Edfú
Amanecer del 10 de agosto de 1799
Nadia y Alí caminaron al fresco de las primeras horas del día hasta llegar al centro del pueblo. Habían recuperado fuerzas en la posada de Esna, aunque la Perfecta todavía le daba vueltas a su extraño vahído y al sueño que había tenido con su abuelo. A buen paso dejaron atrás la calle de los curtidores y las dos destartaladas mezquitas que servían de refugio nocturno a los viajeros sin recursos y, animados, saludaron a algunos vecinos que ni siquiera reconocieron a Nadia. Mejor así. Edfú era un hervidero. Un cruce de caminos en el que su familia llevaba viviendo varias generaciones tratando de evitar a los esbirros de Omar. Cuanto menos supieran de la mujer que acompañaba a Alí ben Rashid, más seguros estarían todos.
Cuando alcanzaron la plaza de abastos, los vendedores humedecían el suelo para conjurar las nubes de polvo y adecentaban el género que habían desplegado sobre sus carromatos de colores. Era sábado, día de mercado, y a Nadia toda aquella actividad la hechizó. Casi la había olvidado. Llevaba sin pisar sus calles demasiado tiempo y en Luxor a esas horas, después de sus noches en el café de Yusuf, siempre dormía.
Por fin, sobre un grupo de casas de adobe vieron emerger los muros rectos y afilados de un templo antiguo.
—Haremos una última parada en la casa del gran Horus —le anunció Alí con cierta solemnidad—. Este es el lugar donde lo divino triunfa sobre lo temporal. El palacio de la resurrección. Tenemos tiempo antes de zarpar.
La Perfecta asintió encantada.
Pese a que había jugueteado de pequeña a la sombra de sus paredes, jamás había atravesado sus pilonos.
—Te gustará —le prometió su tío.
El recinto resultó más impresionante y mejor conservado de lo que había imaginado. Sus paredes se levantaban por encima incluso de las enormes columnas de la sala hipóstila de Karnak y aparecían cubiertas de relieves respetados por el tiempo. Allí estaba representado el universo entero. Sus techos todavía conservaban briznas de pintura azul y se distinguían bien las típicas estrellas de cinco puntas egipcias. Los capiteles en forma de flor de loto o de papiro tampoco habían sido destrozados. La casa de Horus —otrora impenetrable salvo para los sacerdotes— seguía siendo, pues, la metáfora perfecta de la creación que habían imaginado sus arquitectos.
—¿Lo ves? —Alí, de repente, se mostraba exultante y hablaba con un entusiasmo contagioso—. ¡Este lugar es digno de los dioses! Muy cerca de aquí, hace miles de años, estuvo el Kap, el lugar en el que el joven Amenhotep aprendió sus lecciones más importantes. En este lugar le pusieron al corriente de la batalla ancestral de la que quiero hablarte.
Su tío, igual que los sacerdotes afeitados de los muros, se inclinó ceremonioso ante la puerta de entrada y a continuación la condujo hasta un patio abierto que desembocaba en otro acceso flanqueado por sendas estatuas de granito. Eran dos grandes halcones de piedra tallados en una sola pieza. Ante ellos, Alí cruzó los brazos por delante del plexo solar e hincó la rodilla en el suelo en otra exagerada reverencia.
—Es Horus, hijo de Isis, Señor de las Dos Tierras, el Vengador —dijo al levantarse—. Su madre se quedó preñada de él gracias al acto mágico más grande de la Historia. Con él consiguió resucitar a su padre fallecido setenta y dos días antes, y devolverle la vida justa para hacerle el amor y quedarse encinta.
—Conozco esa historia —repuso Nadia con una sonrisa nada ingenua en los labios—. Cuando aquel vástago creció y supo que su padre, el divino Osiris, había perdido la vida a manos de su tío, decidió vengarlo. Empezó así la lucha entre Horus y Set. Su combate marcó las creencias de nuestros antepasados y durante generaciones representó el ideal de enfrentamiento entre la Luz y las Sombras. Horus era hijo de la Luz; Set, el de las Tinieblas.
—Fue tal y como dices —asintió Alí—. Este templo se levantó para recordar ese combate. Los sacerdotes lo llenaron de sus imágenes. Acompáñame: te las mostraré.
Alí tomó entonces de la mano a su sobrina y la guio más allá del segundo pilono, rumbo a la zona más sagrada del recinto. Los muros, en efecto, estaban cubiertos de escenas bélicas. La contemplación de aquellos guerreros de mirada feroz, alineados unos junto a otros, le recordó por un momento a su visión de la noche anterior. Durante un instante sintió otra vez la fuerza con la que la escrutó el soldado de ojos negros que se había colado en sus pensamientos. Pero Nadia, pudorosa, se deshizo pronto de esa sensación que la ruborizaba y se dejó arrastrar por su tío.
