Aquella noche de abril, con la ayuda de Buqtur, Bonaparte se instaló siguiendo las instrucciones del venerable Balasán y de su acompañante. Los sabios azules cubrieron el suelo de arena de la choza con alfombras que mandaron traer de otras viviendas. En una de sus esquinas colocaron un aguamanil, una palangana y una gran garrafa de agua fresca. Ordenaron cerrar ventanas y puertas. Sellaron con trapos las rendijas del techo por las que se filtraba luz y dieron instrucciones a sus huéspedes para que se pusieran cómodos y se desprendiesen de cuchillos, espuelas, hebillas u otros objetos de metal. Y cuando ya estaban en camisola, les llegó su última petición: el Sultán de Occidente debía suspender su raciocinio durante unas horas.
—No juzguéis, no analicéis… No penséis —le ordenó Tagar mientras le indicaba dónde y cómo se acostaría—. Todo se os revelará si cumplís con unos preceptos muy sencillos.
—Aunque antes os pondremos en antecedentes —matizó Balasán.
—Vais a hablarme otra vez de Yeshua, ¿verdad?
Bonaparte dijo aquello con cierta acritud. Estaba semidesnudo. Sin su casaca ni sus calzas. Desarmado. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y con una sensación de inferioridad a la que no estaba acostumbrado.
La frente arrugada del viejo ermitaño se encogió.
—Así es, Bunabart. Ya os dije que la historia de Yeshua tiene mucho que ver con nuestros viejos dioses.
—Isis, Osiris y Horus, sí —confirmó.
—¿Conocéis su historia?
—Contádmela vos. Cada uno la cuenta con sus matices.
—Tenéis razón —aceptó.
Balasán se recostó sobre las alfombras, abriendo sus poderosos ojos del color del cielo.
—Es una gran historia. Quizá la más grande jamás sucedida —dijo—. Pero para comprenderla, lo primero que debéis saber es que aquellos dioses se diferenciaron muy poco de vos o de mí. En realidad, Isis y Osiris fueron las primeras criaturas humanas creadas por los verdaderos dioses: Nu, la no esencia; Atum, el señor de los límites; Shu, el viento; Geb, la tierra, y Nut, el cielo… De ellos surgieron los cuatro hermanos de carne y hueso que poblaron por primera vez este planeta: dos hembras, Isis y Neftis, y dos varones, Osiris y Set. Todos ellos son el equivalente a vuestros primeros padres, Adán y Eva.
—Comprendo. Los mitos cambian de forma, no de esencia —asintió Bonaparte—. Continuad, os lo ruego.
—Osiris fue designado primer rey de la Tierra. Se casó con Isis y juntos gobernaron durante un tiempo lleno de dicha y felicidad. Sin embargo, sus éxitos pronto despertaron el profundo odio de su hermano Set.
—Entonces es como la historia de Caín y Abel —lo interrumpió.
—Así es, Bunabart. Solo que en el relato egipcio el traidor asesinará a su hermano de un modo más sutil que en la Biblia. Set fue un dios muy inteligente; tardó meses en urdir su plan. Lo primero que hizo fue hacerse, en secreto, con las medidas del cuerpo de su hermano. Con ellas fabricó el más suntuoso sarcófago que se haya visto jamás en la Tierra, y cuando lo tuvo listo organizó una fiesta para presentárselo a los dioses. Nadie tenía idea de qué iba a suceder en esa reunión, pero cuando apareció con el sarcófago y los deslumbró a todos, prometió que lo regalaría a aquel que se tumbase y encajase mejor en su interior.
—¿Y Osiris se tumbó?
Balasán asintió.
—Fue una cuestión de cortesía permitir que el soberano fuera el primero en probarlo. Lo hizo. Y para cuando estuvo dentro, Set y sus cómplices se apresuraron a cerrar la tapa, sellarla con plomo y lanzarlo al río. ¡Larga muerte al rey!
—Fue un imprudente. Yo nunca lo hubiese hecho…
El anciano sonrió.
—Nunca digáis nunca, Bunabart.
Bonaparte se sacudió aquella perturbadora imagen del dios enterrado vivo en un sarcófago y reencauzó la conversación:
—Y decidme, maestro, ¿qué ocurrió después?
—Tras la muerte de Osiris, Set se convirtió en el señor de Egipto. Todo el país sucumbió a las sombras, cayendo bajo un nuevo amo más pendiente de los astros que de las cosechas. Isis enloqueció de dolor y con la ayuda cómplice de Neftis, se lanzó a buscar el cuerpo de su hermano y esposo con la idea de practicar con él el rito que tanto os interesa.
Bonaparte abrió los ojos:
—¡El camino de la resurrección!
Balasán calló.
—¿Y… lo consiguió? —inquirió con una nada disimulada ansiedad—. ¿Logró Isis devolver la vida a Osiris?
