28

El Cairo

Amanecer del 11 de agosto de 1799

El viaje de Nadia y Alí hasta El Cairo a bordo de una de las barcazas de la familia Ben Rashid fue mucho más rápido de lo esperado. El viento hinchó sus velas durante todo el trayecto como si el mismísimo dios egipcio del viento, Shu, se hubiera empeñado en empujarlos hacia su destino. Quizá fue el avance constante de la nao, o quizá el susurro del río abriéndose bajo su quilla, lo que mantuvo absorta a la Perfecta durante casi toda la travesía. En aquellas horas de calma, recostada en la proa contando estrellas, su mente divagó de una idea a otra. Tuvo un recuerdo para Fátima, se solazó rememorando sus años felices en compañía de sus padres y hasta se distrajo buscando en su memoria los días en los que su abuelo le había enseñado a nadar o a leer.

En medio de aquellos pensamientos se coló de repente otra clase de imagen. No fue exactamente un sueño. Tampoco un recuerdo, aunque ya lo hubiera visto en una ocasión anterior. El caso es que, entre parpadeo y parpadeo, mientras perdía su mirada en las profundidades de la Osa Mayor, volvieron a presentársele las mismas garras oscuras que la habían sobrecogido en la posada de Esna.

La aparición turbó su paz y Nadia sintió un ligero estremecimiento.

Al principio quiso sacudirse aquella sensación de encima. El mal cerniéndose sobre el guerrero de ojos oscuros que había imaginado al huir de Luxor volvió a dejarla estupefacta. Pero esta vez la imponente silueta de su misterioso desconocido se zafó de su amenaza y se dirigió a ella. «¡Dios santo!». De repente lo tenía a un paso, atravesándola con su mirada perturbadora. Jamás se había sentido así cerca de un hombre. Había algo en su actitud que la atraía irremisiblemente. Nadia lo vio mover los labios como si quisiera decirle algo, y aunque no oyó una palabra al fin pudo admirar su rostro. La visión fue breve. Lo justo para percibir la fragancia que irradiaba. Para descubrir que sus facciones no eran egipcias, y que tras la energía de destrucción y muerte que le imponía su oficio se escondía un hombre sediento de ternura, solitario, ansioso por ser amado. Pero aquel descubrimiento la turbó aún más. En ese momento la Perfecta se supo atraída por él, arrastrada por un poder masculino y dulce a un tiempo que deseaba solo para ella. Se vio persiguiéndolo, desafiando a la fuerza que los amenazaba, y cuando por fin se imaginó asiéndolo por los hombros y acercándose a sus labios para besarlos por primera vez, el guerrero se desvaneció sumiéndola en el más absoluto de los desconciertos.

Esta vez, no obstante, su visión le dejó una impresión más: la certeza de que el destino del misterioso desconocido y el suyo estaban conectados. Que, por extraño que pareciera, ambos se pertenecían mutuamente. Que llevaban siglos esperándose y que esas garras iban a luchar desesperadas por separarlos.

«¡No podrán!», se prometió.

Durante un buen rato Nadia se entretuvo en evocar una y otra vez aquella secuencia. Lo hizo tantas veces que casi no se dio cuenta de que habían llegado a El Cairo. Solo cuando los murmullos de la ciudad la sacaron de su ensimismamiento, aquel extraño ensueño pasó a un segundo plano. Las mil medialunas plateadas de los minaretes de La Victoriosa[6] tuvieron la culpa. Sus brillos la arrancaron de su estado, devolviéndola al mundo de los vivos. No muy lejos de las mezquitas, en otro de los flancos de su campo de visión, se levantaban las siluetas geométricas de tres estructuras milenarias. Nadia no se percató de su presencia.

Lo cierto es que nunca había visto un espectáculo tan soberbio como el que comenzaba a desplegarse ante ella: grandes pontones rodeados por un ejército de falúas y lanchas a remo avanzaban sin orden aparente hacia los primeros muelles de la capital. En la orilla, una marea de gente gesticulaba y gritaba dándoles instrucciones a gritos, sobreponiéndose a la llamada de los muecines a la primera oración del día.

—¡Arriad la vela!

