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París, 19 de agosto de 1795

Bonaventure Guyon no supo resistirse al seductor tintineo de unas monedas de plata. Napoleón Bonaparte había decidido regresar a su consulta para atar un último cabo suelto.

—¿Veis como no me equivoqué? Habéis regresado para pagar mis servicios —sonrió el «profesor de matemáticas celestes», guardándose las monedas con gesto avaro.

—Necesito más información sobre Saint-Germain.

—También lo supuse.

—¿Y bien?

Guyon lo miró ensombreciendo su rictus.

—Os tengo por un hombre prudente, general. Perseguir a alguien con una carta astral idéntica a la vuestra puede acarrearos problemas.

—¡Dejaos de paños calientes! Acabo de pagaros. Decidme: ¿dónde puedo encontrar al conde de Saint-Germain?

Guyon volvió a observarlo con aquel rostro lleno de manchas tras el que escondía su alma y comenzó a mascullar algo sobre el rompecabezas que supone analizar el porvenir de una criatura de Dios. Luego, sin otros rodeos, le contó que al huidizo conde le gustaba frecuentar cierto restaurante de la ciudad. Allí citaba a sus amistades más íntimas y organizaba sus tertulias.

—Pero mucho me temo que hace años que nadie lo ve por allí, general.

—Entonces, me conformaré con lo que me cuenten de él.

—No es mala idea —masculló el astrólogo—. Si alguna vez se le escapó una confidencia sobre su origen o el de su fórmula de la vida, bien pudo ser tras esas cuatro paredes. Porque es eso lo que queréis vos de él, ¿me equivoco?

—Como todos —se excusó Bonaparte.

—Entonces preguntad por ahí —repuso señalando un rincón de París más allá de las ventanas de su buhardilla—. Quizá sepan deciros algo. Os facilitaré la dirección; pero no mencionéis que os la he dado yo.

El general aceptó.

No tenía tiempo que perder, así que, nada más abandonar la consulta, descendió hacia el Sena rumbo a su nuevo objetivo.

El local al que lo había encaminado Bonaventure Guyon, sito en el número 51 de la oscura calle de Montmorency, resultó ser un antro gris, de paredes tan abombadas que parecían a punto de colapsar. Con cuatro plantas y la típica buhardilla de París por sombrero, el inmueble era, pese a su aspecto depauperado, el mejor de toda la calle.

Lo cierto es que no tardó en localizarlo. Próximo a la céntrica rue Saint Martin, en pleno barrio del Temple, la calle de Montmorency no dejaba de ser un paso estrecho sin vida comercial de ninguna clase. Le llamó la atención que Saint-Germain hubiera hecho esa elección. Aquel era un barrio de escaso encanto para un hombre que, en época prerrevolucionaria, presumía de conde y derrochaba su fortuna en las cortes de media Europa. Pero una vez en la vía, frente a la fachada del restaurante en cuestión, el joven general creyó comprender la sutileza de semejante decisión.

En efecto: talladas en su fachada de piedra, unas letras grandes anunciaban que aquel era el Auberge Nicolás Flamel, «la casa más antigua de París». Allá donde mirara había un medallón o un signo en altorrelieve. Pequeñas figuras de ángeles y profetas emergían por todas partes confiriendo al conjunto un aspecto casi catedralicio.

Bonaparte apreció el curioso humor del conde. Si la memoria no le fallaba, el tal Flamel no fue sino un celebérrimo alquimista parisino del siglo XV, amén de impresor y copista reputado, del que se decía que había obtenido la piedra filosofal en compañía de su esposa, la bella y no menos famosa Pernelle. Saint-Germain, por supuesto, debía de conocer aquella historia al dedillo. Para los amantes de la «ciencia sagrada», iniciados en la piedra filosofal, esta era sinónimo de árbol de la vida o de elixir de la eterna juventud. Y Nicolás Flamel era un verdadero referente para todos ellos.

—¡Pero eso son bobadas, monsieur! ¡La piedra filosofal no existe más que en los delirios de los locos!

La señora Nerval, una oronda mujerona del Aude, viuda del antiguo dueño del negocio, se rio de la ocurrencia de su nuevo huésped mientras le servía un magnífico saumon roti et ses lentilles aux lard y una espléndida jarra de cerveza.