—La historia es muy larga. Set descubrió el complot de su cuñada y su hermana. Les arrebató la momia de Osiris cuando ellas ya la habían recuperado en Biblos, la despedazó y dispersó ante sus ojos, y aun así lograron recomponer su cuerpo parte a parte y… sí… El relato dice que Isis reanimó a su marido el tiempo suficiente como para quedarse embarazada de él y engendrar a un hijo que reclamaría el legítimo trono del país para su estirpe. Así nació Horus. El vengador. El primer faraón.
Balasán hizo una pausa algo teatral. Levantó la mirada al techo como si buscara algo, y con un gesto ordenó a Tagar, su asistente de los pómulos esculpidos, que le acercara algo de agua.
—¿Y cómo logró Isis devolverle la vida a Osiris, venerable?
—Oh… —Balasán tragó líquido hasta saciarse—. Ese conocimiento pasó a nuestra fraternidad. Somos los herederos de Horus, los que dimos legitimidad a los faraones de Egipto durante siglos. Y también quienes se la arrebatamos para confiársela a otros.
—Como a Jesús —completó Bonaparte.
—Así es.
—No me decís nada nuevo, maestro. Jesús, José y María huyeron a Egipto durante la persecución que Herodes organizó contra los niños menores de dos años. Vino aquí… y aquí lo conocisteis. Es una historia muy navideña.
—No la subestiméis, Bunabart. Va a ser la que os permita comprender qué pasó.
—¿En serio?
—Meditadlo por un instante. Yeshua llegó a Egipto siendo niño. Y tras una fugaz reaparición en el templo de Jerusalén entre los doctores, volvió a desvanecerse. Ya nadie volvería a saber de él hasta que cumplió los treinta años e inició su vida pública…
—¿Queréis decir que en esos años Jesús tuvo acceso a vuestro secreto y que por eso…?
—… Murió pero supo resucitar, sí.
El beduino escrutó el gesto severo de Bonaparte.
—Decidme, ¿nunca os habéis preguntado por qué se ocultó Yeshua hasta esa edad y después se entregó con esa determinación a su misión de pescador de almas?
El general negó con la cabeza, como si aún estuviera procesando aquella cadena de conexiones que se le ofrecía.
—La respuesta es muy sencilla, Bunabart —dijo—: Jesús no dio un paso en su misión hasta no recibir su Hebsed.
—El Hebsed o ceremonia del Sed era la más sagrada e importante de las fiestas del antiguo Egipto —terció entonces Tagar—. Se celebraba solo cuando el faraón alcanzaba tres décadas en el poder. Mediante una serie de rituales se le revitalizaba, alargándosele la vida. Era, como os ha dicho el maestro, una ceremonia de origen divino, patrimonio exclusivo de los reyes.
—¿Y funcionaba?
La pregunta de Bonaparte les hizo sonreír.
—Hay algo que sigo sin entender —añadió—. Si decís que ese rito se aplicaba solo a los reyes, ¿por qué se lo concedisteis al hijo de un carpintero de este pueblo?
Los beduinos rompieron a hablar a la vez, pero el maestro Balasán terminó imponiéndose.
—Es muy buena pregunta, Bunabart. Y la respuesta deberá haceros reflexionar: por dos razones. La primera, porque descubrimos que por sus venas corría sangre real, divina…
—¡Pero si Jesús era judío! —protestó.
Balasán tomó aire.
—Pensad antes de hablar. Yeshua fue hijo de Miriam —dijo tras expeler el aire inspirado—. Y Miriam perteneció a la tribu de Judá. Este, a su vez, fue hijo de Lía, esposa repudiada por Abraham que se quedó preñada del mismísimo Dios. Y los hijos de dioses y hombres son el origen de la realeza. ¿O es que no habéis leído el Antiguo Testamento? Ahí está dicho que su sangre era del azul del cielo. ¡Releedlo!
—¿Y qué tiene que ver la estirpe de Lía con Egipto? —objetó pese a todo.
—Más de lo que creéis.
—¿Sí?
—Lía tuvo otro hijo, Leví, y de él nació Moisés, que fue príncipe de Egipto, sumo sacerdote e iniciado en la religión de Isis. ¿Comprendéis ahora por qué entregamos a Yeshua nuestro conocimiento? ¿Podéis entender nuestra fascinación al saber que él, como Jacob o Leví antes, había nacido de padre divino y madre humana? ¿Cómo no íbamos a iniciarlo en las ceremonias Sed?
—Está bien. ¿Y la segunda razón?
—¡Ah! La segunda es porque gracias a un cuento, a una vieja parábola egipcia, vuestro Yeshua dio con el lugar en el que el secreto de la vida, el rito del Sed, era aplicado por los dioses a los elegidos.
—¿Un cuento? ¿Jesús descubrió el secreto en un cuento?
—Sí. En un cuento. ¿Queréis oírlo también vos?