13

Nazaret apareció en el horizonte a primera hora de la tarde. Bonaparte, todavía impresionado por el extraño sueño del que acababa de despertar, interrogó con la mirada a Elías Buqtur.

—Sí, señor —asintió este, sacándole de dudas—. ¡Es la ciudad de Jesús!

Desde el viejo camino de Acre pudo distinguir sin dificultad los tres sectores en los que estaba dividido aquel asentamiento. El musulmán, con las callejuelas cubiertas de toldos a rayas para evitar el calor, quedaba en el lado occidental de la urbe. El barrio cristiano, en el centro, despuntaba sobre los demás gracias al campanario de ladrillo de la iglesia franciscana de la Anunciación. Y un poco más allá se adivinaba el sector ortodoxo, el más oriental, cuajado de cúpulas de escasa altura, todas encaladas con esmero. El pozo de Miriam marcaba el único punto de convergencia de estos barrios.

—¡Sed bienvenido a la capital de la antigua Galilea, señor! —dijo el copto ceremonioso.

—Pensé que sería más grande, la verdad…

Bonaparte parecía algo decepcionado. Desmontó de su caballo y extendió el catalejo que llevaba siempre encima para verla mejor.

—Hubo un tiempo en que fue mayor, general.

—Pues ahora está mermada. ¿Cuántas almas viven ahí?

—Unas tres mil.

—Y dime, Elías, ¿alguien sabe con certeza dónde estuvo la casa de Jesús?

El copto miró al «invencible Bunabart» extrañado. Llevaba un año sin separarse de él y todavía no estaba seguro de si le interesaban o no las cuestiones religiosas. El caso es que trazó un vago círculo en el aire con el dedo, señalando otra zona de la ciudad.

—Se cree que estuvo detrás del barrio cristiano, señor. Por allí. Pero no hay nada seguro. Han pasado dieciocho siglos.

Custodiados por una veintena de soldados, los dos hombres entraron al poco en sus calles. Les sorprendió verlas vacías. Todos los pueblos en los que habían entrado antes, incluso en pleno fragor de los combates, estaban atestados de mujeres y niños, de gallinas y cabezas de ganado. Por lo general, las aldeas de Oriente Medio eran ruidosas y malolientes. Los puestos de venta de verduras y mercancías estaban por todas partes. Había ratas y basura, y los excrementos se arrojaban a la vía pública desde las ventanas. Pero, por alguna razón —y esta no podía ser otra que el miedo a Djezzar y a los franceses—, los postigos de Nazaret estaban echados, no había humo saliendo de las casas ni olía a comida.

Estaban solos.

Cuando alcanzaron el pozo de Miriam una exploración rápida confirmó las primeras impresiones del grupo: allí no había nada que temer. Ninguna de las casuchas de adobe que rodeaban esa plaza tenía altura suficiente para garantizar un buen ángulo de tiro a un improbable francotirador otomano. Por otra parte, ninguno de aquellos tejados de caña resistiría el peso de un hombre. Y las primeras inspecciones tampoco encontraron armas o soldados de Djezzar.

La escolta, pues, tomó posiciones con facilidad y se preparó para recibir a los anfitriones del general.

Su espera fue breve.

Como si hubiesen aguardado a que se instalaran, justo en el momento en el que fue plantado el último mosquetón unas siluetas surgieron de la nada, perfilándose sobre el horizonte. Caminaban a paso lento, rumbo al punto de encuentro. Venían del este. Parecían dos varones de aspecto beduino, desarmados, vestidos con galabeyas de algodón y con el rostro parcialmente cubierto bajo turbantes azules. Delgados y de elevada estatura, marchaban a buen ritmo, portando cada uno un hatillo de color azafrán al costado.

—Que nadie dispare —ordenó el capitán de la guardia—. Dejadles paso.

Al aproximarse al primer control de dragones, el que iba por delante levantó un brazo en actitud de saludo. Elías Buqtur los reconoció.

—¡Son ellos, señor! —susurró complacido—. Ya están aquí.

Los visitantes caminaron hasta el centro de la plaza, vigilados a cierta distancia por los soldados. Bonaparte había dispuesto que solo los recibirían Elías y él, sin armas a la vista para no intimidarlos. Pero aquellos hombres no parecían asustadizos. De hecho, se adentraron hasta el borde mismo del pozo sin titubear y, dirigiendo sus pasos hacia ellos, se detuvieron únicamente cuando los tuvieron al alcance de la mano.

—Dios esté con vos, gran Bunabart, Sultán de Occidente… —saludó el primero de ellos, ceremonioso, en perfecto árabe.