Enseguida enfilaron un estrecho pasillo sin techumbre en cuyas paredes lucían unos hermosos bajorrelieves de lo que parecía un enfrentamiento naval. Las imágenes, precisas, llenas de pequeños detalles, impresionaron a la Perfecta. Barcos de una sola vela guiados por un ejército de remeros avanzaban en pos de una extraña criatura acuática. En la proa, un majestuoso Horus, lanza en ristre, trataba de dar caza al monstruo.
Horus persiguiendo a Set. Templo de Edfú
—Los seguidores de Horus cuentan que el dios halcón, una de las gloriosas manifestaciones del disco solar, alanceó a Set y lo sumergió en las tinieblas, derrotándolo para siempre. Set tiene aquí forma de hipopótamo. ¿Lo ves?
Nadia asintió al ver al pequeño animal bajo la lanza del gran dios halcón. Por alguna razón le recordó a los iconos coptos de san Jorge matando al dragón.
—En el sexto mes del año, en este templo se celebraba el Festival de la Victoria. Nuestros antepasados conmemoraban el triunfo del Bien sobre el Mal…
—Así que, finalmente, Horus venció a Set —interrumpió la Perfecta asombrada, como si las paredes le contaran el final de una historia que ella conocía de oídas.
Pero la respuesta de Alí la desilusionó:
—No exactamente…
—¿Qué quieres decir?
—Por eso te he traído a ver esto, Nadia. Aunque los dioses dirimieron sus diferencias en la noche de los tiempos, sus seguidores, los humanos, hemos perpetuado su combate. La guerra, por desgracia, no ha acabado.
La Perfecta se encogió de hombros sin saber qué decir.
—Los seguidores de Horus terminaron convirtiéndose en faraones —prosiguió su tío—. Los de Set, en su mayoría, acabaron practicando la hechicería. Los dioses nos dejaron combatir porque así ayudábamos a preservar el equilibrio del universo. Ya sabes: todo en la creación es un eterno balanceo entre dos polos. Maat.
—¿Nos dejaron combatir? ¿Te refieres a nosotros, los Ben Rashid?
—Así es. Nuestra familia es la heredera del último faraón que descendió de los dioses.
—¿Y por qué luchamos?
—Peleamos por lo mismo que Horus y Set. Por el dominio que conseguiría del mundo quien fuera capaz de vencer a la muerte.
—¿Tiene eso sentido, tío?
—Para nosotros no es únicamente una cuestión de poder: si nuestros enemigos consiguieran lo que buscan antes que nosotros, no solo gozarían de la vida eterna, también usarían esa ventaja para exterminar a quienes no fuesen como ellos. La represión sobre los seguidores de Horus sería terrible.
Nadia repasó de nuevo aquellas escenas sobre la piedra. Tras una de las grandes imágenes de Horus enseguida descubrió un grupo de réplicas de menor tamaño del dios; pequeños halcones alineados en una formación perfecta, como si aguardaran órdenes.
—Esos somos nosotros —se adelantó Alí a su pregunta—. Los Shemsu Hor. Los seguidores de Horus. Sus descendientes.
—Parecen un ejército…
—Aún lo somos.
—¿Y seguimos muriendo por esa idea antigua?
Alí suspiró:
—Como en cualquier ejército también nosotros estamos expuestos a sufrir bajas. Por desgracia, esta guerra contra los hijos de Set sigue llevándose a muchos seres queridos…
La Perfecta sintió que la garganta se le cerraba. Una nostalgia intensa comenzaba a envolverla como cuando un minuto antes había recordado al guerrero de ojos oscuros. De repente sintió la necesidad de preguntar algo personal a su tío.
—Dime, ¿fueron mis padres víctimas de esta guerra, tío? —Tragó aire—. ¿Y el abuelo Gabriel?
Alí se llevó la mano a su cabeza afeitada y se la acarició, como si buscara encontrar una forma delicada de responder a su pregunta.
—No sabes cómo ocurrió, ¿verdad? —murmuró al fin.
—Era muy pequeña, tío Alí. De eso hace casi diez años…
Un atisbo de compasión se dibujó entonces en su rostro y cogiéndola otra vez de la mano, la acompañó hasta una zona de sombras en el interior del templo. Nadia temblaba. No era de frío, sino de la impresión que le causaba la mezcla de sensaciones que la recorría.
—Antes de que zarpemos, necesito que veas algo. Está aquí mismo.
Alí la condujo entonces hasta una pared casi vencida por el tiempo en la que lucía un largo texto jeroglífico. Se dio cuenta enseguida de que lo que quería mostrarle no eran esas inscripciones, sino una especie de grabado tosco que estaba raspado sobre el muro. Había sido inscrito en letras latinas poco profundas, como si hubieran sido hechas con un punzón o un puñal, y rezaba:
Saint-Germain, 1790.
—¿Qué es eso, tío?
