Nadia y su tío no volvieron a hablar en toda la noche. Cabalgaron aprovechando el reflejo de la luna sobre el Nilo hasta que, pasada la pequeña aldea de Esna, Alí decidió que era hora de descansar. El lugar que había elegido tenía su encanto. Era una pensión para peregrinos regentada por un viejo amigo suyo, que se levantaba en un discreto recodo entre palmeras. Su tío negoció dos camastros en los que poder dormitar unas horas, y cuando quedó satisfecho con el precio dejó que los condujeran hasta unas mesas dispuestas junto al río, con unas inmejorables vistas de la orilla oeste y unas bandejas llenas de fruta recién cortada. Aquel silencioso paraje invitaba a una última conversación antes de dormir. Era fresco y limpio. No había insectos ni malos olores. Todo lo contrario al infierno de ruido y humo que la Perfecta acababa de dejar atrás. Y allí, por primera vez, Alí ben Rashid bajó la guardia y se relajó ante la cena que acababa de ordenar para ambos.
—Mañana estaremos en El Cairo —dijo de sopetón, como si su plan de viaje le quemara la lengua, mientras el posadero colocaba ante ellos un gran plato con huevos y algo de carne asada—. Debemos llegar lo antes posible.
Nadia casi se atragantó con una pieza de fruta.
—¿El Cairo? ¡Nunca he estado en la capital!
—Yo sí. No te preocupes. Cuidaré bien de ti.
Ella se encogió de hombros.
—Vuelves a ocultarme cosas, tío.
Él lo negó con la cabeza, mientras se llevaba un primer trozo de comida a la boca.
—¿Por qué lo dices? —masculló.
—Estamos cabalgando hacia el sur —protestó ella—. ¡Vamos en sentido contrario!
—Eso es porque dentro de unas horas embarcaremos en Edfú. Tomaremos allí una barcaza rápida y llegaremos a tiempo.
—¿A tiempo? ¿De qué?
—Haces demasiadas preguntas, Nadia. ¿Lo sabías?
Su tío musitó aquello en tono conciliador, con la mirada perdida en el plato.
—Demasiadas preguntas… —le refunfuñó—. ¿De veras lo crees? ¿Has pensado que quizá las hago porque mi familia nunca me ha contado nada?
—Tu ignorancia ha sido nuestra forma de protegerte.
—Pues quiero saber.
Alí volvió el rostro hacia ella:
—Hasta hoy te había bastado con saber bailar —dijo.
Aquello fue demasiado.
—¡Y una mierda! —estalló. Los restos de su cena saltaron por los aires de un manotazo—. Yo no escogí el camino de la danza. —Nadia se levantó de su silla sin intención de cederle la palabra—. Al quedarme huérfana vosotros decidisteis que debía formarme como los mevlevi turcos y me pusisteis a danzar como a una derviche. Yo… —titubeó. Sus ojos, de repente, se empañaron—, y yo lo hice para olvidar lo que pasó en mi casa, para no perder vuestro cariño. Para no contradecir a la familia que me había acogido. Y ahora —se llevó las manos al rostro—, ahora no sé qué sentido tiene todo esto…
—Lo tiene. —Su tío pareció conmoverse por primera vez—. Enseñarte a bailar no fue un capricho nuestro. Pronto lo comprenderás.
—¿De veras?
—La danza ha sido durante siglos uno de los lenguajes más utilizados para comunicarnos con los dioses. Eso lo sabía muy bien tu abuelo, que se pasó media vida estudiando los relieves de bailarinas del templo de Luxor. Él sabía que Isis transmitió ese idioma a sus primeras sacerdotisas. Que tú lo hables te abrirá las puertas que el destino ha de hacerte cruzar.
—También me enseñó francés —añadió sin pizca de ironía.
—Todo forma parte del mismo plan.
—Pero un plan, ¿de quién? ¡No es el mío!
—Quien dispuso que aprendieras todo eso es un alma increíble. Confía… —Alí sonrió.
—No sé si quiero saber quién es.
—Oh, sí que quieres —repuso—. ¿Conoces al Viejo de la Montaña?
—¿Al Viejo de la Montaña? ¿Al Maestro de la Luz? —Nadia se llevó la mano a la boca de puro asombro—. Claro… He oído hablar mucho de él. Pensé que era un personaje de los cuentos.
—No lo es. Existe. Él ha sido quien lo ha decidido todo.
Nadia se tomó un minuto para digerir aquello.
El Viejo de la Montaña era, en efecto, un título que había oído mil veces de labios de sus padres. Y también de su abuelo Gabriel. Se referían a él cada vez que contaban historias de los malos momentos del clan. Aquel ser como caído del cielo siempre surgía de la nada para ayudarlos. Se invocaba su nombre con respeto y temor a sabiendas de que estar bajo su manto era gozar de una enorme protección. De hecho, el día en el que la desgracia se llevó a su familia fue una orden suya la que la puso en manos de sus tíos de Edfú. Nadia se lo había oído contar a ellos, pero jamás lo había visto. Si hubiera tenido que referirse a él de algún modo, hubiera dicho que era una especie de patriarca en la sombra. El oráculo particular de los Ben Rashid. Alguien invisible, casi divino.
