Luxor, orilla oeste
Amanecer del 11 de agosto de 1799
Unos ojillos pequeños y luminosos lo paralizaron.
Prosper —el primero que entró en la tumba de Amenhotep al escuchar el misterioso aullido— enseguida se arrepintió de su arrojo. A unos palmos del rostro, la silueta delgada de una cobra erguida, con los anillos del cuello hinchados, sus escamas relucientes como espejos y su lengua silbante, le cortaba el paso.
El barón no había iniciado aún el descenso del primer tramo del corredor de acceso, por lo que la luz que se filtraba al interior iluminaba bastante bien al reptil. La criatura se balanceaba sobre su panza, entre curiosa y amenazadora, estudiando satisfecha a su nueva víctima. De no ser por el brillo de su mirada, Jean-Baptiste Prosper Jollois hubiera podido confundirla con una estatua. Pero, para su desgracia, no lo era.
Por puro instinto, el ingeniero calibró las posibilidades que tenía de esquivarla. Se estremeció. En cuanto aquella bestia terminara de examinarlo, atacaría su flanco más desprotegido —quizá el cuello— y le inocularía la muerte antes de que se diera cuenta.
Prosper no se atrevió a gritar. Y así, en cuclillas, con las manos apoyadas sobre el suelo, aceptó que no tenía escapatoria posible. Más pronto que tarde la cobra lo vería parpadear y aprovecharía su primera contracción muscular para morderlo. Ahí sí berrearía de terror; pero para cuando el barón De Villiers lo encontrara, solo tendría un moribundo que arrastrar al exterior. Retorcido de dolor, apretándose el estómago con los puños, Prosper entregaría su alma sin tiempo para pensar en su madre, en sus hermanas, en su casa de veraneo en Aix en Provence o en su perro Lucas. Su vida se esfumaría en brazos del barón, y con ella todos sus sueños de grandeza.
Sssssh.
Entonces la bicha siseó.
El francés creyó que su hora había llegado.
Sssssh.
Y sin embargo, ¡la cobra se distrajo!
—No os mováis, Prosper.
La orden de Édouard de Villiers sonó firme detrás de él. El reptil, confuso, dudó un segundo, como si le costara decidir a cuál de los dos blancos atacar primero.
—No le quitéis la vista de encima —insistió en voz baja el barón.
Prosper obedeció.
No había acatado ninguna orden suya con tanto celo en todo el tiempo que llevaba en Egipto.
De repente, con la precisión de un espadachín consumado, algo cortó el aire a la altura de su oído derecho. El sable de Édouard, brillante, sesgó de cuajo el cuello de la criatura, que en silenció rodó sobre la piedra de la tumba retorciéndose entre espasmos.
—¡Por Dios, barón! —Se incorporó el ingeniero, lívido—. ¡Casi me cortáis la cabeza!
—¡Callad!
Prosper hizo un gesto de no comprender.
«¿Por qué no se alegra?».
—Silencio —le repitió en voz baja—. Escuchad.
Los dos se quedaron unos segundos sin atreverse a respirar. El aullido que habían oído poco antes desde la puerta de la tumba volvía a recorrer otra vez aquellos tubos de piedra.
—¿Lo oís? —gruñó De Villiers señalando a la oscuridad que se desplegaba bajo sus pies, corredor abajo—. ¡Yo tenía razón! Hay alguien aquí.
—Vamos a averiguarlo.
—N… no.
El barón hizo una mueca de desaprobación, pero cuando quiso darse cuenta su compañero se deslizaba ya varios metros más abajo, iluminado por un pequeño fanal.
—Pero, Prosper, ¿y si hay más serpientes?
—Nos arriesgaremos. ¡Bajad!
Édouard de Villiers extrajo entonces un par de velas de su casaca que encendió de inmediato. Su luz, escasísima frente a las tinieblas, se agitó como si dudara de mantenerse encendida.
El barón estaba en lo cierto: más allá de los dos primeros tramos de escaleras, al fondo de una galería excavada en roca e ilustrada con escenas incomprensibles para ellos, se adivinaba un bisbiseo humano. Al principio fue poco más que un rumor. Un ruido profundo que emergía de las entrañas de la tierra y que erizó los cabellos de los dos franceses.