—Un nombre y una fecha extranjeros, Nadia. Desde la época de los romanos, y aun antes quizá, ha sido costumbre de los viajeros dejarnos esta clase de recuerdos en los monumentos. Si te fijas bien a tu alrededor, ¡están por todas partes!
—Es un sacrilegio.
—Yo casi los disculpo —repuso Alí—. Esa gente veía la enorme antigüedad de nuestras piedras y creía que, inscribiendo su nombre sobre ellas, su recuerdo perviviría eternamente.
—Sí, pero…
—¿Pero qué tiene que ver esto con nuestra familia? ¿Te preguntas eso? —Sonrió afectuoso—. En realidad, ¡todo! El hombre que dejó aquí su firma fue un francés que visitó Egipto en 1790, cuando nadie podía ni imaginar que un día los ejércitos de su país nos invadirían. Viajó solo. Recorrió el país entero. Aquí en Edfú apenas estuvo unos días, pero donde más tiempo pasó fue en Luxor. En la ciudad conoció a los Zalim y dio comienzo nuestra desgracia…
—¿Por qué, tío? ¿Qué pasó?
—En esa época, el clan de los Zalim estaba bien acomodado y tenían familiares situados en todos los órganos de poder. Uno era secretario del visir de Damasco, otros eran imanes en las mezquitas o dueños de los canales de riego… El caso es que aquel extranjero intimó con ellos y les contó algo que renovó su ira contra nosotros.
Nadia retiró su mirada de la inscripción y la clavó en su tío.
—Como ya sabes, los Zalim y los Ben Rashid somos viejos, muy viejos enemigos —prosiguió él—. Ambos clanes éramos perfectamente conscientes de dónde veníamos. Ellos heredaron a los hijos de Set, nosotros a los de Horus. Ellos defendían un Maat basado en la muerte y el caos; nosotros, el equilibrio contrario. Aquel extranjero les llenó la cabeza con noticias de algo tremendo que estaba pasando en esa época en Francia. Al parecer, todo el Maat de su país se había venido abajo de la noche a la mañana. De un día para otro los campesinos habían empezado a dictar el destino de los nobles, los iletrados redactaban leyes, los ateos gobernaban las iglesias… La revolución estaba llevando a reyes y hombres de Dios a la muerte, y les aseguró que pronto ese ejemplo se extendería por el resto del mundo. Supongo que los Zalim vieron en esas noticias la oportunidad que buscaban para extender su hegemonía en Egipto. El Maat oscuro, la sombra de Set, Isefet, iba a recuperar al fin el lugar que merecía. ¡Así interpretaron la revolución en Francia! Entonces debieron de ver algo en sus hechizos. Quizá previeron que los franceses llegarían hasta aquí. Tal vez intuyeron al propio Bonaparte. El caso es que lo primero que decidieron fue acabar con nosotros. Con los únicos que podríamos ensombrecer sus planes.
—Y fueron a por mis padres…
—Los Zalim denunciaron primero al abuelo Gabriel ante los ulemas de Luxor. Lo acusaron de practicar cultos prohibidos. Y tras él vino la denuncia a tus padres. En el juicio se demostró que sus acusaciones eran ciertas, que Gabriel era el sumo sacerdote de un culto que el islam había condenado. Así que, con ayuda de los suyos, ¡hipócritas!, descargaron todo el peso de la sharía sobre ellos. Tu familia fue condenada a entregarles todas sus pertenencias y a morir lapidada frente a la gran mezquita de Luxor, Abú al-Haggag.
—¡Qué horror!
—La única a la que se condonó la pena fue a ti, Nadia. Eras una niña, así que Omar Zalim decidió quedarse contigo y encargarse de tu educación.
—¿Pero por qué, tío? ¿Por qué quedarse con la hija de sus adversarios?
—Ahora lo sabemos. Las noticias que trajo aquel visitante —dijo señalando otra vez al grafiti que tenían delante— fueron una señal. El aviso de que tiempos muy revueltos se avecinaban. Y lo cierto es que ha sido siempre en esa clase de momentos cuando han aparecido los sabios azules.
Nadia se estremeció.
—¿Sabios azules? ¡El abuelo me habló de ellos!
Alí asintió.
—Tu abuelo los estuvo esperando toda su vida.
Ella se quedó pensativa durante un instante.
—Aún no me has respondido, tío —dijo al fin—: ¿por qué Omar se quedó conmigo?
—Lo que aún no sabes, Nadia, es que los Zalim te necesitan para hacer su trabajo. Tienes algo dentro de ti, un don, una aptitud, algo que no pueden impostar. Que ninguna otra persona salvo tú puede darles. Por eso Omar te ha cuidado como si fueras un tesoro y te ha mantenido a buen recaudo hasta hoy.
—No entiendo… ¿Qué tengo? —balbuceó la Perfecta.
—No soy yo quien ha de decírtelo.
—¿Y entonces, quién?
—Alguien que nos espera en El Cairo. ¿Nos vamos?