Gran Pirámide, meseta de Giza
Un escalofrío recorrió al joven general al revivir el episodio del bebedizo. Mala suerte. Casi había logrado olvidarlo por completo.
Otra vez volvía a gravitar sobre él la sensación de tener un remolino en el estómago. Recordaba bien cómo se le nubló la vista, cómo se amilanó su razón tras ingerir el último sorbo y cómo una terrible fuerza, poderosa y firme, se adueñó de él en aquella miserable choza de Nazaret.
Su último pensamiento consciente fue para la mujer con la que había soñado poco antes de su cita con los sabios azules. La Isis que le había advertido que solo el amor habría de salvarlo lo había perturbado más de lo que había supuesto. Sus ojos aguamarina se le habían quedado grabados a fuego en la memoria. Pero, con todo, las piezas de aquel fenomenal puzle que se abría ante él seguían sin encajar. ¿A qué venían tantos recuerdos? ¿Por qué la pirámide le estaba mostrando todo aquello?
Los efectos del brebaje que le suministraron los sabios azules se revelaron inmediatos. Extenuado por el esfuerzo de mantenerse despierto, Bonaparte sucumbió a ellos sin articular media palabra. Si había sido envenenado —pensó en su último destello de autocontrol— el reactivo no tardaría en matarlo. Lo contrario convertiría al venerable Balasán en un hombre en quien confiar siempre…
El siguiente espasmo le dejó sin sentido.
Qué curioso: en cierto modo, el efecto de aquella sustancia no distaba mucho de lo que estaba ocurriéndole dentro de la Gran Pirámide. Todavía tendido en el sarcófago de granito, sonrió ante las ironías del destino. Era como si su mente se hubiera convertido en una de esas muñecas rusas policromadas que encajan a la perfección unas dentro de otras. Como ellas, era el recuerdo de otro recuerdo el que lo conducía a una memoria más profunda.
En Nazaret, el bebedizo lo arrastró hasta un episodio excepcional que él mismo protagonizó años atrás y que casi había olvidado por completo.
«Extraño sortilegio —pensó—. Así es como debe de vaciarse el alma en este lugar…».
Pirámide y pócima, dedujo, debían de ser una especie de máquina de las remembranzas. Un elixir para que la memoria aflorase.
Bonaparte revivió entonces cómo aquella choza de Nazaret se diluyó ante sus propios ojos. Y cómo el bebedizo de Balasán lo trasladó a un día particular, en París, tres años antes de su viaje a Egipto.
Lo que vio a partir de ese momento fue el portal húmedo y viejo de un inmueble de la capital, en la 13 rue de l’Estrapade. Su fachada venida a menos ocupó toda su percepción.
Corría —lo sabía— el 12 de agosto de 1795.
¿Qué querrían los sabios azules que viese ahí?