—Muchos parisinos creen que la piedra existió realmente… —le objetó sin demasiada convicción, mientras invitaba a la cocinera a que se sentara a la mesa. Estaban solos. Era el día libre del servicio.

—¡Oh, vamos, ciudadano general! Con la Revolución todas esas supercherías quedaron atrás. Eso son cosas de curas.

—No, no me entienda mal, señora… Si yo no digo que crea en ellas. Os pregunto por curiosidad.

—Ya, claro —sonrió picarona—. Vos lo decís por el texto que habéis visto grabado en la fachada, ¿no es cierto?

Bonaparte asintió por cortesía. En realidad, la sección frontal del restaurante estaba tan ennegrecida por el humo de las cocinas que ni se le había ocurrido pensar que hubiera algo que leer en ella además del nombre del local.

—Debéis saber que esta casa fue levantada por un mago, el Nicolás Flamel que da nombre a esta finca —prosiguió, dejando que su cliente probara el salmón a la plancha—. ¡Fue otro loco, creedme! Quizá hayáis oído hablar de él. Flamel fue un ricachón de los de antes, con el bolsillo forrado pero consumido por los remordimientos. ¡Ya no quedan de esos!

Bonaparte asintió mientras se relamía.

—El caso es que, para redimir el pecado de la riqueza, se entretuvo en levantar varias viviendas como esta por todo París. Las decoró todas con estatuas y símbolos a cual más extraños, pero esta es la única que queda en pie. La más sólida. Es de 1407. La fecha está sobre el dintel.

—¿Sobre el dintel? —tragó.

—Sí. No me puedo creer que no la hayáis visto, general.

—Pues no, señora.

—Es una especie de oración. En realidad, si alguien le quitara el «amén» y borrara lo del «padrenuestro» y el «avemaría», podría hasta hacerla pasar por un edicto de la Junta Revolucionaria…

Madame de Nerval se rio abiertamente de su propia ocurrencia ante la mirada sorprendida del oficial, que había decidido probar también un poco del vino de la casa.

—¿Os sabéis de memoria la frase del dintel?

—¡Por supuesto! —repuso—. «Nosotros, hombres y mujeres trabajadores, vivimos en la parte delantera de esta casa que fue hecha en el año de gracia de 1407. Cada uno tenemos la obligación de decir todos los días un padrenuestro y un avemaría pidiendo a Dios que por su gracia perdone a los pobres pecadores difuntos. Amén». Creo que no me he olvidado nada…

—Impresionante. La recitáis de carrerilla.

—Sí —confirmó orgullosa—. ¿Sabéis? Mi difunto marido halagaba más mi memoria que mi cocina.

—Apuesto a que sois capaz de recordar a casi todos vuestros clientes habituales.

Bonaparte acababa de ver la ocasión para cercar el terreno que le interesaba. Madame de Nerval asintió confiada.

—Y habréis conocido a muchos prohombres.

—¡Oh! ¡Ni os imagináis! He dado de comer a medio Directorio.

—Estoy seguro. ¿Y a nobles también?

—Naturalmente, general.

—En ese caso —sonrió—, seguro que recordáis haber visto por aquí a cierto conde de Saint-Germain…

—¡Saint-Germain! —El rostro de la posadera se iluminó como si de repente hubiera recordado a un familiar lejano—. ¡Pues claro! ¿Es también amigo vuestro, general?

—Desde luego —mintió.

—El conde venía mucho por aquí, sí. Se hizo muy amigo de mi marido y con frecuencia utilizaba nuestro restaurante como si fuera su salón de té. Le encantaba recibir a sus amistades con una de mis tartas de trufa. ¡Un honor!

—Me hago cargo, señora.

Madame de Nerval tomó entonces una botella de vino blanco del aparador más cercano y se sirvió un vaso después de ofrecerle sin éxito a su cliente.

—Sí, sí. —Dio un primer sorbo—. El pobre tenía su casa en obras y recurría a nosotros para que lo ayudáramos. Nunca tuvimos ningún problema con él ni con sus invitados. Y aunque la mayoría no decía sino tonterías, eran buena gente. El conde, ya lo conocéis, todo un caballero. Educado, galante… ¡Perfecto!

