17

Posada de Esna

Madrugada del 10 de agosto de 1799

«Los hijos de Set no nos vencerán. Te lo prometo».

Nadia escuchó el juramento de su tío rendida ya por el sueño. Aun así, algo en lo más profundo de su mente se encendió al escuchar aquellas palabras.

Hacía mucho que no había oído mencionar a los hijos de Set. Y como quien olfatea un aroma de la infancia y recupera con él impresiones e imágenes de otro tiempo, la Perfecta se entregó a aquellas tres palabras sin oponer resistencia. Esa noche, en sueños, volvió a ver a su abuelo Gabriel agarrado con desdén al timón de palo de su falúa hablándole del dios de la oscuridad y de sus descendientes. Durante el tiempo impreciso que dura lo onírico se sintió niña de nuevo. Volvió a escuchar su voz ronca y profunda, y a sentir el calor del último sol del día sobre su piel mientras navegaba a su lado.

—Que no te engañe ese término, pequeña. Como bien decían los antiguos, «contra quien hace el mal, ineluctablemente se hará el mal».

Tenía solo seis años cuando Gabriel ben Rashid le habló de ellos por primera vez.

—En realidad deberíamos entender a Set como una metáfora de lo oscuro. Del mal. ¿Sabes, niña, qué es una metáfora? —le preguntó de repente.

Nadia sacudió su cabecita.

—Es algo muy hipócrita —respondió—. Consiste en referirte a una cosa con el nombre de otra. Y a fuerza de hacerlo, acabas por confundir ambas.

—Entonces… ¿son hijos del mal?

La ocurrencia de la pequeña hizo sonreír al abuelo.

—El mal es algo demasiado abstracto. Y tanto ellos como sus padres tienen forma.

Nadia lo miró con los ojos muy abiertos sin atreverse a decir nada.

—No pongas esa cara. Los hijos de Set no son un cuento. Existen. Son los hijos carnales de las criaturas más egoístas que ha dado la creación: los propios dioses.

Nadia se acurrucó entonces en su regazo para escuchar mejor la historia que intuía estaban a punto de contarle. Solía cruzar el Nilo con su abuelo una vez por semana y siempre se colocaba así en la barca para atender mejor sus palabras. Aquel era un plan excitante para ella. Juntos visitaban los mausoleos de sus antepasados, almorzaban al fresco en el umbral de alguno de ellos y regresaba al caer la noche con la cabeza llena de novedades.

Para Nadia las tumbas de la orilla oeste nunca fueron, pues, lugares tristes o macabros, sino el escenario de grandes confidencias. La mayoría se arracimaban en pequeños habitáculos excavados en la roca desde los que se podía vigilar la aldea al otro lado del río. Casi todas estaban estucadas. Las menos tenían jeroglíficos escritos sobre las paredes, e incluso algún que otro texto en árabe en el que se contaban las gestas de sus inquilinos. Su abuelo las conocía al dedillo y afirmaba que gracias a su privilegiada ubicación los muertos no perdían de vista a los vivos. Por eso creía que era tan importante honrarlos y cuidar de su bienestar. Y él, hinchando el pecho, se enorgullecía de haber sido elegido por su clan para tan alta misión.

—¿Sabes qué diferencia estos enterramientos de los de los viejos faraones del Valle de los Reyes? —le preguntaba a menudo.

La pequeña Nadia, tímida, no se atrevía nunca a responder.

—¡Nada! —le dijo en aquella ocasión Gabriel—. ¡No se diferencian en nada en absoluto! Sus tumbas y las nuestras sirven para lo mismo: son puertas al Amenti, al más allá. Umbrales que todos cruzaremos antes o después.

—¿Todos? —La garganta de la pequeña se cerró de angustia—. ¿Tú también, abuelo?

—Yo también… Los escritos religiosos más antiguos del género humano, los que llaman Textos de las Pirámides, decían que «ser mantenido al margen de la muerte es malo para los hombres».

—¿Pero cómo va a ser malo no morir, abuelo?

—Morir es parte del orden del universo, pequeña. No todos podemos infringirlo.

Al escuchar aquello, Nadia se quedó pensativa por un momento:

—¿Es que hay alguien que sí puede, abuelo?

