Las manos sarmentosas del venerable Balasán trazaron el inconfundible perfil de una pirámide en el suelo de arena de la choza. Y hecho aquello, clavó su mirada transparente en su interlocutor.
—Esta es una historia de los tiempos del rey Keops —de repente su voz se hizo más grave—. Sabéis quién fue, ¿no es cierto?
—El constructor de la Gran Pirámide, maestro.
Balasán asintió.
—Ese faraón vivió obsesionado con la historia de su país. Había oído hablar tanto del tiempo en el que los dioses gobernaron Egipto que decidió escribir una crónica fiel para la posteridad. La época de la venganza de Horus contra Set estaba lejana, pero no tanto como hoy, y Keops pretendía reconstruirla. Por desgracia, todos los relatos que recogió durante su investigación resultaron incompletos o contradictorios. Así que un buen día, cansado, convocó a sus príncipes para pedirles que hicieran un pequeño esfuerzo por él: reunirían todo cuanto pudieran de ese pasado glorioso y se lo ofrecerían en una serie de audiencias especiales.
—¿Convirtió a sus hijos en historiadores? —murmuró Bonaparte.
—Así es. Pero lo cierto es que ninguno logró sorprenderlo con nada nuevo… salvo uno. El príncipe Hordedef.
—¿Hordedef? —El general frunció el gesto. Era la primera vez que oía ese nombre.
—Fue uno de los hijos mayores del faraón —le aclaró—. El caso es que durante su audiencia Hordedef no le recitó ningún viejo cuento. Prefirió hablarle de un mago de edad muy avanzada que lo tenía fascinado y al que había conocido hacía poco en la ciudad de Dyed-Sneferu. Según él, aquel brujo poseía unas habilidades extraordinarias: era capaz de juntar las extremidades mutiladas de un cuerpo sin ser cirujano, podía domesticar un león salvaje sin ser cazador, y lo más importante de todo, conocía el número de estancias secretas del santuario del dios Toth.
—¡El santuario de Toth! ¡La pirámide primordial!
Balasán volvió a asentir complacido.
—A Toth lo habréis visto representado en muchos lugares. Fue el dios de la sabiduría. Nos enseñó la escritura jeroglífica, concedió leyes por las que regirnos y nos mostró cómo construir pirámides. Tiene cuerpo de hombre y cabeza de ibis, y siempre sostiene un lápiz y una paleta de escriba.
—Sé cómo es Toth, maestro.
—Aguardad. El relato continúa.
—Claro —asintió—. Disculpadme.
Balasán aceptó las excusas.
—Cuando Keops vio lo impactado que estaba su hijo con aquel súbdito, le ordenó que lo llevara a la corte. Deseaba comprobar por sí mismo aquellas maravillas. Dyedi, pues así se llamaba, resultó ser un personaje más extraordinario aún de lo que imaginaba. Tenía mi misma edad, ciento diez años, y un aspecto envidiable. Decía ser capaz de comerse quinientas piezas de pan al día y beberse cien jarras de cerveza.
—¿Y le creyó? —Resopló Bonaparte—. Alguien que hace esa clase de afirmaciones o es un mentiroso o un loco…
—Keops era un hombre prudente, como vos. Así que decidió ponerlo a prueba.
—Yo habría hecho lo mismo.
—Mando traer a un prisionero al que poder despedazar ante el viejo brujo y comprobar si, en efecto, era capaz de revivirlo.
—Y se negó, claro.
—Sí.
Napoleón sonrió.
—Era un estafador.
—No tan deprisa, Bunabart. El viejo se negó porque decía que la humanidad era un «rebaño ilustre» y no se debía jugar con él. Pero le propuso una alternativa. Haría lo que pedía con una simple oca de sus corrales.
El beduino dejó que Buqtur terminara de traducir la última frase. Entonces prosiguió:
—Dyedi segó el cuello del animal de un tajo y colocó su testuz en el lado más oriental del Salón de Juicios. El resto de su cuerpo lo dejó en el rincón más occidental. Y una vez separados, tras comprobar que el tronco de la oca se había derrumbado tras los últimos espasmos, pronunció un ensalmo…
Bonaparte aguardó a que el imán vocalizara la fórmula mágica, pero no lo hizo.
—¿Y qué pasó? —se impacientó.
—Se obró la magia, naturalmente —respondió—. El cuerpo sin cabeza se levantó y atravesó anadeando el Salón de Juicios ante los mismísimos ojos de Keops.
—No me lo creo.
—¡Esperad! Cuando llegó ante su antigua cabeza el tronco se inclinó frente a ella. La testuz se sacudió y tras dar un salto se adhirió a su cuerpo. La oca había vuelto a la vida.
Balasán tomó aire.
—¿Qué creéis que hizo Keops, Bunabart?
—¡Pedir más pruebas!
—Exacto. El venerable Dyedi repitió su fórmula con un flamenco y hasta con un buey.
—¿Y lo convenció?
