Dudó. Vaya si dudó.
Ahora, tumbado en la habitación más elevada de la Gran Pirámide, Bonaparte lo veía todo mucho más claro que entonces.
Había estado desde el inicio de la primavera ante los muros de Acre, empecinado en culminar con éxito el sitio a la ciudad. De algún modo se sentía el vengador elegido por la Providencia para restaurar a los europeos la plaza que otro sultán egipcio les había arrebatado en 1291. Elías Buqtur, su intérprete, lo convenció de ello durante un paseo nocturno por el perímetro de trincheras francesas. Bonaparte lo mandó llamar al poco de haber resuelto el acertijo de Kléber. Creía que un rato de charla con su asistente le despejaría la cabeza y le ayudaría a tomar la decisión correcta.
—Reconocedlo de una vez. ¡Estáis en esta tierra sagrada por mandato divino! ¡Estabais predestinado para esta misión! —le espetó Elías en cuanto se puso al corriente de la situación, mientras miraban sus impenetrables murallas plateadas bajo la luz de una espléndida luna llena.
—Pero yo no creo en tu Dios, Elías.
—Mi Dios no es diferente del vuestro, mi señor. Solo hay uno y es de todos —añadió—. Aunque esa no es la cuestión. ¿Es que no os dais cuenta aún de dónde estamos y lo que hacéis aquí?
La voluminosa silueta del copto se balanceó ufana. La fresca brisa de las playas cercanas y el silencio del campo de batalla a esas horas habían creado una atmósfera propicia para las confidencias.
—Hace quinientos años, señor, exactamente en un mes de abril como este, eran los musulmanes los que estaban asediando Acre. Nosotros, los cristianos, nos refugiábamos dentro de esas paredes, muertos de miedo.
—¿Nosotros, dices? —ironizó Bonaparte.
—Sí. Acre era la gran fortaleza de los templarios en Tierra Santa, señor. Había muchos soldados franceses como los vuestros ahí dentro… Su derrota supuso el fin de la presencia de los caballeros templarios y de su misión.
—¡Qué sabrás tú de la misión de los templarios! —terció Bonaparte.
Su lamento hizo que la sonrisa del copto resplandeciera en la oscuridad.
—Quizá más de lo que imagináis, señor. Sé, sin ir más lejos, que aquella misión tuvo dos caras —su tono destilaba de repente una autosuficiencia que le sorprendió—. Una pública, la que todo el mundo conoce, que consistió en proteger los caminos de los peregrinos desde Europa a Jerusalén. Pero hubo otra oculta, que sin duda no se os escapa, general.
—Prosigue —lo animó—. Me diviertes. Capaz eres de enseñarme algo nuevo…
—Oh, no lo creo, señor. Desde hace casi dos mil años todos los occidentales que venís a estas tierras lo hacéis en pos de Jesús de Nazaret, de su sangre, de sus reliquias; en definitiva, de respuesta a la pregunta de cómo hizo él para vencer a la muerte y resucitar…
—¿De veras piensas que los templarios buscaban eso?
Buqtur se acarició la perilla con su mano derecha, mirando de reojo a Bonaparte.
—Vos, supongo, creéis que se instalaron aquí para buscar reliquias como el grial, la corona de espinas o el santo sudario…
—¿Y no es cierto?
—La realidad, señor, es mucho más sencilla. Pensadlo. Esas reliquias remiten simbólicamente a la sangre de Cristo. Son iconos que nos hablan de ella. Que nos recuerdan su derramamiento. Y esa sangre, a su vez, nos remite a la estirpe de la que nació Jesús. ¿Por qué creéis si no que los templarios dieron tanta importancia a la Virgen María, cuando antes nadie la veneraba siquiera? ¿Acaso no fue el ideólogo del temple, san Bernardo de Claraval, quien acuñó el término de Nuestra Señora e impulsó la construcción de catedrales en toda Europa para honrarla? Aquello no fue una ocurrencia. Formaba parte de un plan. Por eso los templarios de Bernardo recibieron el encargo de venir hasta aquí. Tenían que encontrar y proteger lo que quedara de esa sangre.
—Y aquí, en Acre, levantaron su último bastión —murmuró Bonaparte.
—Exacto, señor. El que pronto recuperaréis.
Un turbio pensamiento se cruzó entonces por su cabeza. Bonaparte ya no estaba tan seguro de eso.
—Respóndeme a una cosa, Elías.
—Lo que deseéis, señor.
—¿Encontraron los templarios lo que buscaban?
Buqtur suspiró:
—Tuvieron ayuda.
—¿De veras? —Aunque no era esa la respuesta que esperaba, Bonaparte arqueó sus cejas expectante—. ¿De quién?
—De los sabios azules.
—No los he oído nombrar jamás.
—Y no os culpo por ello, señor. Llevan una existencia muy discreta. Viven cerca del monte Tabor y, según la tradición, fue a ellos a quienes se confió el secreto de la sangre mitad divina, mitad humana de Cristo.
—¿El Tabor?
—Sí.
—Ahí es donde está ahora el general Kléber… —lamentó—. Y dime, ¿son poderosos esos sabios azules?