—¡Ay, pequeña! —Gabriel la abrazó—. A veces los hijos de la Luz y los hijos de Set, enfrascados en su lucha eterna, dejan que el orden se rompa. Que alguno de nosotros venza a la muerte. Es…, cómo decirlo…, un efecto colateral de la guerra que los dioses libran por nosotros desde el día que nos crearon.

—¿Los dioses guerrean por los humanos? —Se encogió de hombros, cada vez más intrigada.

—Lo hacen desde el principio de los tiempos.

—¿Y cuándo fue ese principio?

—¿De veras quieres saberlo, niña?

Dos hoyuelos se dibujaron en la comisura de los labios de la pequeña:

—¡Por supuesto! ¡Cuéntamelo todo!

El abuelo Gabriel, casi siempre parco en palabras cuando tenía que referirse a esas cosas antiguas, se explayó aquella tarde con una historia maravillosa. Le explicó que cuando los dioses nos crearon, lo hicieron solo para disponer de una criatura que los sirviese y adorase.

—Ellos —le dijo— se alimentan de la energía que generan nuestras súplicas; son como parásitos que engordan cuanto más grande es nuestro sufrimiento.

—¿Los dioses nos comen?

—Te lo advertí. Quizá no quieras saber más…

—No, no, abuelo. Sigue, por favor.

Nadia escondió su tierno espanto arrebujándose en el regazo de Gabriel. Su abuelo la estrechó aún más entre sus brazos.

—Pues sí. Nos comen. De algún modo los dioses nos necesitan para alimentarse —respondió—. Pero al crearnos estas criaturas egoístas no previeron algo: su obra humana creció enseguida, se hizo inteligente, abrió los ojos, aprendió a hablar, a escribir, a guardar memoria del pasado, y al cabo de un tiempo empezó a imitarlos y a anhelar su longevidad. Una parte de aquellos dioses vio con simpatía, incluso con orgullo, nuestro afán de superación, pero a muchos otros les espantó. ¿Cómo iban a permitir ellos que un ser inferior, un humano frágil y mortal modelado por sus manos, aspirara a convertirse en un igual?

—¿Y qué pasó?

—¡Ay, Nadia! —suspiró—. La ambición de nuestros antepasados terminó provocando una fractura irreparable entre los propios dioses. Hubo algunos, como Osiris, que opinaban que deberían concedérsenos ciertos dones —entre ellos, la vida eterna—, aunque con matices. Los recibirían solo aquellos que realmente los merecieran. Osiris fue un dios justo, Nadia. Al fin y al cabo, los suyos nos habían creado a su imagen y semejanza. Sabían que éramos tan insaciables como ellos.

—Pero no nos dieron la vida eterna, ¿verdad?

—No. Y la culpa fue de otros, como Set, que se opusieron. «¡Los humanos han nacido para ser nuestros esclavos!», decían. Pero comprendiendo que la criatura humana era tozuda y que nunca renunciaríamos a nuestras aspiraciones, sus partidarios, los hijos de Set optaron por jugar al engaño. Nos prometieron la inmortalidad. Sí. A fin de cuentas, era lo que queríamos escuchar. Y con ello nos aplacaron. Pero tras concedérsela a unos pocos elegidos, urdieron artimañas para robárnosla después.

Nadia se agarró a las mangas de la chilaba de Gabriel, y tiró de ellas.

—Pero, abuelo, ¿todo esto es verdad?

Los ojos azul oscuro de Gabriel se entrecerraron, revelando una tupida red de finas arrugas a su alrededor.

—Desde luego que sí.

—¿Y qué ha sido de esos hijos de Set? ¿Están aquí?

El abuelo asintió.

—Desde aquel tiempo, pequeña, y por su intervención, la confusión y las mentiras enraizaron en la Tierra. Los humanos nos desorientamos. Empezamos a orar y a construir templos para implorar esa vida eterna. Generamos guerras y sufrimiento, grandes anhelos y decepciones. Unos buscaron cálices que proporcionaban longevidad, otros frutas de la inmortalidad o elixires de la larga vida. Y los dioses volvieron a estar complacidos por ser el centro de nuestra existencia y poder nutrirse otra vez de nuestras emociones. Habían dejado de ser creadores para convertirse en dictadores.

—¿Y ningún humano logró la inmortalidad? ¿Ninguno logró igualarse a ellos?

—Como te he dicho, algunos sí —sonrió—. Al menos durante un tiempo.

