El Cairo
Primera hora del 11 de agosto de 1799
Alí y Nadia abandonaron enseguida la meseta de Giza. Su tío la tomó del brazo para guiarla entre la muchedumbre que se dirigía al centro de El Cairo y no la soltó en todo el tiempo que caminaron juntos. Al principio pareció desorientado. Vagó de un barrio a otro sorteando animales de carga y mercaderías hasta que la visión del alminar de ladrillo de la mezquita de Al-Hakim lo situó. Avanzaron entonces hacia la calle de Bayn al-Qasrayn, que significa «entre palacios», y bordearon lo poco que aún quedaba en pie de las mansiones fatimidas que le valieron aquel nombre. Su esplendor —si es que alguna vez lo tuvo— se había volatilizado hacía tiempo. A sus pies, la mezcla de aromas a especias, guisos callejeros y hedor a estiércol desmerecían un lugar pensado para imitar el Paraíso.
En uno de los callizos tangenciales a esa arteria, tras una cortina tiznada de inmundicia, pronto se abrió ante ellos lo que Alí estaba buscando. Lo primero que sintió Nadia al cruzar aquel umbral fue alivio. Sus oídos y su pituitaria se relajaron de golpe y dejó de tener la desagradable sensación de que un millón de ojos la vigilaban. La Perfecta no había podido sacudirse esa impresión desde su salida de Edfú. Era como si algo invisible y superior la hubiera merodeado hasta ese mismo momento y, de repente, la liberara. El efecto fue balsámico. Su tío la había conducido hasta un patio limpio y grande, un cuadrilátero de paredes recién encaladas, porticado, con un pequeño estanque rodeado de espléndidas glicinias y flores aromáticas que llenaban la atmósfera de una dulce fragancia.
Dos niños agazapados en la esquina más apartada del recinto jugaban a algo parecido al ajedrez. Al verlos entrar, se levantaron y corrieron a esconderse. Instantes después, una mujer de rostro blanco y amable les salió al paso. Murmuró algo ininteligible y besó a Alí en una mejilla. La señora, presa de una euforia contagiosa, tomó entonces a la Perfecta de la mano y, sin dejarla despedirse siquiera, la llevó a un segundo patio, este cubierto con toldos, mucho más pequeño que el anterior, en el que un anciano vestido con una túnica clara parecía ensimismado con el murmullo de otra fuente.
—¿Nadia? —susurró este nada más sentir su presencia. Su voz sonó grave como el trueno, pero no la sintió amenazadora—. Eres tú, ¿verdad?
Aquel venerable giró la cabeza hacia donde se encontraba y le clavó sus espléndidos ojos azules.
—Bienvenida. No temas, por favor. —La animó a acercarse, con una amplia sonrisa dibujada en los labios—. Siéntate junto a mí. Hacía mucho que deseaba conocerte…
La muchacha, algo confusa, obedeció al punto. El hombre era de una edad imprecisa, tenía barba blanca e hirsuta, cabello ralo, pómulos y mentón afilados, y emanaba un singular magnetismo. Su voz y sus gestos le otorgaban autoridad. La mujer de la cara pálida, quizá una de sus esposas, guio entonces a Nadia a su vera y la ayudó a tomar asiento sobre un cojín bordado con pedrería. Luego los dejó a solas.
—Yo soy el Viejo de la Montaña —le dijo en cuanto desapareció—. Los tuyos me consideran el gran protector de los Ben Rashid. El guía espiritual de vuestro clan.
—He oído muchas cosas de vos… —asintió.
—Y yo de ti —sonrió cómplice.
El rostro de Nadia se ruborizó.
—¿De mí?
—Oh, sí. Sé más cosas de ti de lo que crees. Puedo hablar con el alma de las personas, y la tuya lleva tiempo comunicándose conmigo.
—¿Cómo puede ser eso? Ni siquiera sé vuestro verdadero nombre. Jamás he hablado con vos.
—Los Ben Rashid me llamáis Viejo de la Montaña desde hace generaciones. Supongo que siempre me habéis visto como a un anciano. Y lo soy. Pero tú puedes llamarme Balasán.
—Ba-la-sán… —silabeó la Perfecta, como si quisiera interiorizar aquel nombre.
