Luxor
Mediodía del 10 de agosto de 1799
Omar Zalim atravesó a paso ligero las molduras de estuco blanco de la puerta de Abú al-Haggag. Como un autómata, dejó sus sandalias en la repisa superior de la estantería de madera que descansaba junto al umbral, e instintivamente dio gracias por hallarse en un refugio tan especial como aquel. Lo que lo hacía tan valioso ante sus ojos era que Al-Haggag era la única aljama de todo Egipto que se había construido dentro de un antiguo templo pagano. Apenas existía otro inmueble como ese en el mundo, si exceptuábamos la mezquita de Córdoba, levantada sobre los cimientos de un santuario romano y ahora parasitada por una catedral cristiana. En lugares así se podía rezar, meditar o entrar en contacto con lo inefable, sin que nadie supiese exactamente a cuál de los dioses del recinto se estaba encomendando el fiel. Y eso era justo lo que Omar necesitaba. Recibir el discreto alimento de los dioses. Su energía.
Tras rodear el perímetro del templo por el lado este y superar la altura del primer patio, el guerrero escarificado se adentró en la casa de Dios sin prestar la menor atención a los orgullosos obeliscos situados unos metros más allá.
«Debí haberlo matado hace años».
Aquel pensamiento martilleaba su cabeza desde que interrogó a Fátima. El esfuerzo le había dejado exhausto y lleno de rabia.
«Debí acabar con Alí ben Rashid cuando tuve ocasión. ¡Maldito sea!».
Irritado, con la mente vagando por sus errores y la esperanza de recuperar en el templo su equilibrio, su Maat, no se dio cuenta de que Gamal, el viejo imán de Al-Haggag, atravesaba el salón de oraciones y se dirigía hacia él.
—¡Hijo! —susurró nada más alcanzarlo—. ¡Por fin regresaste! Llevo toda la noche queriendo saber de ti. Yusuf me contó lo de la fuga. ¿Has podido averiguar algo?
Omar quiso evitar a Gamal. Había agotado con Fátima sus ganas de hablar. Pero cuando vio el gesto de preocupación de su anciano protector, se sintió en la obligación de responder.
—Assalamu Alaykum. Lo siento —lamentó—. Todavía no he podido dar con ella. Es como si se la hubiese tragado la tierra.
—¿Tragado la tierra? ¿Y a dónde podría ir una criatura tan frágil y torpe?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes? —le reprochó—. ¿Pero te das cuenta de lo que has hecho, Omar? ¡Has perdido a Nadia ben Rashid! ¡A Nadia ben Rashid!
El sermón de Gamal fue el mazazo que le faltaba. Decidió ocultarle que en su huida había contado con ayuda. Era perfectamente consciente de que esa información no lo exoneraría de su responsabilidad. Que era solo culpa suya haberse mostrado demasiado entusiasta en público con sus planes y bajar la guardia alrededor de la hermosa bailarina. Pero la visión que acababa de tener de Alí, el tío materno de Nadia, durante el interrogatorio a Fátima lo torturaba. Le había visto conduciéndola hasta Edfú. Los había intuido subiéndose a una barcaza. Necesitaba saber cuanto antes a dónde se dirigían. Y recuperarla.
Gamal, al ver el rostro desencajado de su discípulo, creyó hacerse cargo de su decepción.
—¿Has mirado en la tumba de Amenhotep?
La pregunta del anciano lo arrancó de sus pensamientos.
—¿En la orilla oeste? —Omar abrió sus ojos de par en par—. ¡Por supuesto que no! ¿Cómo demonios habría podido cruzar el Nilo? ¿Nadando? ¿De noche?
—Permíteme que también yo lo dude, Omar. Pero me parece mucha casualidad que los franceses acaben de abrir esa tumba, y que a continuación la última de las Ben Rashid desaparezca delante de nuestras narices. Y a ti, hijo —añadió suspicaz—, la coincidencia también debería escamarte…
Omar Zalim echó un vistazo a su alrededor, cerciorándose de que nadie los miraba.
—Y me escama, maestro. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? —susurró.
—Yo tengo una idea —dijo tomándolo del brazo—. ¿Me acompañas?
Omar arrugó la nariz y aceptó sin demasiados reparos. Ya encontraría su Maat más tarde.
El imán lo condujo a una vivienda situada justo enfrente de la mezquita, donde lo instaló en una terraza desde la que se divisaba la inconfundible silueta de la montaña tebana. La mañana era ya radiante y comenzaba a apretar el calor. Desde allí casi podía tocarse el acceso al Valle de los Monos, lugar de reposo eterno de Amenhotep.
«Maldito Alí».
Gamal le ofreció una jarra de agua fresca aromatizada con hojas de menta.
—Quiero que veas una cosa —le dijo el imán—. Es algo que muy pocos han tenido el privilegio de contemplar. Pero quizá te explique por qué somos tantos los que tomamos parte en esta carrera.
Omar, intrigado, apuró un primer sorbo mientras el anciano sacaba de debajo de unos almohadones un libro de gran tamaño, encuadernado en pastas de cuero muy deterioradas. La obra debía de tener como mucho unas sesenta o setenta páginas y olía a moho.
