Las vistas de los jardines de las Tullerías desde el pabellón de Flore eran magníficas aquella mañana de lunes. Los ventanucos de la buhardilla del otrora Palacio Real dejaban ver el fértil laberinto de fuentes y estatuas diseñado al gusto del decapitado rey Luis. El inmueble era soberbio. Aunque hacía tiempo que había dejado de ser residencia real, todavía era perceptible su solemnidad y pompa, aparentemente tan contraria al espíritu popular de la Revolución.
En la sexta planta del edificio, en los pasillos que conducían a las dependencias del servicio cartográfico donde trabajaba De Pontécoulant, la actividad estaba bajo mínimos. ¿Para qué trabajar? El Directorio no iba a utilizar ninguno de sus mapas en campaña militar alguna.
Antes de entrar en el despacho de puerta más florida, Napoleón Bonaparte, impecablemente vestido de calle, peinado y perfumado, se deleitó echando una última ojeada al paisaje. El lugar era embriagador, la encarnación misma del poder en la Tierra. Desde allí —rumió en un instante de ensoñación— un buen estratega podría dominar al mundo civilizado. Un estratega… como él.
El taconeo de un funcionario lo sacó de sus cavilaciones.
—Ciudadano Bonaparte, el comisario De Pontécoulant os aguarda en su despacho.
Tuvo que morderse la lengua para no contestar de mala gana al bedel. Él no era ciudadano sin más. Tenía un título: era general. «Debí venir de uniforme», se reprochó.
De Pontécoulant, tocado con una peluca empolvada y anudada con un lazo negro en el cogote, mostraba aún los síntomas de la resaca del día anterior. Aunque ya no presentaba el mismo aspecto de truhan y juerguista, su mirada enrojecida delataba sus excesos.
—¡Bonaparte! —exclamó desde el fondo del despacho, atestado de grandes cartas de Francia colgadas de las paredes—. Sois más puntual que la mayoría de los soldados de nuestro valeroso ejército.
—No tenía nada mejor que hacer hoy, monsieur.
—¡Fantástico! —aplaudió—. Entonces yo os entretendré.
En realidad, a Bonaparte no le gustaba nada aquella sabandija vestida de levita fina y tirabuzones de seda. Le interesaba, eso sí, para sus propósitos y la toleraba en tanto que podía dar buenas referencias de él al ministro Aubry o a Barras, a quien todos llamaban ya el rey de la República. Barras, por cierto, hacía tiempo que no ocultaba su predilección por él. Bonaparte sabía que su futuro se cocería allí, en los pasillos de palacio más que como héroe de una guerra a la que jamás lo mandarían…
—Ibais a mostrarme dónde están las pirámides francesas, comisario. Lo recordáis, ¿verdad?
—¡Claro! —sonrió el tiralevitas—. Ese es un asunto poco conocido, pero que me llamó la atención desde que me asignaron al departamento de topografía del Pabellón de Flore. Ayer vos me lo recordasteis al hablar de ese prófugo de Saint-Germain.
—Una oportuna coincidencia, sin duda.
—Desde luego. Por cierto, ¿conocéis Autun?
De Pontécoulant abrió un cajoncito bajo su mesa de trabajo, extrajo un lapicero y rodeó con un círculo un pequeño punto del mapa más cercano, situado poco más arriba de Lyon.
—No, señor.
—Pues ahí está la primera pirámide… En realidad solo queda de ella un amasijo de piedras deformes que pueden visitarse todavía si tomáis la ruta hacia Vézelay o Dijon, y descendéis después en paralelo al río Arroux.
De Pontécoulant le hablaba como si Bonaparte fuera a conducir de inmediato una expedición a la zona.
—Nosotros creemos que se levantó en tiempos de los romanos, que tal vez sirvió de tumba a algún patricio adinerado, pero nos ha sido imposible averiguar nada sobre ella. Hicimos algunas excavaciones, claro. Se encargaron los responsables de caminos y puertos, aunque no hallaron nada digno de mención. No recuperaron ni una maldita moneda de plata. Nada.
—¿Y dónde decís que está, monsieur?
—Se encuentra a un kilómetro y medio de un monte llamado Briscou. No es difícil verla porque, aunque mermada, debió de tener diecisiete metros de lado por unos veintisiete de alto.
—Como una casa de diez pisos del centro de París.
—Exacto.
—Pero decidme, comisario: ¿encontrasteis alguna pista que vinculara esa pirámide al conde de Saint-Germain?
—Lamentablemente no. Exploramos incluso un pozo natural que nace justo debajo de esa pirámide, en busca de alguna prueba de ritos extraños o, quién sabe, incluso de un tesoro escondido por el conde. Pero, como os dije, no encontramos nada. Nada de nada.
—Deduzco entonces que seguisteis buscándolo en otros lugares.
—En la aldea de Commelle, en Orry-la-Ville, descubrimos otra. Hasta a mí me pareció increíble que diéramos con dos pirámides antiguas en plena Francia. Por suerte, de esta pudimos averiguar algo más. Fue levantada en el siglo XIII como cámara sepulcral de una familia noble de la zona, pero cuando la visitaron nuestros hombres no hallaron tampoco indicios de uso reciente…
—Qué fatalidad —chascó la lengua Bonaparte, como si se solidarizara con aquel rastrero de De Pontécoulant.
—¿Sabéis qué, Bonaparte? Que en torno a ese período, entre 1100 y 1200 del calendario cristiano, fue cuando se levantó el mayor número de pirámides en Europa. Fue como si, además de las catedrales góticas, se hubiera puesto de moda levantar esa clase de construcciones.
—¿Moda, decís?
