez, Elías, y te ruego me respondas en nombre de la fidelidad que me debes. —Bonaparte, grave, dio la espalda al venerable anciano y se detuvo ante los negros ojos de su intérprete—: ¿A quién sirves?

La perilla finamente recortada del copto se encogió.

—Ya os lo he dicho, señor: solo os debo obediencia a vos. Pero mi alma también pertenece al clan —añadió.

—¿Al clan?

—Los Buqtur somos parte de una antiquísima familia egipcia, de raigambre milenaria. Formamos una hermandad que cree en un único Dios hacedor de todo. Creemos que más allá de estos ropajes de cristiano copto —dijo señalándose su blusón negro— hay un alma que anhela hablar con lo Supremo. La vieja fe del Equilibrio Supremo, del Maat que antes os mencioné, es la que nos alienta. Mi gente, señor, solo desea restaurar el orden religioso correcto en la tierra de nuestros antepasados y ha visto en vuestra llegada la primera oportunidad en siglos.

—¿Orden correcto?

—Así es, señor. Un orden que, una vez restablecido, despierte para siempre la esencia que nos hace inmortales. Si vos, por la gracia de estos sabios del desierto, recuperáis el don que practicaron faraones como Amenhotep o enviados como Jesús, os llevaréis de Egipto la gran verdad…

El joven Bonaparte sacudió la cabeza:

—«Gran verdad» suena grandilocuente.

—No lo es.

—¿Y de qué se trata?

—Que la muerte no existe, señor. Que somos mucho más que lo que vemos. Nos alienta una energía divina que jamás se destruye; solo cambia de estado. Los antiguos dioses nos crearon a su imagen, escondiendo en nosotros la esencia de su inmortalidad. La poseemos. Pero no sabemos cómo hacer que brote de nuestro interior y nos rejuvenezca. Ellos… —dijo señalando a los sabios azules—. Ellos os ayudarán a dar ese paso. Y vos nos ayudaréis a nosotros.

Bonaparte contempló entonces a los dos beduinos. Ambos los vigilaban con un gesto que ni Elías ni él lograron descifrar. Parecían comprenderlo todo. Saberlo todo. Y sentir una inmensa piedad por ellos.

—Pregúntales entonces cuándo y dónde me van a entregar su secreto, Elías —ordenó Bonaparte sin ablandarse—. Si con él consigo devolver el orden a Egipto y me demuestran que la muerte no existe, pasaré por alto lo que me has ocultado de tu familia y de ti, y te colmaré de honores.

El copto obedeció al punto.

Balasán escuchó entonces, muy atento, la traducción de aquellas palabras y sonrió.

—Será justo antes de que el sultán Bunabart cumpla la edad del Sed —respondió—. En la Gran Pirámide. En la primera máquina de la vida eterna…

—¿La primera? —Bonaparte se encogió de hombros—. ¿Es que hay más?

El venerable Balasán balanceó la cabeza con un gesto gracioso.

—Eso —respondió— deberíais preguntárselo a la familia Buqtur. Ellos cuidaron de otra de esas máquinas en el país del que venís…

—¡Claro! —saltó mirándolo de reojo—. ¡La pirámide de Falicon!

Y Elías, que hasta ese momento había soportado una enorme tensión, se llevó las manos al rostro. ¿Cómo podía saber Bonaparte también de esa construcción?