—¡Despejad el muelle!

—¡Lanzad los cabos!

La Perfecta contempló aquella operación con asombro. Tras el caos enseguida adivinó un protocolo perfecto. De hecho, el atraque de su nave se realizó con tal exactitud que en apenas media hora su tío y ella pudieron abandonar la embarcación.

Lo primero que les extrañó al poner pie en tierra firme fue la enorme cantidad de soldados que patrullaban por las inmediaciones del embarcadero. Nadia y Alí nunca habían visto a tantos franceses juntos. Tiendas de campaña y cercados con cabras y caballos se alineaban en la frontera natural que separaba las tierras fértiles de la epidermis amarilla del Sáhara. Parecía que allí no había nada que proteger salvo arena, por lo que aquel despliegue militar les intrigó hasta que alguien dijo que los extranjeros estaban preparándose para repeler un nuevo ataque de Djezzar.

—Creo que en el centro de la ciudad estaremos más seguros —murmuró Alí al oír aquello.

Pero Nadia no le respondió.

De repente, se había quedado muda viendo el imponente horizonte que presentaba ante ellos la vecina meseta de Giza. Era el espectáculo que le faltaba por contemplar. Frente a sus ojos, surgidas como por hechizo sobre el desierto, se levantaban las tres grandes pirámides de Egipto. Los colosos de piedra atribuidos a los faraones Keops, Kefrén y Micerinos llevaban cuatro mil años allí garantizando la armonía del país. «¡Dios mío! ¡Son Maat!», se admiró sin despegar los labios. A esa hora, el sol del amanecer las hacía brillar como si fueran de oro macizo. Debían de estar a unos dos kilómetros de donde se encontraban, pero parecían al alcance de su mano. La Perfecta no había visto nada igual en su vida. Ninguna otra construcción se parecía a aquellas. A su lado las ruinas de la antigua Tebas eran una insignificancia. Aquellas moles emanaban una sensación extraña. Eran sobrias. Perfectas. Dignas de los dioses. Y parecían irradiar eternidad.

—¿Nos vamos?

La voz de su tío la sacó del trance.

—Eh… Sí, claro.

Antes de abandonar Giza, aún tuvieron ocasión de cruzar sus miradas con la de la Esfinge. Dormida a los pies de la segunda pirámide, a Nadia le pareció que su rostro imperturbable le estaba dando la bienvenida a esa región que los antiguos egipcios llamaban Rostau. El lugar de la inmortalidad. Desde el callejón del poblado en el que se encontraban, la visión de la cabeza del león de piedra emergiendo de las arenas parecía una señal. Ese lugar, esa explanada infinita, le susurraba que acababa de llegar al mayor contenedor de secretos del mundo.

La risita de Alí rompió aquel pensamiento.

—¿Qué te hace tanta gracia, tío?

—¿Qué va a ser? ¡Tú!

—¿Yo? ¿Te burlas de mí?

—No, no. —Sonrió—. Has puesto la misma cara de asombro que los extranjeros que pisan Egipto y ven las pirámides por primera vez.

—Es que nunca he visto nada igual.

—¡Y no lo verás! —exclamó—. No existe nada parecido sobre la faz de la Tierra. De eso se aseguró muy bien el faraón Keops. Lo que guardó ahí es algo sin igual.

—¿Qué guardan las pirámides? ¿A qué te refieres, tío?

La sorpresa de Nadia hizo que una sonrisa enigmática iluminara el rostro de Alí.

—Esas construcciones, Nadia, no son un edificio. Nosotros las vemos como piedra muerta, pero en realidad son una máquina colosal —dijo.

Un mohín perplejo nubló el bello rostro de la Perfecta.

—¿Una máquina?

—Las pirámides son instrumentos de manufactura divina. Fueron construidos para lograr la inmortalidad. Y esa de allí —añadió señalando a la mayor— fue la primera de todas. Sé que es difícil de entender, pero eso es lo que dicen nuestros patriarcas.

—¿Y… funcionan?

Alí sonrió ante la inocencia de la pregunta.

