Gran Pirámide. Giza
«¿Buqtur?».
Aquel apellido árabe retumbó con fuerza en la memoria de Napoleón Bonaparte.
«¡No puede ser casualidad!».
Por desgracia, en aquella lejana tarde de 1795 difícilmente podía imaginar que cuatro años después conocería a otro hombre del mismo apellido. Aunque, bien mirado, quizá por eso el bebedizo de los sabios azules había devuelto esa visita a sus recuerdos.
Ahora, al reflexionar sobre el nombre de pila de aquel egipcio afincado en Francia, amigo de Saint-Germain, cayó en la cuenta de la fina ironía que escondía todo aquello. En el evangelio de Juan se cuenta la historia de otro Nicodemo. En él se explica que, junto a José de Arimatea, fue el único que se acercó al cadáver de Jesús y ayudó a embalsamarlo con aloe y mirra. En cierta manera, aquel primer Nicodemo fue el responsable de su purificación y de la preparación para su regreso a la vida.
¿Otra casualidad?
¿Y qué hacía ahora él, en Egipto, en manos de un asistente de idéntico apellido?
¿También era un capricho del azar?
Napoleón —antes incluso de que su mente regresara a Nazaret, al momento en el que despertó del misterioso bebedizo de la memoria— ya sabía que no.