12

Aquella mañana, mientras Buqtur se aprestaba a organizar el convoy para acercarse a Nazaret, sucedió otra cosa fuera de lo común. Bonaparte pronto se olvidó de ello. No le dio importancia. Pero en ese momento el pequeño incidente le causó una fuerte impresión.

Aquel 15 de abril había madrugado mucho para rescatar al general Kléber y a eso de las once de la mañana, cuando la batalla ya estaba bajo control y tenía a su traductor ocupándose de los preparativos para su cita con los misteriosos sabios azules, decidió buscar un sitio en el que poder echarse una cabezada. Se alejó discretamente del puesto de mando y al poco, cerca del cauce seco de una torrentera, dio justo con lo que necesitaba. Era una cueva de boca ancha, no demasiado profunda, por la que circulaba una agradable corriente de aire y en la que encontró la oportunidad para descansar unos minutos. Tras comprobar que nadie lo había seguido y que el único acceso a aquel rincón estaba bloqueado por sus tropas, Bonaparte se quitó las botas de montar y se recostó sobre su casaca.

El sueño lo venció enseguida. La mente del soldado había encontrado refugio en una imagen a la que recurría siempre que buscaba relajarse: las termas de Pietrapola. Su evocación no le había fallado nunca. Se trataba de un pequeño paraíso más allá de las montañas del oeste de Córcega. Un laberinto de fuentes termales, baños romanos y balnearios en el que sus hermanos y él habían pasado algunos de los mejores veranos de su infancia. Le bastaba evocar aquellas aguas sulfurosas para revivir la embriagadora sensación de protección y desahogo que asociaba a sus mejores años.

Desde entonces, Bonaparte seguía un ritual para dormir que nunca le fallaba. Se imaginaba descendiendo las escaleras de piedra de una de las piscinas romanas del balneario. Las bajaba poco a poco, notando cómo su cuerpo iba sumergiéndose en aquellas aguas serenas y cálidas. Por lo general, antes de que tocaran su garganta, ya se había dormido.

Pero los sueños son caprichosos y en aquella ocasión le tenían preparada una pequeña sorpresa.

De repente tuvo la certeza de que no estaba solo. Un suave perfume de flor de loto, embriagador y meloso como ninguno que hubiera olido antes, había devorado la pestilencia a azufre de aquellas aguas. Alguien había entrado en su santuario y lo observaba ahora desde cierta distancia.

Intimidado —estaba desnudo—, giró sobre sí mismo y descubrió que, en efecto, una muchacha joven estaba de pie al borde de la piscina.

—Vengo a curar tus heridas —dijo.

Aquella mujer era realmente hermosa. Estaba cubierta solo por una fina toga de lino que dejó caer en el suelo justo antes de sumergirse a su lado. Bonaparte se quedó atónito ante su determinación. Era como si la joven no hubiera estado más segura en su vida de lo que debía hacer. La perfección de aquel cuerpo y su audacia lo abrumaron. Incapaz de moverse, vio cómo se acercaba a él, se colocaba a su espalda y extendía sus dedos sobre su maltrecha columna. El tacto de sus yemas lo electrizó. Su pulso comenzó a saltar desbocado. De repente sintió cómo empezaba a dibujar todas y cada una de sus heridas de guerra al tiempo que una sensación de placer y alivio se adueñaba de todo su cuerpo.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Silencio.

—¿De dónde vienes?

Ella se tomó un tiempo para responder.

—Soy Isis —dijo al fin, redoblando la intensidad de la fragancia que emanaba—. Siempre he estado aquí.

Aturdido, Bonaparte reunió la escasa voluntad que aún retenía y se volvió hacia ella. La joven sofocó entonces un gemido, como si le hubiese sorprendido su reacción. «¿Es humana?», se preguntó él. Tuvo entonces ocasión de fijarse mejor en el rostro de su visitante. Todo en su óvalo era pura perfección. Su nariz redonda y pequeña, sus labios dulces y entreabiertos, y sus ojos del color de las playas aguamarinas del Mediterráneo se le grabaron a fuego en su memoria. Cuando iba a tocar sus cabellos oscuros, lisos como las dunas de Egipto, ella lo detuvo.

—He venido para avisarte —advirtió.

—¿Avisarme? —Él se encogió de hombros—. Pensé que querías sanarme.

Pero la mujer apenas reaccionó.

—Sí. Avisarte. Napoleón Bonaparte —declamó—: solo el amor habrá de salvarte.