Bonaparte inclinó la cabeza en señal de reverencia, pasando por alto que también aquellos ermitaños deformaran su nombre.

El hombre que había hablado resultó ser un anciano de rasgos semitas. La edad no había curvado su espalda. Al contrario. Parecía más alto aún que su acompañante. Su rostro sembrado de arrugas enmarcaba un mentón prominente y una larga barba nevada le confería un aspecto venerable, de santón. El general supo de inmediato que se encontraba ante un individuo fuera de lo común. Su mirada azul clara le impresionó de veras. Por un momento la confundió con los ojos de la mujer que acababa de ver en sueños, pero desestimó aquella idea de inmediato. Bonaparte se había caído literalmente dentro de aquellas pupilas, comprendiendo en el acto por qué todos los llamaban sabios azules.

«¡Esa mirada atraviesa los siglos!», pensó.

En todo el tiempo que llevaba en Egipto no había visto a ningún beduino como aquel. Su piel curtida, otrora blanca como la suya, realzaba aún más ese rictus capaz de desnudar un alma.

Entonces, al fin, el anciano volvió a hablar. Tenía una voz grave. Y sus palabras, aunque incomprensibles cuando emergían de su garganta, transmitían paz. Bonaparte no lograba salir de su asombro. Aquellos gestos, lentos y llenos de majestuosidad, dejaban entrever una pureza de espíritu antigua, ancestral, que contrastaba con la sangre y el polvo que aún teñían su propio uniforme.

—Vuestro triunfo sobre Djezzar ha confirmado nuestras esperanzas —tradujo Elías las palabras del viejo ermitaño—. Vos sois, sin duda, aquel a quien esperábamos.

Bonaparte tuvo que sacudir la cabeza para recuperar la atención.

—Ya, pero…

—No lo dudéis —lo interrumpió—. Sois el enviado que restaurará el tesoro de conocimiento que fue arrebatado al pueblo de Egipto hace tanto. Vos, Bunabart, habéis sido elegido para tan alta misión.

Aquello no le sonó mal, pero aun así protestó:

—Maestro, Elías no me ha hablado de que cuidarais de ningún tesoro…

El general buscó la mirada de su intérprete.

—… Por otro lado —prosiguió—, si no conozco la clase de tesoro que buscáis, difícilmente podré ayudaros a restituirlo.

—Tenéis escrito vuestro destino. Sabréis dar con él —murmuró el anciano—. Pero recordad algo: no todos los tesoros son tangibles. Algunos son invisibles. De naturaleza espiritual.

Bonaparte receló.

—No sé si eso me interesa, maestro. Solo soy un militar. No un místico.

Los dos beduinos se miraron estupefactos.

—Decidnos, señor, ¿sois vos el verdadero Bunabart? —preguntaron—. ¿El mismo que derrotó a los mamelucos frente a las pirámides de Giza? ¿Aquel que, además de cañones, trajo también con él sabios, libros y máquinas para imprimirlos, con la promesa de traernos los avances de Occidente?

Él asintió.

—Pues si lo sois, señor, un tesoro de conocimiento no puede seros ajeno —murmuró el joven asistente del maestro, irrumpiendo en la conversación—. Sobre todo si se refiere a algo por lo que sabemos sentís una honda preocupación…

Bonaparte se fijó en aquel muchacho. Era un chico lampiño, más o menos de su altura, con los mismos e increíbles ojos azules del viejo pero con unos pómulos prominentes que parecían haber sido cincelados en mármol. Su belleza, en cierto modo, le recordó al «ángel de la sonrisa» de la catedral de Amiens.

—¿De veras?

El ángel asintió.

—Lo afirmáis como si pudierais leer mi mente.

—Quizá la mente no, pero sí vuestra alma —terció él.

—¿Y, según vos, cuál es esa preocupación?

—¡Vuestra obsesión por vencer a la muerte! —El joven hizo entonces una breve pausa—. ¿O acaso vais a negárnoslo?

Bonaparte se quedó estupefacto.

—Oh. No os extrañe nuestra certeza, señor —añadió entonces con cierto descaro—. Huir de la muerte es un deseo inherente a la naturaleza humana. Cuando César se hizo con el control de Egipto y se sintió el dueño de este mundo, comenzó a obsesionarse por el otro. Eso es muy… nuestro.

—Pero habláis de obsesión.

—Todo hombre se pregunta por su sino, pero solo unos pocos dan pasos para burlarlo. Vos lo habéis hecho viniendo a Egipto, mandando a vuestros sabios a hacer preguntas sobre el saber de los antiguos faraones, y eso os hace diferente.