El tono de voz de la dueña del restaurante dejó entrever cierta nostalgia de los buenos tiempos. Bonaparte la animó a servirse otro trago, y ella no dudó en apurar un par más.

—Con la Revolución todo cambió, ¿verdad? Supongo que la clientela se hizo más… burda.

—Uf —suspiró—. Ni os imagináis.

—Y decidme, ¿qué clase de amigos venían a verlo?

—¿Al conde? ¡Oh, monsieur! —respondió cantarina—. De muchas clases. Los había ilustrados y humildes. Soldados y hombres de alcurnia. Hasta clérigos y obispos vimos desfilar por aquí.

—Y, claro, hablaban de política, supongo.

—No, no. Nada de eso. ¡No dejaban de hablar de Egipto! ¿Conocéis vos algo de Egipto, general?

Bonaparte asintió.

—He leído mucho sobre ese país. Pero son tantas las cosas que se dicen que no imagino cuál de sus infinitas maravillas podría interesarle al conde…

—¡Eso puedo decíroslo yo! —saltó la señora De Nerval—. Las pirámides. Era su tema favorito.

—¿Y ya está?

—Bueno… —admitió la mujer mientras se servía su cuarta copa—. No solo de ellas, claro. Un día se pasaron la noche entera cotorreando del viaje de un tal Paul Lucas a Turquía…

—Tenéis una memoria prodigiosa, madame. Vuestro difunto marido tenía razón.

—No creáis. Paul Lucas se llama también uno de mis sobrinos, por eso me acuerdo. Aunque también porque dijeron algo muy curioso en aquella tertulia. Recuerdo que hablaron de cómo ese Paul se encontró hace ochenta años con un derviche que le juró haber tratado con Nicolás Flamel en persona, en la India…

—¿Flamel? —saltó—. ¿Vivo? ¡Pero si levantó esta casa en 1407!

—Y murió diez años después, sí. ¿No os lo dije? ¡Estaban todos locos!

Pese a su aparente indiferencia, Bonaparte notó algo raro en su interlocutora. La cocinera había torcido el gesto al pronunciar el verbo morir. Como si este no terminara de resultarle apropiado.

—Pero eso es imposible.

—Eso creía yo, ciudadano general, pero mi difunto marido estaba convencido de que esa historia era cierta. De hecho, el tal Paul sabía que Flamel había dado órdenes de que lo enterraran en la iglesia de Santiago, muy cerca de aquí, y colocaran sobre su lápida una pequeña pirámide.

—¡Otra pirámide!

—Sí, sí… Pero ¿sabéis lo mejor?

Bonaparte sacudió la cabeza.

—Que Saint-Germain, al oír aquello, les explicó que en esa extravagancia de Flamel estaba el secreto de su regreso a la vida…

—¿Flamel volvió a la vida?

—Bueno… En la iglesia de Santiago aún se conserva su lápida. Pero ni rastro del cuerpo. ¿Vos qué creéis?

—¿Y cómo pudo Flamel…?

—¿Resucitar? Oh. —Dio un nuevo sorbo al vino—. Mi marido decía que porque conocía la magia egipcia. ¡Vamos, ciudadano general! Vos, que habéis leído tanto, ¿no oísteis hablar del famoso Libro de las figuras jeroglíficas de Flamel?

Bonaparte sacudió por segunda vez la cabeza.

—Tengo un ejemplar aquí mismo… —añadió la mujer.

—¿En serio?

—¡Pues claro! —Madame de Nerval trastabilló mientras dirigía sus pasos otra vez a la alacena del vino—. Flamel es el patrón de esta casa. Es lo mínimo que podíamos tener de él.

—¿Y… lo habéis leído?

—Lo he intentado, ciudadano general. Pero es un batiburrillo indigesto. Dice no-sé-qué del poder que emanan ciertas imágenes, y cómo a través de ellas, conociendo cómo leerlas, puede accederse a la sabiduría de los antepasados. Pero ¿cómo va a leerse una imagen? ¡Solo pueden leerse las letras!