—No sabría qué otra palabra aplicar. De hecho, es el único sustantivo que tranquiliza mi curiosidad. Pensar que se levantaron pirámides por puro placer estético y nada más.
Bonaparte torció el gesto antes de replicar.
—Pero, comisario, vos sabéis mejor que nadie que la Edad Media no fue un período de hedonistas. Todo se hacía siguiendo una finalidad práctica. En el caso de las catedrales, fue para honrar a la Virgen. Pero ¿y en el de esas pirámides?
De Pontécoulant sacudió la cabeza, sin poder impedir la siguiente pregunta del general.
—Me tenéis en ascuas, comisario. ¿Qué más encontrasteis en vuestra investigación?
—¡Una tercera pirámide! Quizá la más sorprendente de todas.
—¿De veras?
—La localizamos en una montaña cerca de Niza. O mejor, encima mismo de la ciudad.
Al oír Niza, Bonaparte aguzó el oído. Guyon le había dicho que Saint-Germain tuvo uno de sus nacimientos allí.
—¿Y por qué os interesó esa más que las otras? —preguntó.
—Sin duda por su situación privilegiada. La pirámide no es demasiado grande, ¿sabéis? Cuando se levantó no debía de superar los nueve metros de altura, pero lo que queda de ella es una plataforma que aún domina la bahía de la ciudad y tiene unas vistas envidiables del Mediterráneo. Si no fuera porque es, sin duda, una pirámide, bien podría haber servido como cimientos para un buen faro…
—Proseguid.
—Se accede a ella desde la aldea de Falicon, un poblacho de mala muerte colgado encima del monte Chauve. Y está tan aislada que cuando la inspeccionamos tuvimos que desbrozar una gran cantidad de matorral para dejarla otra vez visible.
—¿Vos en persona fuisteis a verla? —se extrañó Bonaparte. Era difícil imaginar a aquel barrigón ascendiendo otra cosa que las escaleras del café Procope o las de algún prostíbulo de moda.
—Bueno —sonrió orgulloso—, accedí a acompañar a la expedición cuando me hablaron de su factura impecable, y de que nadie había podido determinar si era griega, romana o egipcia.
—¡Egipcia! Exageráis…
—En absoluto, general. Aunque en el pueblo nadie había oído hablar de ella, encontramos un documento catastral del siglo XII que concedía su propiedad a cierto Ahmed, un comerciante egipcio de telas apreciado en los contornos por sus importaciones de algodón. Además dimos con un detalle toponímico curiosísimo: Falicon procede de la palabra francesa faucon, «halcón», y esa es una de las rapaces fundamentales de la iconografía egipcia. Horus, os recuerdo, era un dios con cabeza de halcón.
—Eso lo explicaría todo, ¿no creéis, monsieur De Pontécoulant?
—¿Qué queréis decir?
Bonaparte sonrió enigmático.
—Muy fácil: que el tal Ahmed, nostálgico de las pirámides de su país, decidió hacerse una igual para enterrarse en Francia. Y buscó el lugar más adecuado para hacerlo.
—O quizá la heredó.
—¿La heredó?
—Bueno: Falicon es un pueblo que ya habitaron los romanos mucho antes. Allí quedan incluso los restos de un acueducto subterráneo de esa época —sentenció el funcionario.
—Pero los romanos no levantaban pirámides, monsieur.
—Eso no es cierto. En Roma, vos deberíais saberlo, puede aún verse la pirámide de Cayo Cestio, construida en tiempos de Augusto, cerca de la actual Puerta de San Pablo. Además, ¿qué sabéis vos de pirámides, general?
—No mucho —admitió Bonaparte—, pero algo sí. Acabo de leer una curiosa obra, Sethos ou vie tirée des monuments et anecdotes de l’ancienne Egypte. ¿La conocéis?
—A la obra y al autor. Un cura, helenista notable, el abad de Terrasson.
—A mí me ha sorprendido gratamente. El abad de Terrason narra en detalle las pruebas iniciáticas a las que se sometió el rey Seti en la Gran Pirámide…
—Fantasea mucho, general. El buen abad jamás estuvo en Egipto.
—Pues parece conocerlo todo acerca de Seti.
—¿Y quién de entre nosotros conoce lo suficiente el reinado de ese tal Seti para rebatirle? ¡Nadie, mi buen amigo! ¡Los curas son expertos en aprovecharse de la ignorancia ajena!
Doulcet, visiblemente acalorado, se deshizo de su levita dejándola caer sobre uno de los sofás de la estancia. Su camisa vainilla estaba empapada de sudor.
—Ese buen abad se lo inventó todo, creedme —dijo conteniendo la respiración—. No existieron nunca tales iniciaciones en la Gran Pirámide. Y de existir, me resulta muy difícil creer que el abad de Terrason hubiera podido saber algo de ellas. No en vano, de celebrarse, debieron de ser ceremonias secretas fuera del alcance de paganos y olvidadas mucho antes de que llegaran los primeros cristianos a Egipto.
—No soy capaz de rebatiros ese argumento, monsieur De Pontécoulant —respondió inesperadamente dócil Bonaparte—. Hoy me cabe la satisfacción de haber aprendido mucho de vos. Lástima que ninguna de nuestras lecturas, y mucho menos la del señor abad y su libro sobre Seti, nos hayan ayudado a descifrar el misterio del conde de Saint-Germain…
—Vaya, ¿os retiráis ya? ¿No queréis que almorcemos juntos, general?
—Debo irme, monsieur comisario. Otras obligaciones me reclaman.
—¿La pirámide de Falicon, tal vez?
Bonaparte rio su ocurrencia.
—Eso será cuando visite Niza, amigo Doulcet. Ya os mantendré informado, si fuera el caso.