—Es solo uno de mis nombres. Me he visto obligado a cambiarlo según las circunstancias. Me han llamado Maestro de la Luz, Hermano Blanco, el viejo Dyedi… Mis historias aparecen incluso en los cuentos. Pero, ya me ves, soy el más anciano de una familia amiga de los viejos dioses a la que a veces los tuyos llaman los sabios azules.
—¿Y cómo puede ser alguien amigo de los dioses, maestro Balasán? —le preguntó, recordando de repente las advertencias de su abuelo Gabriel.
—¡Oh! Todo consiste en elegir bien a qué dioses brindar tu amistad. —Sonrió—. Seguramente tu tío Alí te habrá hablado del último mensaje que he recibido de ellos, ¿verdad?
Nadia asintió.
—Me dijo que tuvisteis un sueño.
—Así es, hija mía. Los dioses usan nuestros sueños para enviarnos sus mensajes. Toman la forma que quieren, la tuya, la mía, cualquiera, y se nos presentan. Sucede desde la noche de los tiempos. Aunque ese del que te hablo no fue como los demás. Fue uno intenso, deslumbrante, en el que se me reveló que ha llegado el momento de que los Ben Rashid os hagáis con el Libro de la vida.
—Alí también me lo ha contado, maestro.
Él asintió con la cabeza.
—Sé que te parecerá extraño —prosiguió—. Sobre todo en alguien de tu juventud, pero llevo tiempo observando a tu familia. Cuidando de ella. Preservándola. Y todo para llegar a ti.
Las manos sarmentosas y fuertes de Balasán se estiraron entonces hasta tomar las de Nadia. La Perfecta las notó cálidas, suaves incluso. No las retiró.
—¿A mí? ¿Por qué a mí, maestro?
—Porque tú tienes el mismo don que yo. Tú también eres capaz de recibir mensajes de los dioses.
—¿Yo?
Nadia sintió que una corriente le recorría la espalda, sacudiéndola con un escalofrío interminable.
—Yo no…
—No puedes ocultarme nada —la atajó Balasán—. Recuerda que tu alma me habla. Y me ha dicho que tu destino ya te ha sido mostrado.
La Perfecta iba a negar otra vez cuando de repente el anciano decidió aflojar su presión.
—¿No te ha explicado tu tío por qué estás aquí? ¿No te ha hablado del origen de vuestra familia? ¿Y no te ha dicho por qué los sabios azules somos tan celosos con nuestro linaje?
—N… No.
—¿Ni tampoco por qué le interesas tanto a Omar Zalim?
—No, maestro.
Por un instante, el dulce gesto del anciano se ensombreció. Algo contrariado, el Viejo de la Montaña supo que tendría que instruir a Nadia tan rápido como fuera posible. Debía pedirle algo y necesitaba que aceptara.
—Verás, hija —dijo sin soltar sus manos—: mi tribu ha sido bendecida por los dioses con dos dones preciosos. El primero es una singular longevidad. Muy pocos de los nuestros no superan los cien años. Eso nos da una perspectiva sobre la Historia muy diferente a la de la mayoría. En cuanto al segundo, bueno, ese ya lo conoces. Recibimos señales de arriba siempre que algo importante está a punto de sucederle al género humano. Sencillamente, vemos nuestro objetivo con los ojos del alma. Nuestra obligación ha sido siempre la de anunciároslo y ayudar a cumplir el plan divino.
La Perfecta lo miró con preocupación. De repente, la imagen del misterioso guerrero resurgió como un recuerdo incómodo y rogó para que Balasán cambiara de tema. Pero no lo hizo.
—¡Oh, vamos! Sé que lo sabes —asintió el anciano—. Vienen tiempos difíciles.
—¿Es que va a pasar algo malo? —preguntó alarmada.
—Eso va a depender de ti —repuso indescifrable.
—¿De mí?
—Y del hombre que has visto cercado por el mal.
Nadia se sobresaltó y por instinto separó sus manos de las de Balasán. Una ola de calor encendió entonces sus mejillas. Solo imaginar que aquel anciano se había colado en sus pensamientos más íntimos la descompuso.