—Eso mismo diría yo…

—Para mí el dichoso libro de Flamel es un galimatías, una folie. ¡Imaginaos! En esta misma mesa Saint-Germain dijo una vez que lo había comprendido. Que, en efecto, podían leerse las imágenes de los egipcios y, mediante magia, usarlas para devolver la vida a los difuntos que fueran limpios de corazón.

—¿Saint-Germain les habló de eso?

Los ojos del general se clavaron en la mirada húmeda y vagamente alcoholizada de madame de Nerval.

—¡Oh, sí! Se volvió como loco con el librito. Dijo que debería restaurarse en Francia la verdadera fe de los egipcios.

—¿La verdadera fe de los egipcios? ¿Y qué diablos es eso?

—¿El conde no os habló de ella? ¡Qué extraño! ¿Y tampoco de su obsesión por Marsilio Ficino?

—Jamás oí hablar de él, madame. —Se encogió de hombros—. ¿Quién es? ¿Otro viajero?

¡Oh la lá!, mi ignorante soldado. —Rio cada vez más alegre—. Ficino fue un italiano de la misma época de Flamel. ¿Sabéis? Vivió en Florencia y, según nos explicó el conde, fue el responsable de reunir a todos los humanistas de su época bajo un mismo techo. La academia que fundó… ¡puso en marcha el Renacimiento, monsieur! La Mona Lisa. La Sixtina… Todo.

Bonaparte dio un respingo. Incrédulo, le costaba creer que aquella cocinera de aspecto desastrado manejara conceptos como aquellos. El vino la había hecho aún más locuaz y decidió aprovechar su suerte.

—Os veo muy cultivada, madame de Nerval. Explicadme, por favor, qué tiene que ver ese Ficino con la restauración de la religión egipcia y con nuestro común amigo el conde de Saint-Germain.

—¡Mucho, mi general! Ficino tradujo al latín importantes textos de origen arcano. Fue el primero en darse cuenta de que la religión egipcia contagió toda nuestra cultura. Como si fuera un resfriado… —Rio.

—Qué interesante…

—Bueno, quizá para los estudiosos como vos sí. A mí qué me importa que los egipcios usaran la cruz como símbolo de vida o que Osiris resucitara como Cristo… ¡Eso no sirve para nada!

Bonaparte se echó para atrás en su silla, llevándose las manos a la nuca.

—Eso depende. A lo mejor Flamel y él averiguaron lo que hizo Osiris para resucitar…

—¡Qué ocurrencias tenéis!

—¿Y Saint-Germain? ¿Qué fue de él?

—Bueno… Después de contarnos todas estas cosas dijo que iba a buscar más pruebas de que los egipcios eran el origen de todo. Era muy divertido oírlo hablar. Decía cosas extravagantes, como que esos cuentos en los que el príncipe resucita a su princesa de un beso eran ecos del mito de Isis y Osiris alterados por el tiempo. ¡Imagínese! Hasta lo del zapatito de cristal lo comparaba con el mito de Osiris tumbándose en un sarcófago que acababa encajándole como un guante. ¿Conocéis vos esa historia, general?

—Claro… —asintió—. Cenicienta.

—¡Eso es!

—¿Y el conde no se fue nunca a Egipto a ver pirámides?

Madame de Nerval abrió los ojos como platos.

—¡Desde luego! —exclamó—. Pero antes se dedicó a recorrer Francia en su busca. ¡Francia! ¡Qué loco!

—¿Y las encontró?

Bonaparte dejó de columpiarse. Madame de Nerval dejó caer sus gruesos codos sobre la mesa, y apoyando su barbilla en las manos, respondió con tono misterioso:

—¡Por supuesto, general! Saint-Germain siempre consigue lo que se propone.

—¿Estáis segura?

—Tan segura como que una vez se trajo a uno de los descendientes de los constructores de pirámides en Francia para que hablase ante sus amigos. Era egipcio. ¿Os imagináis? ¡Y hablaba mejor francés que vos y que yo!

Un extraño escalofrío recorrió a Bonaparte.

El joven militar guardó un instante de silencio. Una pregunta, solo una, se le había quedado atragantada al oír aquello:

—¿Y vos lo conocisteis?

—Pues claro. Se llamaba Nicodemo Buqtur, tataranieto, o qué sé yo, del que levantó una de esas pirámides ¡en Niza!

«¿Buqtur…?».