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Gran Pirámide. Giza

Bonaparte seguía ocupado en sus recuerdos. Todavía no acertaba a comprender qué le estaba sucediendo. Por qué la Gran Pirámide lo estaba obligando a recuperar aquellas memorias.

Al menos ahora apreciaba cuán imprudente fue al acudir a Nazaret. Se había dejado llevar hasta allí para celebrar un cónclave con unos nómadas del desierto que parecían salidos de un cuento de las mil y una noches. Y lo que era más temerario todavía: había permitido de buen grado que estos le suministraran una especie de «fármaco de la memoria». Una droga de efectos desconocidos que bien podría haber acabado con su vida.

Por suerte eso no ocurrió.

Aparte de un ligero ardor de estómago que se disolvió enseguida, los efectos del bebedizo se limitaron a estimular su memoria. La mente del general se iluminó tornándose veloz y lúcida como no recordaba haberla sentido jamás. Sus ojos dejaron de ver la choza en la que se había citado con los sabios azules y habían empezado a contemplar escenas de otro tiempo con una fidelidad asombrosa. Fue como si esa sustancia se lo hubiera llevado de visita a su propia vida. Como si quisiera obligarlo a contemplar por segunda vez ciertos instantes de su existencia para que extrajera de ellos alguna lección perdida.

Había una clara intención en todo aquello.

¿Pero cuál?

¿Y por qué regresaban todas esas imágenes justo ahora, a la vez, en el corazón de la pirámide, y lo atormentaban de aquel modo?

¡No tenía respuesta a tanta pregunta!

Fue entonces cuando afloró un último recuerdo.

En Nazaret la droga lo condujo una vez más a París. Más concretamente a un viejo local lleno de claves para un futuro que ahora era su presente. En esa última visión, Bonaparte iba a comprender por qué su ímpetu lo había llevado en los últimos meses a Egipto y Palestina, tan lejos de su patria, sumergiéndolo en un mundo de creencias tan diferentes a las suyas. Iba a descubrir, en definitiva, lo que muy pocos humanos han alcanzado a intuir jamás: que, en efecto, existe un plan maestro que rige nuestras vidas.

Y con la diáfana sensación de que cada nuevo recuerdo dejaba un poco más vacía su alma, se abandonó a aquel último ensueño…