Como si de un valiosísimo Corán se tratara, Gamal besó aquel legajo antes de tendérselo a su invitado.
—Es un viejo escrito alquímico —le dijo—. Ya sabes lo que es la alquimia, ¿verdad?
—Sí, maestro: ¡la ciencia de Egipto![4]
—Muy bien —asintió—. En ese caso apreciarás el valor de lo que tienes en las manos. Quizá no te conduzca hasta ningún tesoro, ni te revele el paradero de ninguna antigüedad que no conozcas, pero te dará luz sobre tus competidores… Porque los tienes.
—Lo sé. —Apretó los puños llenos de cicatrices blancas.
Omar, supersticioso, acarició el vetusto cuero sin atreverse a abrirlo.
—¿Qué es? —preguntó al fin.
—Fue escrito hace mil años por un sabio entre sabios llamado Jabir ibn Haiyan —respondió Gamal—. Se titula El libro de las balanzas y da cuenta de ciertos secretos de la ciencia de los antiguos a los que tuvo acceso su autor en Bagdad, mientras estuvo al servicio del califa Harun al-Rashid. Ya sabes: el gobernante que inspiró los famosos cuentos de Las mil y una noches.
Al oír Al-Rashid, sintió un pellizco en el estómago.
—Aquel Jabir —prosiguió el imán indiferente— vivió hasta cumplir casi un siglo de edad. De joven se ganó la confianza del más famoso de los Rashid. Pero a su muerte, en vez de compartir lo recibido con su heredero, decidió confiarse a otro sultán, Abdullah Al Mamún, tercero en la línea sucesoria de Rashid. Eso ocurrió cuando el alquimista rondaba ya los noventa y dos años.
—¿Y de qué secretos habla? ¿De la receta para fabricar oro, quizá? —Omar ironizó. Sus manos seguían acariciando el volumen sin atreverse todavía a abrirlo.
—No andas muy descaminado, Omar. Jabir fue el primero que fabricó acero en el mundo; diseñó el primer alambique conocido, inventó el aguafuerte y descubrió el cloruro de amonio. Pero los mayores arcanos de Harun al-Rashid los confió al libro que sostienes. Y todos están vinculados a la búsqueda de la piedra filosofal y la inmortalidad.
—Nuestra eterna búsqueda…
—Según Al-Rashid solo unos pocos hombres han disfrutado del don de la vida eterna en toda la Historia. Y lo hicieron gracias a elixires como los de ese libro. Por desgracia, ninguna de sus recetas fue perfecta. Todas se extrajeron de otro texto, un tratado escrito por los antiguos dioses egipcios que aún permanece oculto en la Gran Pirámide.
—Conozco esos cuentos, maestro. Quizá contengan una brizna de verdad, pero tan pequeña que de poco nos sirve.
—No son cuentos. Son tradiciones. Es diferente.
—Ya. ¿Por eso nadie ha buscado ese libro en las pirámides?
—En eso también te equivocas —sonrió Gamal—. El propio Al Mamún lo hizo. Creyó a pies juntillas lo que le reveló el viejo alquimista y en el año 204[5] invadió El Cairo solo para que sus mejores arquitectos horadasen la Gran Pirámide y localizasen la cámara que contenía el libro. ¡Gracias a ese empeño el islam llegó a Egipto!
—Y no la encontró, supongo.
Gamal alzó sus manos en un gesto de simpatía hacia Omar.
—Supones bien, Omar. Y eso que Al Mamún trabajó en la pirámide durante meses, sin escatimar esfuerzos. La Gran Pirámide era entonces muy distinta a como es ahora. Todavía no habían empezado a saquearla para construir las mezquitas de El Cairo y conservaba su estructura de paredes lisas e infranqueables. Imagínate: el sultán se vio obligado a calentar sus bloques exteriores con hogueras para, una vez al rojo, agrietarlos derramando vinagre frío sobre ellos. Vencido aquel primer obstáculo, perforó una galería horizontal que terminó dando con su red de pasadizos internos. Y ni aun así halló en ellos el libro o los tesoros que se suponía debían de estar ocultos.
Al oír la palabra tesoros Omar arqueó las cejas.
—Pero, como bien dices, Al Mamún no halló nada —prosiguió el anciano—. Decepcionado, se juramentó para que él y sus seguidores vigilaran a todos los descendientes de Harun al-Rashid, hasta que alguno terminara revelando la situación de la cámara y del Libro de la ciencia de la vida oculto en la pirámide…
—Y yo he perdido a una de esas descendientes —lamentó.
—Sí. Lo has hecho, Omar. Y quizá ella sea nuestra última baza para acceder a los secretos de ese libro y no quedarnos solo con este sucedáneo.
Zalim besó su viejo Libro de las balanzas y lo devolvió a Gamal, como si no fuera digno de tocar más aquella reliquia.
—No merezco saber, maestro —murmuró amargo—. Lamento mi infinita torpeza.
