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Luxor

Madrugada del 10 de agosto de 1799

Omar Zalim tragó saliva antes de cruzar aquella puerta.

No recordaba haber tenido nunca sentimientos tan encontrados como los de esa noche. Por un lado sabía que el momento que había estado esperando toda su vida estaba llegando. Su instinto así se lo dictaba. El hombre que había merecido su atención, aquel predestinado a recibir la vida eterna, ya había sido localizado. Estaba en El Cairo. Y pronto lo tendría ante él conversando sobre la magia suprema del Sed. Ese era el hechizo de los hechizos. El último requisito antes de convertirse en el mago más poderoso de la historia.

Pero Maat —en justa compensación cósmica— acababa de propinarle un severo zarpazo. La llave que pensaba utilizar para llegar ante ese elegido se acababa de volatilizar.

«¡Maldita seas, Nadia ben Rashid!».

El contratiempo le había puesto furioso.

La sonrisa que había traído del Templo de Luxor después de parlamentar con los ingenieros Jollois y De Villiers se disolvió en cuanto recibió la noticia de la fuga de Nadia.

—Pero tenemos a su prima… —le dijeron sus hombres, como si aquello compensara en algo aquel imprevisto—. La sorprendimos en las cuadras con uno de vuestros caballos.

—¿La habéis interrogado? —preguntó.

—No ha dicho nada, Omar.

—Dejádmela a mí.

Zalim atravesó de una zancada la puerta de la habitación en la que sus hombres habían confinado a Fátima ben Rashid. Que aquella situación no se le escapara definitivamente de las manos dependía de esa conversación.

Nada más entrar se dio cuenta de que no iba a ser fácil. Atada a una silla y amordazada, la mirada de odio de la prima de la Perfecta le llamó la atención. Aquella gatita de quince años no le tenía miedo. Al contrario. Le bastó ver cómo sus brazos y sus piernas tensaban las cuerdas para saber que los golpes de sus hombres —marcados en moratones y coágulos de sangre en el rostro— la habían convertido en una fiera. «Bastet transmutada en Sekhmet», pensó.

Omar volvió a tragar saliva, se acercó a ella y la levantó en volandas, con silla y todo, para colocarla en el centro de la estancia.

—Voy a decirte algo, Fátima, antes de dejarte hablar —le susurró—. Hace diez años necesité de un tribunal islámico para matar a tus tíos y a Gabriel ben Rashid. Hoy, si no me cuentas a dónde ha huido tu prima, no voy a pedir ningún permiso para acabar contigo.

La muchacha se agitó con todas sus fuerzas. Le repugnaba sentir el aliento de aquel hombre repleto de escarificaciones en su rostro.

—Los Ben Rashid —prosiguió Omar— habéis sido siempre un estorbo. Creéis que por ser descendientes de faraones tenéis derecho sobre una magia que ya no os pertenece. Gabriel, por ejemplo, siempre se ocupó de mantener oculta la tumba del faraón Amenhotep. Todos sabíamos que en ella estaban los ensalmos sobre la vida y la muerte. Murió por no revelárnoslos. Lo perdió todo por culpa de ese secreto. Incluso a vosotras. Y ¿sabes para qué? ¡Para nada! Los extranjeros han descubierto la tumba. Yo leeré esos ensalmos y pronto tendré lo que quiero…

El corazón de Fátima se había desbocado. Necesitaba gritar. Pero la mordaza no le dejaba hacerlo.

—Oh… —Los ojos negros de Omar brillaron amenazadores frente a los suyos—. Pero todo eso tú ya lo sabes. Por eso ha huido Nadia, ¿no es cierto?

Ella volvió a sacudirse.

—Verás. Necesito algo de ti, Fátima. Es muy sencillo. Voy a poner mi mano sobre tu frente. Te haré una pregunta. Una solo. Si te resistes a contestarla, si tu mente no se rinde ante mis órdenes, morirás aquí mismo. Si, por el contrario, respondes a mis demandas, te daré una oportunidad para sobrevivir. ¿Lo has entendido?

Fátima levantó la vista hacia su verdugo, ahora sí, aterrada. Durante un instante esperó a que Omar le quitara la venda de la boca, pero lo que sintió fue muy distinto. Mucho peor que lo que había imaginado. Una palma enorme, fría, cayó sobre su frente mientras otra igual de firme la sostuvo por la nuca. Parecían ventosas. Sintió su presión. Su fuerza. Un leve impulso, un mínimo giro, y su cuello —lo supo— se partiría en dos.

—Esta es mi pregunta —escuchó a Omar por encima de su cabeza—: ¿dónde se ha escondido Nadia?

La muchacha se quedó paralizada. Desde su posición no pudo ver cómo su amo levantaba el rostro hacia el techo y cerraba enérgicamente los ojos, tratando de concentrarse. Ella, por el contrario, enseguida notó cómo se le escapaban sus últimas fuerzas. Los párpados comenzaron a caérsele sin poder frenarlos. Incluso el pulso, que hasta hacía un instante le golpeaba frenético sienes, muñecas y tobillos, se amortiguó de golpe. Una extraña corriente le recorrió la columna vertebral.

Así era la magia de los Zalim. Su dominio sobre el sotpu sa, o fluido vital de los antiguos egipcios, era casi total.

—¡Soy un hijo de Set! ¡Todo lo puedo! —gritó entonces Omar—. ¡Respóndeme! ¿Dónde-está-Nadia?

Pasaron unos segundos en silencio que se hicieron eternos. Notó una intensa confusión en su cabeza. Y antes de que la vista se le nublara del todo y la muchacha quedara sumida en la más completa oscuridad, aún acertó a oír de nuevo a Omar.

Lo que el brujo de los Zalim profirió no fue ya un grito, sino un susurro. Una especie de suspiro lleno de satisfacción que terminó por horrorizarla.

—¡Alí!

Aquel malnacido había logrado colarse en su mente.