Nazaret, primavera de 1799
—Maestro, ¿también vos sabéis cómo hacer regresar a un hombre de la muerte?
La pregunta del joven general quedó suspendida en el aire durante unos instantes.
Bonaparte, incómodo, miró distraído a su alrededor, como si quisiera dar tiempo al sabio Balasán para encontrar las palabras justas. Pero el anciano no reaccionó.
—Señor… —murmuró al fin su intérprete, rompiendo aquel silencio—: estos hombres han descendido de las montañas por primera vez en mucho tiempo para hablar con vos. Creo que desean estar seguros de que se dirigen al verdadero Bunabart.
—Y aquí me tienen.
Elías Buqtur bajó su mirada en señal de humildad:
—Me temo que no me he expresado bien, señor.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando un hombre del desierto que vive para los asuntos del espíritu dice que desea revelarle algo a otro, queda implícito que no lo hará mediante palabras.
Bonaparte puso cara de no comprender.
—Veréis, señor —siguió Elías en susurros, algo incómodo por tener que dar esa clase de explicaciones—: para hablar de cosas que están más allá de este mundo debemos recurrir al lenguaje del alma. Es el corazón el que debe comprender. No la mente. De ese modo se evitan los malentendidos. Creo que el corazón de estos hombres quiere saber si el vuestro es… verdadero.
—Pero… —el general titubeó, desconcertado por aquel discurso—, ¿van a responder o no a mi pregunta?
Los tres sabios azules los miraban como si comprendieran, pero mantuvieron sus bocas cerradas.
—Lo harán —dijo el copto—. Aunque debéis saber que sus respuestas solo tendrán valor para vos. No servirán a vuestra misión militar. Ni a vuestros hombres. Será algo… intransferible.
—¿Han dicho eso?
Buqtur sacudió la cabeza.
—Su voluntad es responder a todas vuestras preguntas, señor. Es lo único que explica que estén aquí.
Bonaparte, al fin, concedió quedarse un tiempo más con tan extraños beduinos. Era consciente de que solo conquistaría Tierra Santa si era capaz de cerrar alianzas con los líderes religiosos de la región. Y aunque empezaba a dudar que los azules fueran a darle apoyo práctico, decidió escucharlos.
—¿Cuánto tiempo estaremos detenidos en Nazaret, Elías?
—A lo sumo esta noche, señor.
—¿Y qué haremos aquí si no hablan? —preguntó con media sonrisa.
—Abrir nuestros corazones, señor —respondió enigmático—. Especialmente el suyo.