¿Todo París?
A falta de un entretenimiento mejor con el que matar sus ratos de ocio, Bonaparte decidió poner a prueba enseguida las palabras del profesor Guyon.
El contexto histórico se lo puso fácil. Aunque Europa podía levantarse en armas en cualquier momento y requerir de sus bien formados generales, la República parecía haber optado por no inmiscuirse en enfrentamiento bélico alguno. Francia y Prusia acababan de firmar la paz en Basilea, e incluso habían iniciado una política de devolución de territorios a España para evitar la guerra. No había gloria posible para un hombre como él.
Hastiado por la negligencia de los burócratas, el joven Bonaparte decidió canalizar su actividad en otra dirección. Fueron las tertulias en cafés de moda como Chez Laurent o Procope las que aliviaron sus frustraciones. Le aligeraban la mente de preocupaciones más elevadas y lo mantenían al tanto de los chismorreos de la capital. De hecho, para él era fácil conducir aquellas conversaciones de las tardes hacia el tema que más le interesaba en cada momento, y durante algunos días las monopolizó con el único propósito de averiguar qué se rumoreaba en ciertos ambientes de ese extraño conde de Saint-Germain.
—Desapareció poco antes de la Revolución. ¡Se esfumó!
Doulcet de Pontécoulant, uno de los miembros del Comité de Salud Pública con el que había intimado más, soltó la lengua al segundo aguardiente. Bonaparte lo había citado junto a otros ilustres colegas en una sala reservada del Procope. Iba a gastarse una pequeña fortuna en licor, pero esperaba satisfacer ciertas inquietudes…
—¡Vaya tipo! —añadió eufórico De Pontécoulant—. Fue la comidilla de su época. Los revolucionarios lo buscaron por todas partes para guillotinarlo. Imaginaos, ciudadano Bonaparte: en Versalles se incautaron varias cartas a la reina en las que el conde la prevenía de la existencia de un complot para tomar la Bastilla y derrocar a la monarquía.
—Y no lo encontraron, supongo.
Bonaparte, disimulando su interés, llenó otra vez el vaso de su amigo Doulcet hasta el borde. El resto de los invitados lo imitaron y brindaron por enésima vez.
—¡Ni rastro! ¡Como si se lo hubiera tragado la tierra! —El comisario apuró la copa de un trago—. Y creedme si os digo que un hombre así no podía pasar desapercibido en ningún sitio.
—¿Un hombre así? Explicaos, por favor.
—Bueno —dudó—. Aquel sujeto hablaba todas las lenguas, conocía todos los países, pintaba, escribía y era un virtuoso con el clavicordio. Se ganó los favores de las grandes damas de la corte regalando frascos que las ayudaban a conservarse sin arrugas. Y las abrumó con su erudición poética: lo mismo recitaba a Dante que a Molière. Pero lo más raro es que, pese a su evidente éxito, nunca se le conoció amorío alguno con ellas. ¡Nada de tocar carne!
—Quizá no le gustaban las mujeres…
Julien Regnaud, un joven capitán de la Champaña compañero de Bonaparte, deslizó su comentario como si fuera una sentencia a la guillotina.
—No. No era eso. —Doulcet negó con un gesto inequívocamente etílico—. El tipo debía de ser una especie de monje o sufrir de alguna enfermedad genital severa, porque jamás se supo de ningún amante suyo, fuera hombre o mujer. Además, desaparecía con frecuencia de París. Decía que «debía regenerarse» en su pueblo natal… o yo-qué-sé.
—¿Y explicó cómo lograba hacerlo?
—¡Bonaparte! —El comisario estalló en una sonora carcajada, que atrajo la atención de toda la parroquia—. ¡No pretenderéis conquistar también vos el secreto de la eterna juventud!
—¿Pero lo explicó o no lo explicó? —insistió Regnaud.
El interés de los oficiales mudó el gesto de su interlocutor.
—Os interesáis por cuestiones ciertamente singulares, ciudadano Bonaparte. ¿Y vos, capitán? ¿No tenéis nada mejor de lo que ocuparos? Realmente, yo no sé mucho más que todos los que estamos aquí…
—Pero habéis conocido a gente que trató con Saint-Germain —le recordó Bonaparte.
—Sí. Y la mayoría están muertos.
—Sois un crédulo, monsieur De Pontécoulant —bufó el capitán Regnaud—. Y me duele admitir que tenéis razón: aquí solo puedo perder el tiempo.
—Más lo lamento yo —respondió Doulcet ácido—. ¡Qué más quisiera que llegar a la inmortalidad, aunque sin renunciar al sexo, por supuesto!
—¿Creéis que Saint-Germain renunció a propósito al sexo?
—Quién sabe, capitán. —La sonrisa malévola de monsieur Doulcet repelió a Regnaud—. Pero eso explicaría por qué el triunfo es siempre para los grandes de espíritu.
Aquello hirió el honor del inflamado Regnaud, que se dio por aludido ante aquel comentario procaz. Y antes de que el anfitrión Bonaparte hiciera siquiera un gesto para apaciguar sus ánimos, abandonó el reservado propinando un sonoro portazo al salir. Su último gruñido —«¡estúpido!»— se confundió con la nueva pregunta de Bonaparte, hipnotizado por aquellas revelaciones.
—Entonces, y aunque pueda pareceros una impertinencia, monsieur De Pontécoulant, decidme: ¿explicó el conde de Saint-Germain cómo lograba regenerarse, o no? Si vuestros confidentes están muertos —insistió más firme que antes—, ya no debéis temer por ellos o por faltar a vuestra palabra.
Doulcet rellenó con mano trémula su copa y se la bebió con avaricia antes de responder. Alrededor de ambos, un pequeño grupo de soldados había formado ya un animado corrillo por el que circulaban toda clase de comentarios.
—Realmente no estoy muy seguro, general —dijo tratando de disimular cuánto le incomodaba hablar en público de aquello—. Debéis haceros cargo de que sobre este conde corren informaciones confusas y contradictorias. Algunos creen que es un judío portugués, y otros que fue el hijo legítimo de Franz-Leopoldo, príncipe Ragoczy de Transilvania, ya que en alguna ocasión utilizó ese título.
—¿De veras?
—Desde luego. Yo no inventaría nada tan rebuscado.
—¡Bobadas!
—Ya, ya… Pero en Transilvania son famosos los rumores sobre nobles que consiguen la inmortalidad bebiendo o bañándose en sangre humana. Aunque, por lo que tengo entendido, Saint-Germain descubrió un método más refinado que el de esos príncipes.
—¿Cuál, comisario? —presionó Bonaparte.
—Está bien, general: oí que durante sus prolongadas estancias en nuestra amada República se introducía en una pirámide durante una noche, y después salía de ella rejuvenecido.
—¡Pero si en Francia no hay pirámides!
—En eso os equivocáis, ciudadano Bonaparte —lo atajó De Pontécoulant con cierto aire de superioridad—. Os equivocáis de plano.
—Probádmelo.
—Venid a visitarme a mi despacho mañana y os mostraré dónde podéis encontrarlas.
—Habéis bebido mucho, monsieur.
—Habéis preguntado mucho, general.