—¡Dime uno! ¡Dame el nombre de un humano que no haya muerto!

Gabriel ben Rashid sacudió el pelo negro de su nieta en un gesto de sincero afecto.

—Verás, Nadia: durante la guerra de los dioses, Osiris quiso burlar a Set enviándonos a unos mensajeros con pistas para que fuéramos nosotros los que venciéramos a la muerte y así no darle nuevos argumentos a su oponente. Esos mensajeros aparecían solo cuando detectaban a un humano con las cualidades necesarias. Hablaban con él, lo instruían y le abrían el sendero de la no muerte. Los llamaron los sabios azules.

—¡Pero dame un nombre de inmortal! —insistió, poco interesada en aquello.

—Está bien. Uno.

—¿Quién?

—El rey Amenhotep.

La pequeña puso cara de desilusión. No sabía mucho de faraones. Apenas había oído nombrar a grandes como Ramsés, Keops o Seti…, pero ¿Amenhotep?

—Fue el padre de Akenatón, pequeña.

—¡Ah! —Dio un respingo, recordando al instante las extrañas efigies de ese rey de gran barriga, rostro y cráneo alargados. No había visto ninguno tan extraño como él.

—Amenhotep fue el penúltimo humano que se hizo acreedor de la inmortalidad. Los sabios azules se fijaron en él porque su reinado fue el más próspero de la historia de Egipto. Gobernó durante casi cuarenta años, ¿sabes?, y se sometió a dos ceremonias de la longevidad que no se practicaban correctamente desde la época de las grandes pirámides.

—¿Y funcionaron?

Gabriel sonrió.

—Las ceremonias Sed funcionan si se saben conjurar —respondió—. Son la pista que Osiris nos dio.

—¿Ceremonias Sed? Nunca he oído nombrarlas. ¿Qué son? —preguntó—. ¿Magia?

—Las Sed eran una especie de gran fiesta de la renovación. Se celebraban únicamente cuando el rey cumplía treinta años en el trono. En esas efemérides los sabios azules descendían de sus escondites y ayudaban a preparar los ritos que le rejuvenecían.

—¿Solo lo hacían más joven? ¿No lo convertían en inmortal?

—Contra lo que muchos creen, la inmortalidad, pequeña, no es un estado permanente. Debe renovarse.

—¿Y cuántas veces se sometió Amenhotep a ese rito?

—Dos —dijo bajando la voz—. Pero en la segunda ocasión ocurrió algo terrible.

La pequeña no pestañeó.

—¿Qué, abuelo?

—Akenatón, su hijo, lo traicionó. Quiso robar para sí la magia Sed. Sabía que no le correspondía ese privilegio, pero los hijos de Set, que detectaron la llegada de los mensajeros de Osiris, lo convencieron de lo contrario. Ya lo decían los antiguos maestros: «La avidez es la enfermedad grave de un incurable; sanarla es imposible». Su acto, pues, trajo la oscuridad a Egipto. Akenatón cambió de dioses, de culto, construyó una nueva capital y ahuyentó a los sabios azules creyéndose destinado a la vida eterna. Qué error.

—Pero abuelo… —los ojos de Nadia estaban abiertos como platos—, ¿y a dónde fueron los sabios azules? ¿Ya no volvieron más?

El patriarca sacudió de nuevo el cabello azabache de su nieta. De repente se le habían humedecido los ojos.

—Tuvieron que pasar quince siglos para que se dejaran ver otra vez. Pero entonces ya no entregaron su secreto a un faraón. Habían perdido su confianza en ellos.

—¿Y a quién se lo dieron?

El abuelo sonrió divertido.

—Solo querías el nombre de un inmortal…

Nadia arrugó su naricita:

—Por favor, abuelo —suplicó.

—Está bien —suspiró—. Se lo dieron a un niño extranjero, un refugiado, un judío llamado Yeshua.

—¿Al Jesús de los cristianos?

Gabriel asintió cerrando los ojos.

—Pero también entonces los enemigos lo acecharon. Siempre están ahí. Sin embargo, él los venció.

—¿Y después, abuelo?

—A nadie.

—¿Y cuándo volverán?

—Espero que pronto.

—¿Pero cuándo? —insistió.

Gabriel tragó saliva.

—Te lo he dicho antes. Cuando pise Egipto alguien que merezca la vida eterna.