El Cairo
Horas después
Omar Zalim tragó una profunda bocanada de aire nada más poner el pie en El Cairo. El rito de la noche anterior en la tumba de Amenhotep había iluminado su mirada de un modo peculiar. Le había concedido ese raro e intenso don del que hablaban los antiguos papiros y que tan pocos humanos dominaban: «Todo lo que ocurre en cada región te es contado… Posees millones de oídos… Tu ojo es más luminoso que las estrellas del cielo… Tu ojo ve todo lo oculto»[8].
Ahora, además de hijo de hechiceros, el sacrificio de sangre lo había convertido en vidente.
¿Por qué no habría hecho caso antes al instinto de su viejo mentor, Gamal? Tal y como este le había sugerido, le bastó apretar entre sus manos el corazón palpitante de Fátima ben Rashid para recibir el destello de la visión perfecta en lo más profundo de su ser. La descarga vivificante de la profecía, esa fuerza capaz de sojuzgar el tiempo o la distancia, le había hecho saber que Nadia le sacaba solo unas horas de ventaja. Que estaba en El Cairo. Y que si seguía a su nuevo instinto, la encontraría.
Por eso estaba allí.
Pletórico.
Seguro de su misión.
Complacido con sus nuevas fuerzas, Omar miró a uno y otro lado del embarcadero como si pudiera olfatear a su presa. Y algo había de cierto en eso porque, sin dudarlo, aquel gigante de músculos de hierro y piel escarificada atravesó la aduana y se perdió entre la multitud sabiendo exactamente a dónde dirigir sus pasos.
Nadia —estaba seguro— conocía ya aquello para lo que había sido preservada.
«Ahora es más peligrosa que nunca —pensó—. Debo detenerla».