—Al menos vio que no mentía. Así que decidió indagar en la otra gran afirmación del mago.
—El santuario de Toth.
El venerable asintió.
—Le preguntó si realmente conocía el número de estancias secretas de ese santuario, ya que él estaba levantando su Horizonte y necesitaba saberlo para ajustarlo al gusto de los dioses.
—¿Horizonte? ¿Qué queréis decir?
Balasán señaló entonces el dibujo que había trazado en el suelo y a su primitivo esquema le añadió corredores y salas como si fuera un plano. Bonaparte comprendió.
—Aquel poderoso anciano reveló a Keops que su magia procedía realmente de ese lugar. Que todo su poder estaba contenido en un cofre de piedra dentro de ese santuario piramidal al que llamó El Inventario, y que el dios construyó en la noche de los tiempos. Y le dijo también que solo una clase muy especial de humanos, descendientes directos de la primera pareja real, Isis y Osiris, podría acceder a él.
—Comprendo…
—¿Seguro? —apostilló el anciano.
—No es difícil de imaginar qué pasó después. Keops buscó el santuario, lo halló, extrajo de él su secreto y lo guardó en su propio… ¿Horizonte, dijisteis?
—Hasta ahí muy bien —asintió—. Pero queda algo más. El secreto no es un objeto. Ni una inscripción que cualquiera pueda leer. Es algo que se revela cada cierto tiempo a un hijo de Isis. Y el último fue, como os he dicho, Yeshua.
—¿Y sabéis si vendrá otro?
—Sí. El siguiente… ¡sois vos!
Elías Buqtur notó como la traducción de aquellas palabras causaba un efecto extraño en el general. Su rostro se quedó impávido, blanco, como si hubiera mirado a los ojos de Medusa. Pero aquel lapsus duró lo que un suspiro porque, al segundo, Bonaparte se recompuso:
—Pero, maestro —susurró—, yo no soy un hijo de Isis.
—No es eso lo que nos dicen los signos.
—¿Signos? ¿Qué signos?
—¡Todos los signos! —exclamó Balasán—. Sultán de Occidente: vos nacisteis precedido por la aparición en el cielo de una estrella, tal y como sucedió con Osiris o con Yeshua. Habéis llegado a Tierra Santa, a la tierra del mismísimo hijo del carpintero, cuando estáis a punto de cumplir treinta años y estáis preparado para recibir vuestra propia iniciación. Y, por si fuera poco, procedéis del país en el que se construyó la última de las pirámides de Toth. El último santuario Sed.
Bonaparte se quedó sin saber qué decir.
Era cierto que el próximo 15 de agosto cumpliría treinta años. Y muy cierto también lo que había dicho de la estrella. Un cometa surcó los cielos de Europa la semana anterior a su llegada al mundo, y aunque medio continente lo tomó por un signo funesto, su madre lo entendió por todo lo contrario: un guiño de la Providencia hacia su nuevo hijo. Ahora bien, ¿cómo podía un simple beduino disponer de aquella información?
¿Y qué era aquello de la última pirámide?
¿En Francia?
¿Dónde demonios había oído aquello antes?
El general se abatió, sacudiendo la cabeza.
—Comprendo cuánto os turba esto, Bunabart —murmuró Balasán acercándosele al oído—. Debéis aprender a vaciar vuestra mente. A aceptar lo que el destino os ofrece. De lo contrario, vuestras dudas solo os conducirán al fracaso. Hemos salido a vuestro encuentro para recordaros que debéis celebrar vuestro propio Sed si queréis dominar Egipto. Nuestra misión será prepararos para que tengáis éxito en el ceremonial.
—¿Ceremonial? ¿Qué ceremonial?
El anciano no respondió.
—¿Dónde tendrá lugar? ¿Y cuándo?
—Ocurrirá tres días antes de vuestro trigésimo cumpleaños, en la Gran Pirámide de Giza, en la réplica del santuario de Toth.
Un escalofrío recorrió al joven general.
—¡Pero yo no sé nada de rituales! ¡No sé qué habrá que hacer!
—Es muy sencillo: pondréis vuestra mente sobre la balanza de Maat, la diosa de la justicia, y le pediréis permiso para someteros al Sed —terció el joven Tagar.
—No sé cómo se hace eso. ¡Ni siquiera sé lo que es! —insistió.
El acompañante de Balasán, el ángel de la sonrisa, sacó entonces de debajo de su galabeya un frasquito de cristal oscuro con un bebedizo en su interior. Estaba cubierto por una tela de color azafrán que impedía que se escapase el extraño aroma ácido que ahora inundaba toda la choza…
—Bebed esto. Os entrenará para ese momento.
Bonaparte echó un vistazo desconfiado al frasco.
—¿Qué es?
—El primer paso para devolver un muerto a la vida —dijo Balasán.
—En ese caso, ¡sea!
Y para asombro de Buqtur, que sabía lo receloso que era su señor, Bonaparte ingirió el contenido del frasco de un solo trago.