—Omar… —Un destello de piedad brilló en los ojos del anciano—: No te he mostrado el libro ni contado esta historia para mortificarte. Lo he hecho para recordarte que, pese a todo, estás en el buen camino. Que debes ser fuerte. Y que todas las señales apuntan a que el hombre que merece recibir el libro original está ya en Egipto…
—… Y es Napoleón Bonaparte, lo sé.
Omar apuró de un trago la jarra de agua fresca que le habían servido.
—No emplees más ese tono de derrota, te lo ordeno —lo amonestó Gamal—. He encontrado otra prueba que indica que estamos en el sendero correcto —añadió tendiéndole una hoja de papel escrita en caracteres árabes muy torpes y en francés—. Lee, por favor.
Omar tomó aquel papel, arrugado y sucio, y lo leyó en voz alta:
Cadis, jeques, imanes: vengo a restituiros vuestros derechos contra los usurpadores. Adoro a Alá más de lo que lo hacen los mamelucos, vuestros opresores, y respeto a Mahoma y al admirable Corán.
La nota estaba firmada por el líder de las tropas francesas en El Cairo y según Gamal había sido distribuida y leída por sus tropas en todas las barriadas y aldeas cercanas a Luxor.
—¿Y esto?
—Eso, Omar, es una confirmación. Una llamada de atención para que recuperemos la fe —dijo entrecerrando los ojos—. Ese panfleto demuestra que Bonaparte alberga un propósito que va mucho más allá de lo militar.
—¿Es que dudabas de que Bonaparte era el hombre que esperábamos?
—Ya no, hijo mío. Aunque hablamos de un infiel. De alguien que no sabe nada de alquimia.
—Eso no lo sabemos.
—Su país es completamente ajeno a nuestras tradiciones —replicó el anciano.
—Pero eso mismo ya sucedió antes con Yeshua. Los sabios azules deciden sin razones aparentes.
El anciano se quedó pensativo por un momento.
Gamal dejó caer entonces El libro de las balanzas sobre la mesa. El tomo, aunque fino, impactó contra la encimera levantando una pequeña nube de polvo. Tras espantarla con las manos, prosiguió:
—Tal vez sí exista, después de todo, una razón por la que se han fijado en un francés.
—¿Qué quieres decir?
—Verás, cuando los romanos invadieron Egipto y conquistaron Alejandría se llevaron consigo cientos de preciosos volúmenes como este. Por aquel entonces esos libros se tradujeron a lenguas paganas. Viajaron a la España de al-Ándalus, a los monasterios ortodoxos de Grecia y durante el Renacimiento llegaron a manos de libreros e impresores de Italia y Francia.
—¿Y eso quién lo sabe?
—La verdad es que ya se conocía en tiempos de Al Rashid. Y aquí viene lo interesante: como ninguno de sus herederos fue capaz de encontrar el Libro de la vida en la Gran Pirámide, creyeron que quizá encontrarían indicios para localizarlo en textos como este —dijo golpeando su tomo—. Esa gente viajó por todo el Mediterráneo en su busca. Y cuando en Francia encontraron alquimistas que manejaban conceptos que solo pudieron haber salido del Libro de la vida, fueron a por ellos.
—¿Y los encontraron?
—Al parecer, no les costó mucho. Los Ben Rashid dieron con ellos, sí, pero resultaron ser tan torpes que tomaron la decisión de instruirlos mejor.
—¿Regalaron su saber a los infieles?
Gamal asintió.
—Así es. Supongo que fue cosa de Maat. De equilibrar la balanza entre su ignorancia y nuestra sabiduría. ¿Sabías que levantaron incluso pirámides en Europa en las que reproducir los ritos de inmortalidad? ¿Sabías que algunos de sus seguidores llegaron incluso a rozarla?
Omar tampoco había oído hablar de aquello.
—¿No te suena el nombre de Nicolás Flamel, un alquimista parisino cuyo cadáver jamás apareció y al que se le supuso una vida de más de doscientos años? ¿Y tampoco has oído nombrar a cierto conde de Saint-Germain, con fama de inmortal…? Pues ambos, Omar, eran franceses. Y han estado muy cerca de quedarse con lo que es de Egipto.
—Los europeos son ambiciosos. Lo quieren todo para ellos —gruñó.
—Eso no es lo que debe importarnos. Lo que nos interesa es que los europeos saben detrás de lo que andan. Habla con ellos. Gánate su confianza. Encuentra a Bonaparte y, llegado el momento, róbales lo que es nuestro. Tú puedes.
Omar meditó aquellas palabras por un instante.
—Pero no lo conseguiré si antes no recupero a Nadia, maestro —lamentó.
—Lo sé. Pero te ofrezco una idea para eso: ve a la tumba de Amenhotep. Descifra sus textos. Invoca bajo sus poderosos ensalmos a Nadia ben Rashid y averiguarás dónde está.
—Para invocar a un alma viva debes dar muerte a otra. Es Maat.
Entonces una sonrisa siniestra se dibujó en el rostro de Gamal.
—¿No irás a decirme que el gran Omar Zalim no tiene a quién sacrificar por una buena causa?