—¿Qué sabéis vos de eso?
—Yo también lo he visto —respondió en tono cómplice—. Pero en la vida real.
Los ojos de la Perfecta se abrieron por completo.
—¿De veras? —Había cierta ansiedad en su pregunta—. ¿Existe?
—Así es, hija mía. Ese hombre ha sido elegido por los dioses para recibir el don por el que las Sombras y la Luz llevan milenios combatiendo. Su destino y el tuyo están entrelazados. Deberías saberlo.
El anciano dejó que sus palabras calasen en Nadia, pero ella estaba totalmente ofuscada. Cuanto más trataba de reprimir su última visión, más clara y perturbadora emergía la imagen de aquel hombre.
—¿Entrelazados? —balbuceó avergonzada.
—Sí —asintió Balasán—. Me alegra que lo comprendas.
La muchacha no movió un músculo. El pudor la paralizaba por completo.
—No te asustes, hija mía. —Se levantó, invitándola a caminar por el patio, adelantándose a su reacción—. Eso que sientes es el eco de la fuerza más poderosa del universo. No es nada malo. Al contrario: se trata de algo sublime. La fuerza de atracción que une a los polos opuestos y genera lo que todos nosotros anhelamos. ¡La vida!
—¿Eso… eso es el amor?
Balasán asintió.
—¿Y por qué yo tengo que…?
—¿Sabes? —la interrumpió—. Providencia, destino, fuerza mayor, plan supremo, designio, futuro… Todo eso son los términos con los que los pueblos de la Tierra se refieren a la más insigne manifestación de Maat. Para mantener el equilibrio del universo, esta maneja nuestras vidas de un modo que nos resulta incomprensible. Nos conecta querámoslo o no, nos cruza y nos dirige. Ese guerrero que has vislumbrado, Nadia, solo vencerá a la muerte si antes se armoniza con la energía que has empezado a sentir por él. Vuestro destino encarna la eterna lucha de Eros y Tánatos. Amor y muerte. Los dos habéis sido convocados para proporcionaros justo lo que os falta, y juntos generar algo superior. Excelso.
—¿Y si me niego? —susurró, sobrecogida por aquellas palabras.
—Entonces traicionarías a todos los que han dado su vida por verte cumplir con tu misión.
—Mis padres, mi abuelo Gabriel… Lo sé —suspiró.
—Y no solo ellos.
—¿Qué queréis decir? —Nadia se alarmó. Había algo siniestro en el tono con el que Balasán pronunció aquella última frase—. ¿Es que hay más?
—Este es un combate que nunca cesa, Nadia. Tu familia lucha en él desde el principio de los tiempos. Cada mil quinientos o dos mil años la guerra entre Luz y Sombras se recrudece. Sucede cada vez que los astros se alinean para enviar a la Tierra a un humano merecedor del secreto de la vida eterna y conceder una nueva oportunidad a vuestra especie para redimirse de la muerte. Entonces nosotros lo localizamos, le revelamos cuál es el destino que le espera y le facilitamos lo que necesite para que obre el milagro de convertirse en inmortal. Pero también entonces, indefectiblemente, los hijos de Set se rearman y nos combaten. Eso es Maat. El sagrado equilibrio.
—¿Quién más ha muerto por mí? —El apremio con el que Nadia lo interrumpió sorprendió a Balasán—. ¡Decidme!
Las pupilas azules del anciano se contrajeron. Nadia percibió en él la incómoda sombra de la duda, pero finalmente habló:
—Fátima. Tu prima —dijo.
—¿¡Fátima!? —exclamó llevándose las manos al rostro.
Una brusca punzada de dolor se le instaló en el pecho, liberando una ola de adrenalina que la recorrió de arriba abajo. La severa respuesta del Viejo de la Montaña la había dejado sin aliento. Durante un instante le costó llenar los pulmones. Y cuando lo hizo, dos gruesas lágrimas cruzaron sus mejillas.
—Fátima no… —lloriqueó incrédula.
—Lo presentí anoche —añadió Balasán, sobreponiendo con delicadeza su voz a los sollozos—. Zalim la mató con su magia para averiguar dónde estabas. Buscó en vuestro vínculo y te localizó.