Ninguno articuló palabra. Descendieron tratando de no hacer rodar ningún escombro. Figuras humanas con rostro de perro, cortesanas vestidas con transparencias de una exquisitez indescriptible y aves con las alas desplegadas parecían no quitarles los ojos de encima.
—Escuchad —susurró Prosper—. ¿Lo oís?
El barón se aprestó a alcanzar la posición de su superior. Habían bajado otros dos tramos más, y al fondo de lo que parecía una sala mayor, creyeron ubicar la fuente del ruido que les había sorprendido. Los ingenieros apagaron las luces y avanzaron los seis pasos que los separaban del final de aquel corredor.
—Esto no me gusta —masculló De Villiers—. Si nos descubren, no saldremos vivos de aquí.
Prosper no hizo caso de la advertencia y, despegándose del aliento de su compañero, estiró prudentemente la cabeza para echar un vistazo al interior de la sala contigua.
Durante unos momentos no reaccionó.
Al fondo de una estancia dividida en dos niveles, y flanqueada por seis columnas bellamente adornadas con nuevas figuras y jeroglíficos, se guardaba un sarcófago dentro del cual se adivinaba —Prosper dudó— ¡una momia!
La luz era pobre; apenas una docena de lámparas de aceite alumbraban toda la pieza. Pero, pese a ello, distinguió el rostro familiar y bien arreglado de Omar Zalim asomándose a la inmóvil silueta de aquel cuerpo.
—¡Omar…! —susurró.
—Os lo dije —escuchó a sus espaldas a De Villiers—. ¡Vámonos!
—Esperad…
Algo llamó la atención del ingeniero. El hombre que dirigía aquella reunión no era exactamente el mismo al que habían visto en el templo de Luxor. Aquel Omar no parecía un fellah, sino un príncipe. Estaba vestido con una finísima túnica de lino ceñida por un cinturón de cuero y pedrería y sus facciones eran más exageradas de lo que recordaba. Sus ojos estaban perfilados con kohl, su barbilla y sus mejillas mostraban unos brillos blancuzcos que enseguida identificó con maquillaje y tenía los brazos reforzados con correas. Pero lo que más le extrañó fue el enorme garfio que sostenía en su mano derecha y que caminara alrededor de aquella momia… ¡que se movía!
Prosper aguzó la vista para no equivocarse. Pero no había duda. Fuera quien fuese la persona que estaba allí tendida, bajo las miradas de Omar y de su extravagante cuadrilla de acompañantes enmascarados con cabezas de animal, se removía como si no le gustara estar ahí.
Aquellos tipos mitad humanos mitad animales comenzaron entonces a recitar una extraña salmodia:
¡Oh, Osiris! —corearon al unísono.
No cometimos iniquidad contra los hombres.
No maltratamos a las gentes.
No cometimos pecados en el Lugar de la Verdad.
No tratamos de conocer lo que no se debe conocer.
No blasfemamos contra Dios.
No obligamos a nadie a pasar hambre.
No hicimos llorar.
No tengas a mal el sacrificio que ahora hacemos en tu nombre.
El ingeniero reculó. Dos de aquellos peleles con cabezas de chacal y halcón de madera policromada se habían dado la vuelta para tomar una gran balanza de cobre que descansaba contra una de las paredes del recinto, muy cerca de donde estaban ellos. Mientras la instalaban, Omar, extasiado, continuó recitando en solitario, con el brazo izquierdo sobre el plexo solar, aquella monótona letanía:
No disminuí las ofrendas a los templos.
No manché los panes de los dioses.
No fui pederasta.
No forniqué en los lugares santos del dios de mi ciudad.
No cacé en los cañaverales de los dioses.
No pesqué en sus lagunas.
No opuse diques contra las aguas.
No me opuse a ninguna procesión.
¡Soy puro!
¡Soy puro!
¡Soy puro!
Y añadió:
¡Oh, Osiris! Hazme ver el camino que me conduzca a ti.
Prosper, que comprendió bastante bien aquella especie de oración, dejó pasar un tiempo prudencial antes de volver a asomarse. Cuando lo hizo, «Chacal» y «Halcón» habían acabado de instalar la balanza a solo unos pasos de su posición. Fue entonces, mientras dos mujeres muy maquilladas surgidas del fondo de la sala hacían sonar sus sistros, cuando una neblina de incienso comenzó a desdibujar la escena.