El general se sintió algo intimidado por aquellas palabras. No estaba acostumbrado a que nadie interpretara sus pensamientos más profundos. Y aún menos que lo hiciera con aquella claridad, sin artificios ni ceremonias de ninguna clase.

—Y decidme —intervino, mirando muy serio a sus anfitriones—, ¿sabéis si va servirme de algo esa… obsesión?

—La noticia que os traemos es que podemos ayudaros a superar el obstáculo de la muerte para siempre, Sultán de Occidente —retomó la palabra el anciano.

—Temer a la muerte no es malo en sí mismo —añadió el ángel de la sonrisa—. Además, es signo de inteligencia preocuparse por hallarle remedio ahora que la juventud corre por vuestras venas. De hecho, no habríais podido elegir mejor momento y lugar para empezar a buscar. Esta es la tierra donde vida y muerte conviven más armónicas. Donde el limo fértil del Nilo y el desierto más estéril se tocan a diario. Habéis venido hasta aquí, lo sabemos, en busca del secreto de la vida eterna… Y estáis más cerca de él de lo que creéis.

Bonaparte sacudió la cabeza, interrumpiéndolos:

—¡Claro que busco la vida eterna! ¿Qué hombre en su sano juicio no buscaría ese secreto? En eso no soy diferente a los demás…

—Querido Bunabart: no tenéis por qué excusaros —las palabras de aquel joven de mirada penetrante y voz meliflua retumbaron en la plaza vacía—. Si estamos aquí es porque nuestra misión consiste en ayudar a quien busca con sinceridad.

Los ojos del general destellaron de asombro.

—¿Me… ayudaréis? —murmuró.

—¿Y para qué, si no, creéis que hemos venido a veros?

En ese momento Elías invitó a los beduinos y al general a que se sentaran en el interior de una amplia choza que la escolta había habilitado para ellos. Bonaparte, impresionado aún por lo que acababan de sugerirle, aguardó a que sus interlocutores se acomodaran y quisieran reanudar la conversación.

Una vez a cubierto, el anciano fue el primero en hablar. Dijo llamarse Balasán y tener ciento diez años. «La edad de cualquier hombre que sea sabio», acotó. Su discípulo Tagar, mucho más joven que él, se presentó también, dando a Bonaparte algunas nociones de su procedencia en la región montañosa del Tabor.

—Sabed que somos los guardianes de una vieja tradición —le explicó—. Os vigilamos desde que pusisteis pie en Egipto y hemos decidido que ha llegado el momento de hablaros con franqueza.

El tono de sus palabras había cambiado. De repente, ambos parecían complacidos de estar frente a él. Se susurraban frases que Elías no alcanzaba a traducir y se cruzaban miradas de asentimiento. Por eso, cuando por fin el anciano levantó una mano para pedir silencio, el tono de sus primeras frases recordó a Bonaparte el de los contadores de historias del desierto, dulce y didáctico a la vez. No se extrañó de que Balasán, confidente, se inclinara sobre él y dijera:

—Todo cuanto hemos de revelaros está relacionado en última instancia con la historia de un hombre que conocéis bien en vuestro país. Se llamó Yeshua. Su familia vivió y trabajó en este mismo suelo.

Bonaparte abrió los ojos:

—¿Os referís a Jesús? ¿A Jesús de Nazaret?

El anciano Balasán asintió, consciente del profundo efecto que habían causado sus palabras.

—Pero yo no soy creyente, maestro.

—Yeshua no solo es importante para quienes creen en él —le respondió—. También lo es para los egipcios. Casi todos reconocen en la historia de ese niño nacido de madre virgen, muerto y resucitado, el último eco de la milenaria historia de Isis, Osiris y Horus.

—¿Un eco? —El general se removió en su esterilla—. ¿Queréis decir que Jesús repitió algo que ya había ocurrido antes en Egipto?

—Si hoy tenéis a bien quedaros con nosotros os mostraremos que su capacidad para vencer a la muerte ya era conocida para los sacerdotes faraónicos. De hecho, Yeshua la aprendió de ellos. Lo dice la Biblia. De niño emigró a Egipto. Y lo que aprendió junto a las pirámides fue lo que más tarde devolvería a Lázaro y a él mismo de entre los muertos.

Después de traducir aquello, Elías Buqtur se inclinó sobre Bonaparte y le murmuró algo que los beduinos fueron incapaces de escuchar. Este asintió con la cabeza varias veces, y tras tomarse un instante dijo:

—Está bien, venerable Balasán, me quedaré a escuchar vuestra historia. Pero solo si antes respondéis a una pregunta.

—Preguntad… —sonrió el anciano.

—Respondedme sí o no, maestro. Entonces, ¿también vos sabéis cómo hacer regresar a un hombre de la muerte?