—Te diré algo del Viejo de la Montaña —prosiguió Alí ante su cara de sorpresa—. Hace tres jornadas se despertó azorado. ¿Sabes? Dejó su refugio en mitad de las cumbres y bajó corriendo a nuestra casa para comunicarnos que una figura vaporosa, un ángel de Dios, se le había presentado en sueños y le había revelado que aquello para lo que nuestro clan lleva preparándose desde hace siglos está a punto de consumarse.
—¿Siglos? ¿Un ángel? ¿De qué hablas, Alí?
Su tío no perdió el rumbo de su explicación:
—Por eso yo estaba en Luxor, esperándote.
—¿Y en qué me afecta todo eso? —insistió Nadia.
—Como quizá ya sabes, los Ben Rashid somos los depositarios legítimos de un viejo secreto —su tío dijo aquello sin atisbo de intriga—. Pero como siempre ha habido gentes como Omar dispuestas a arrebatárnoslo, nuestros antepasados decidieron dividirlo y ocultarlo en varios lugares seguros. Se trata de los fragmentos de un viejo libro escrito sobre paredes que permite regresar de la muerte a los elegidos.
—¿Es una broma?
—No —dijo seco—. De hecho, uno de los lugares donde se escondió fue, precisamente, en la tumba de Amenhotep… Y el Viejo de la Montaña sabía que iban a profanarlo.
—¿Pero cómo…?
—Nuestro venerable es un místico —la atajó—. Un santo que mantiene lazos invisibles con los antepasados, con su tradición. Mantiene un canal de comunicación con ellos. Puede ver cosas para las que los demás estamos ciegos. De hecho, fueron sus visiones las que lo pusieron en guardia.
—¿Soñó que los franceses iban a entrar en la tumba?
—Así es —asintió Alí—. Y también que muy pronto lo hará Omar. ¡Y todo esto te concierne!
—¿A mí?
—Sí, Nadia. A ti. —Su tío asintió con un ligero movimiento de cabeza, como si evaluase la estupefacción de la muchacha.
Por alguna razón, en ese instante la Perfecta se sintió desvanecer. El cenador junto al Nilo, el aroma dulzón de la fruta cortada, las pequeñas velas que el posadero había dejado sobre la mesa…, todo aquello pasó de repente a un segundo plano. Se le había hecho un nudo en la garganta y comenzó a notar que su cuerpo le pedía desesperadamente un descanso. Alí todavía la miraba sin pestañear, pero ella ya no lo veía a él. Su imagen se había emborronado hasta hacerse irreconocible dando paso, poco a poco, a otra bien distinta. Lo que Nadia advirtió en aquel instante de extrema debilidad fue una presencia tan evanescente como cautivadora: la imagen desvaída de un hombre de cabello largo del que apenas pudo retener con claridad su mirada. Supo que era un guerrero. Sus pupilas reflejaban un tormento milenario. Aunque en ningún momento pudo hacerse una idea completa de su aspecto, algo le dijo que tras aquella mirada se escondía un niño con sueños de grandeza. También supo que se encontraba en apuros. Aquel corazón noble estaba siendo cercado por unas garras oscuras y afiladas que buscaban su perdición. Y sintió una pena infinita por él. Era una tristeza que parecía tener siglos de antigüedad. Profunda. Húmeda. «Esto te concierne», escuchó entonces. Y la impresión de ser observada por aquella presencia cautivadora, que transmitía una sorprendente mezcla de fuerza y dulzura, se esfumó tan rápido como había surgido.
«Esto te concierne», volvió a oír.
La Perfecta se estremeció.
—¿Estás bien? —La zarandeó entonces Alí.
—S… Sí —respondió frotándose los ojos, sin saber muy bien lo que acababa de suceder.
—Debes descansar, Nadia. Te has quedado muy pálida.
La sonrisa de su tío fue aún más extraña. Como si de algún modo intuyera lo que acababa de sucederle.
—Los ángeles se cruzan por nuestras vidas más a menudo de lo que crees —dijo atrayéndola hacia sí y acariciándole la cabeza.
—¿De veras?
Alí asintió, sin soltarla.
—Oh, sí. Y siempre nos traen mensajes.
—¿También el que visitó al Viejo de la Montaña?
—Desde luego. —Nadia notó que el tono de voz de su tío se ensombreció—. Ese ángel lo avisó de que nuestros enemigos quieren hacerse con el secreto de la vida y la muerte y que ya se han puesto en marcha para conseguirlo. Por eso debemos darnos prisa y ganarles terreno.
—Hablas de ellos como si fueran diablos —susurró, haciendo un verdadero esfuerzo por abrir los ojos.
—Nuestros enemigos son mucho peor que eso. —La acunó en su regazo—. Duerme. Recupera fuerzas. Los hijos de Set no nos vencerán. Te lo prometo.