En ese momento, el primero de ellos habló. Su voz grave atronó la sala:
—Tú, Omar Zalim, que has superado el implacable juicio de los cuarenta y dos asesores de los muertos, que has sido capaz de declararte inocente de los cuarenta y dos pecados fundamentales del verdadero creyente, ¿vas a someterte al veredicto de la balanza para ver el sendero de Osiris?
—Sí. Me someteré —respondió este.
—En ese caso, debes saber que si superas el rito accederás a lo que deseas, pero si no, tu ka y tu ba perecerán devorados por Ammit, el terrible monstruo de cabeza de cocodrilo que acabará con tu existencia y te condenará a la desaparición absoluta. ¿Aceptas?
—Acepto.
«¿Ka?».
«¿Ba?».
Se preguntó el francés sin saber que eran las dos partes indisociables en las que los egipcios dividían el alma humana. La chispa vital o «el doble» y la personalidad o el espíritu.
Prosper, hipnotizado por aquellas imágenes de otro tiempo, se frotó los ojos irritados por el incienso. Apenas podía creer que su guía, el hombre que les había pedido que intercedieran por él ante Napoleón Bonaparte, estuviera oficiando aquella especie de misa egipcia.
«Halcón» se inclinó ceremoniosamente sobre uno de los platos de la balanza, colocando sobre él un frasco de alabastro de pequeño tamaño.
—Este es el recipiente para ib. Debes colocar aquí tu corazón —dijo.
—Y este es el recipiente de shes maat. El espíritu de la justicia —remató el «chacal», depositando un cuenco opaco en el otro plato.
Una tercera criatura, con cuerpo de hombre y cabeza de pájaro de pico largo y afilado, se adelantó al grupo y frente a la balanza, exclamó:
—Sea, pues, como has pedido a los antiguos dioses. Yo, Toth, aquel que se creó a sí mismo, al que nadie dio a luz, aquel que calcula desde el cielo y es capaz de contar las estrellas y llamarlas a todas por su nombre, inscribiré para la eternidad el resultado de este juicio severísimo.
—Amén.
Al tiempo que los sistros inundaban la estancia de un sonido silbante que a Prosper le recordó los bufidos de la cobra, Omar hizo algo que lo dejó perplejo. Se acercó hasta la momia temblorosa que estaba en el centro de la sala, murmuró algo que no acertó a comprender y, sin atisbo de duda, levantó el garfio de su mano para hundírselo de un golpe en el pecho.
Un aullido desgarrador emergió del interior del fardo.
Omar lanzó una siniestra risotada. Su puño apretaba la herramienta para que no se saliera del cuerpo, mientras el cuerpo entero de la momia —que Prosper descubrió que estaba atado por cinchas cuan largo era— se convulsionaba salvajemente.
El guía removió con agrado aquel punzón dentro del cuerpo. A cada nuevo giro la momia redoblaba sus chillidos. ¡Era horrible!
Crujió un hueso. Luego otro. Sonó entonces un estertor muy desagradable, como si algo succionara el aire de alrededor. Y después, con un estudiado giro de muñeca, Omar levantó el gancho con algo palpitante que colgaba de él.
Prosper casi se desmaya de la impresión.
«¡Dios! ¡Le ha arrancado el corazón!».
Ajeno a aquella mirada impertinente, con la momia inerte y sus vendajes empapados en sangre, Omar se acercó al primer frasco y depositó en él la víscera.
—Aquí está el ib de Fátima ben Rashid —dijo—. ¡Ahora deseo ver dónde está su prima, la sangre de su sangre!
El pelele que llevaba la máscara de Toth tapó aquello, sugirió una reverencia y lo depositó en el fiel de la balanza que le correspondía. La máquina estaba a punto de hacer su trabajo cuando «Toth» habló de nuevo bajo su máscara:
—¿Hay algo más que deseéis?
—Sí. —La mirada reforzada en kohl de Omar relampagueó excitada—. Quiero arrebatar al general Bonaparte lo que es de Egipto. ¡Quiero recuperar Maat para los hijos de Set!
Édouard de Villiers y Jean-Baptiste Prosper Jollois no aguantaron ni un minuto más. Acababan de presenciar el asesinato y una abierta declaración de hostilidades hacia el líder de su expedición. Debían salir de allí de inmediato, avisar a la guardia de Desaix y —ahora ya sí— escribir al cuartel general de Napoleón Bonaparte ¡en el acto!