—Pero…
—Lo siento mucho, Nadia. El grito desesperado de su ka me despertó. Fue muy valiente.
—Pero era… ¡era solo una niña! —reaccionó.
La punzada había dado paso al vacío, al vértigo. Nadia sintió que sus rodillas flaqueaban y que la náusea se apoderaba de su estómago. Balasán se conmovió. Se acercó a ella y la rodeó con sus brazos:
—Aún puedes hacer algo por ella —le susurró cerca del oído.
—¿Algo? —Los ojos de la Perfecta habían enrojecido y sus palabras brotaban ahora con dificultad—. ¿Qué?
—Puedes vengarla haciendo fracasar la ambición de los hijos de Set.
Ella se apartó del viejo maestro y se restregó el rostro tratando de controlar su dolor y valorar el alcance de aquella insinuación.
—¿Vengarla?
—Es el turno de tu Maat —replicó muy serio—. De hacer algo por ti. De encarnar el poder de la diosa que llevas dentro y dictar justicia.
—¿Y qué… qué se supone que debería hacer?
—Encontrarte con el hombre de tus visiones. Le mostrarás la fuerza del amor. Lo prepararás para recibir la eternidad y frustrarás el avance del mal.
—¿Pero dónde lo encontraré? ¿Cómo?
Balasán, conmovido por el esfuerzo de aquella muchacha, volvió a regalarle la sonrisa dulce del principio.
—Ese hombre está ya en Egipto. Mañana pasará la prueba para recibir su inmortalidad. Pero va a necesitarte para que la antigua magia de Isis funcione.
—No comprendo… —Se encogió de hombros, intentando dominarse.
Balasán la miró de nuevo:
—¿Qué sabes tú de los resucitados, hija mía?
—Apenas conozco la historia de Isis y de Osiris.
—¡Pues hay muchas más como esa! —exclamó—. Cada una de ellas demuestra que la muerte puede vencerse. Que Fátima y los tuyos no se han sacrificado en vano. Los turcos tuvieron a Atis, un hombre que murió crucificado y resucitó al tercer día por intercesión de la diosa Cibeles. También a Mitra, que se quitó la vida como ofrenda y supo cómo regresar de entre los muertos. O Apolonio de Tiana, también turco. Todos tuvieron en común que su regreso se hizo gracias a la intervención de una mujer especial. Yeshua regresó ante la mirada de María Magdalena. Sin Isis, Osiris no hubiera retornado. Y lo mismo puede decirse de los demás. Lo que quiero decirte —inspiró el anciano— es que sin ti el importantísimo rito de mañana no funcionará. Necesitamos tu poder para ponerlo en marcha. Tu determinación. Tu don de Isis.
Nadia lo escrutó con severidad.
—¿Y puedo preguntar quién es el Osiris al que debo dirigirme?
Balasán se quedó en silencio un instante. Después, acariciando la suave mano de la Perfecta, susurró:
—Es Bunabart, hija. El sultán venido del otro lado del mar…
—¿Napoleón Bonaparte es el guerrero que he contemplado en mis visiones? —dijo estupefacta.
—Así es.
—¿Cómo podéis estar tan seguro?
—Ya te lo he dicho. Porque lo he conocido y he escuchado hablar a su alma. Y te conozco a ti y he escuchado a la tuya. Estáis, lo sé, predestinados al encuentro.
—¡Pero eso es imposible! ¡Pertenecemos a dos mundos opuestos!
—Así funciona Maat. Siempre atrae a los contrarios.
—¡Jamás podré llegar a él! —protestó, sin escuchar al anciano.
—No te preocupes. Yo te diré cómo. Bunabart acaba de llegar a El Cairo. Irás en su busca. Le advertirás que los hijos de Set se han infiltrado en sus filas y planean traicionarlo. Y le dirás también que he sido yo quien te envía con ese mensaje. Con eso bastará.
Nadia se aferró tanto a las manos del anciano Balasán que casi las arañó. Una sombra de preocupación se instaló en su hermoso rostro.
—¿De verdad hay hijos de Set entre los extranjeros, maestro?
—Sí —asintió—. También los he visto. Los esbirros de las sombras están ya por todas partes.