Poco después del mediodía de aquel histórico 15 de abril, Napoleón Bonaparte tomó una decisión que iba a pasar desapercibida a sus generales pero que, de algún modo, era la única que explicaba por qué su cuerpo yacía ahora en el interior de la Gran Pirámide.
En la vida, todas nuestras elecciones están conectadas entre sí. Son ellas las que conforman la sutil tela de araña en la que habitamos. Tomar el camino de la izquierda o el de la derecha no es indiferente. Sin embargo, nuestra inteligencia es tan limitada que solo relaciona acciones y reacciones que se encadenan en un corto período de tiempo. Si compramos un cuchillo por la mañana y a media tarde nos cortamos con él, es probable que nos reprochemos el haberlo adquirido. Pero si ese mismo filo sirve para segar una vida humana cuatro meses más tarde, es improbable que sintamos remordimiento alguno. Lo habitual es que nuestra memoria haya olvidado el origen del arma y pase por alto la infinita secuencia de decisiones tomada entre su compra y su fatal servicio.
Pues bien, lo que Bonaparte estaba descubriendo dentro del sarcófago eran los eslabones de la cadena de su vida. A su modo, la pirámide le estaba hablando. Le contaba en imágenes cómo lo que hizo justo después de ganar a las tropas de Djezzar cerca del monte Tabor iba a condicionar, sin quererlo, todo su destino.
Y es que, si no hubiera dado instrucciones a su mariscal de campo para acercarse a la vecina Nazaret en lugar de regresar a Acre para continuar con el sitio de la ciudad, jamás habría terminado con sus huesos en la Gran Pirámide.
La culpa, de nuevo, la tuvo Elías Buqtur, su fiel intérprete copto. Fue él, con el rostro pálido y los ojos húmedos, quien se acercó a Bonaparte al final de la batalla del Tabor y lo empujó a su suerte.
Le temblaban las manos.
—¿Te han herido, Elías? —se preocupó Bonaparte.
—No… No, señor.
Buqtur palpó entonces los bolsillos de su blusón negro y extrajo de uno de ellos un papel que le tendió como buenamente pudo. Parecía un mensaje. Una carta.
—Es para vos.
Bonaparte lo miró sorprendido.
—Pero está escrita en árabe… —lamentó al desplegarla.
—La ha traído un mensajero durante los combates. Sus hombres me la dieron para que la tradujera.
—¿Y bien…?
—Procede de los ermitaños de las montañas, señor.
El general mudó de expresión.
—¿De los sabios azules?
Buqtur asintió.
—¿Y qué dicen? —lo apremió.
—Desean veros, señor. Aceptan hablar con vos. Nos esperan junto al pozo de Miriam, en Nazaret. Hoy.
Bonaparte expresó curiosidad.
—Dime, Elías, ¿cómo los has encontrado?
—Eso es aún más extraño, señor. —Un nuevo escalofrío le hizo temblar de arriba abajo—. Son ellos los que nos han encontrado. No yo.
—Pareces preocupado, Elías. ¿Es que temes algo?
El copto se recompuso como pudo.
—Solo temo por la salvación de mi alma, señor.
—Me refiero a esa carta. ¿Crees que pueda ser una trampa?
Elías bajó la mirada al papel que sostenía entre sus manos. Pareció tomarse un tiempo para calibrar su respuesta hasta que, al fin, respondió:
—No, señor. No estamos ante esa clase de hombres.
—Entonces, ¿por qué estás tan serio?
—Porque intuyo que va a ser una reunión importante para vos. No es muy común que el viejo de las Colinas Sagradas reciba a un extranjero. ¡No ocurre desde el tiempo de los templarios!
—Haces bien en advertirme —dijo complacido—. ¿Crees que le habrá impresionado nuestra victoria?
—Los sabios del desierto nunca juzgan por un solo acto, señor. Observan el tiempo que sea necesario, meditan toda una vida si es preciso y actúan únicamente cuando saben que ha llegado la hora de hacerlo.
—En ese caso, mi buen Elías, ese ermitaño habrá apreciado ya que el destino está de mi parte. Que tengo la estrella del triunfo conmigo. Que Egipto debe colocarse bajo mi protección… y la de Francia.
—Tal vez…
—Entonces no los hagamos esperar, ¿te parece?