—Sabemos que la Gran Pirámide fue construida para albergar los primeros ritos de inmortalidad a los que se enfrentó nuestra especie y que todavía hoy es la propia pirámide la que escoge a quienes merecen recibir ese don. Se trata de un lugar muy antiguo; los textos que ponían en marcha ese artefacto y sus ceremonias fueron dispersados por los dioses para evitar que cayeran en malas manos y hoy muy pocos saben cómo usarlos…

Nadia miró de reojo a su tío.

—El abuelo Gabriel me contó algo parecido hace muchos años.

—Claro —asintió—. Él fue uno de nuestros patriarcas; estaba iniciado en el secreto. Conocía los textos.

—¿Y tú? —lo increpó—. ¿Los conoces?

—Sé que existen; poco más —se zafó—. He oído hablar de papiros que cuentan cómo el constructor de la Gran Pirámide sacó la idea de este edificio de otro levantado por los mismísimos dioses hace muchos miles de años.[7] Dicen que aquella pirámide primordial fue levantada por Toth en Heliópolis. Fue llamada la inmortal aunque también la conocieron como el Inventario, y se dice que contuvo una cámara de granito en su interior que protegía un gran cofre de sílex, que a su vez contenía otro de bronce, un tercero de plata y uno final de oro macizo donde el propio Toth depositó el secreto de la vida. Solo quien se tumbe en él y supere la «prueba de la pirámide» obtendrá el don de los dioses…

—Sabes mucho para no ser un patriarca.

—Tengo buenos maestros. Y me han hecho leer ciertas cosas.

—¿Los papiros? —Se encogió de hombros.

—No. Cuentos —añadió Alí—. A ese Inventario o pirámide inmortal se refiere un relato de la época de Keops. El «cuento de Hordedef». ¿Has oído hablar de él?

—¿Hordedef?

Alí asintió.

—¿Nunca te lo contó tu abuelo?

Nadia negó con la cabeza.

—Hordedef fue uno de los hijos del faraón Keops —prosiguió él, levantando su mirada hacia el imponente monumento—. Se trata de uno de los textos más conocidos de la época de los grandes constructores.

—¿Y ese cuento explica cómo funciona la pirámide?

—Nos dice que lo más valioso del monumento es el cofre que contenía la sabiduría del dios Toth. Ahí se depositó la fórmula de la vida que le confió la mismísima Isis.

—Pero solo es un cuento…

—Tienes razón. Aunque deberías saber que algunos se inventaron para transmitir grandes verdades. Son historias que pasan de generación en generación burlando los siglos y la mala memoria de los hombres hasta que llegan a oídos de quien sabe interpretarlos y destilar su verdadero mensaje.

—Y tú sabes cómo hacerlo…, claro —sonrió.

Esta vez Alí esquivó la mirada de su sobrina y perdió su vista en el horizonte de las tres pirámides. El sol iba a empezar a calentar enseguida.

—Los que saben son siempre los ancianos —dijo al fin—. En esa clase de cuentos siempre aparece uno que tiene la respuesta que buscas.

—¿Hordedef era un anciano?

—Oh, no, no. —Sacudió la cabeza—. Hordedef fue a visitar a uno de ellos a Sakkara. Así comienza el cuento. En esa época ese anciano era el único habitante de Egipto que recordaba el paradero del Inventario e incluso el plano de sus estancias secretas. Y gracias a él y a sus revelaciones, el faraón Keops y su hijo pudieron reproducirlo al detalle en la pirámide que ahora tienes frente a ti.

Nadia resopló.

—¿Y también copiaron el cofre de Toth?

—Sí. También.

—Pero si Keops nunca tuvo acceso al cofre original, el suyo serviría de poco.

—Te equivocas. La copia de Keops contiene la misma sabiduría, el mismo secreto de Isis, que el cofre del Inventario original.

—No lo entiendo, tío. ¿Cómo es posible?

—Porque las enseñanzas de Toth no son algo físico, Nadia. No se pueden robar. No pueden verse. Ni leerse. Ni en realidad pueden llevarse de un lugar a otro. Simplemente son. Y se reciben cuando alguien que las merece llega hasta ese cofre, en aquella pirámide de allí, se tumba en él para morir… ¡y resucita!