—Más de lo que imagináis.
—¿Y por qué eligieron un lugar tan apartado como el Tabor para instalarse?
—Es muy sencillo, señor. Ese monte se encuentra a medio camino entre Jerusalén y Egipto. Y estos sabios saben que la sangre de Dios, la que permite regresar de la muerte, llegó a la Tierra en los remotos tiempos del dios Osiris. Buscaron un lugar que fuera sagrado para ambos pueblos, y lo encontraron en el Tabor.
Bonaparte arqueó las cejas. De repente ya no le parecía tan mala idea acercarse a ese lugar…
—No pongáis esa cara, señor —dijo, ignorando lo que Bonaparte barruntaba—. Las coincidencias entre la religión cristiana y la egipcia son numerosas. Osiris y Jesús nacieron un 25 de diciembre, ambos bajo el signo de una nueva estrella. Los dos murieron traicionados por los suyos, resucitaron de la muerte en tres días y hasta tuvieron la cruz como símbolo.
—¿Y crees que se habrán aliado con Djezzar?
La pregunta de Bonaparte lo descolocó.
—¿Los sabios azules? ¿Aliados del Carnicero? ¡Eso es imposible! —reaccionó Buqtur—. Ellos odian a los musulmanes, y en especial a los turcos. Hace quinientos años ayudaron al gran maestre del Temple en Acre a resistir su asedio. A fin de cuentas, por cuanto os he dicho, prefieren entenderse con quienes admiten la resurrección de la carne que con esos bárbaros.
—Pero incluso con su ayuda los templarios fracasaron —apostilló Bonaparte.
—¡No, señor! Los templarios comprendieron que la derrota era su destino. Los sabios azules dicen que su maestre, Guillaume de Beaujeau, no merecía ser salvado. De hecho, todavía aguardan a que un gran guerrero de Occidente regrese al Tabor y los aparte de los infieles. Alguien, en fin, que se alíe con ellos, que crea en la resurrección y que admire el poder de su sangre.
Los ojos del general chispearon animados.
—¿Crees… crees que ayudarían a alguien como yo?
Buqtur asintió levemente.
—Puedo intentar que os reciban, señor.
—¡Hazlo, pues!
No hubieron terminado de decir aquello cuando el coronel Jacotin —su jefe de cartógrafos— se acercó a ellos a la carrera reclamando la presencia inmediata de Bonaparte en la tienda del Estado Mayor. Sus generales habían aprovechado aquel receso para discutir las probabilidades que tendrían de tomar Acre si dividían sus fuerzas e iban al rescate de Kléber. Ya tenían una opinión. Y Pierre Jacotin necesitaba compartirla con él cuanto antes.
—Lo cierto, general, es que no nos queda mejor opción. Debemos partir en su ayuda de inmediato.
Jacotin no era el único que pensaba así. Aunque toda la cadena de mando sabía que si descuidaban el acoso de Acre su conquista se haría imposible hasta el otoño siguiente, también reconocían que si perdían a Kléber, lo perderían todo.
—Generales: Kléber no conoce el suelo que pisa. No dispone siquiera de mapas del monte Tabor o de sus alrededores, y puede caer en una emboscada en cualquier momento —Jacotin terminó de exponer ante sus superiores aquel pronóstico.
Bonaparte lo miró con displicencia. Lo hacía siempre que alguien se dirigía a él con noticias que le desagradaban. Estaba tentado a creer que el Carnicero en persona había diseñado ese contratiempo para forzarlo a dejar el sitio.
A su lado, Bon no ocultaba su completo acuerdo con el cartógrafo.
—Ya hemos perdido demasiados hombres en esta campaña, señor —lamentó—. No podemos dejar morir a otros tres mil. Sería el fin de nuestra misión.
—¿Y qué sugerís, querido Bon? —preguntó ácido.
—Que partamos en su ayuda de inmediato.
Bonaparte se quedó meditabundo.
«Qué ironía —pensó—. ¿No fue el Tabor donde Jesús se transfiguró ante los suyos, convirtiéndose definitivamente en el líder de la cristiandad? ¿No fue allí donde vio a los profetas y le confirmaron su gloriosa misión?». Y así, con la extraña sensación de que ese nuevo requiebro del destino iba a traerle también a él importantes cambios, tomó su decisión.
Aquella madrugada Bonaparte despertó al grueso de sus tropas, movilizó la división de Bon, dispuso que ocho cañones de doce libras lo acompañaran y dio instrucciones para que la totalidad de su caballería lo escoltara hasta Djbel-el-Dahy, el valle en el que con casi toda certeza debía de haberse refugiado su querido general.
Su instinto estuvo más fino que nunca.
Cuando lo encontró, Kléber había fracasado en su intento por sorprender al Carnicero. Sus paupérrimas cartas de la región habían retardado a sus tropas. Kléber alcanzó el campamento de sus enemigos a las seis de la mañana, con el sol sobre el horizonte, y no a las dos como pretendía. Y a esa hora una marea de mamelucos, agas, jeques, beduinos y fellahin armados hasta los dientes estaban ya prestos para acabar con ellos.
«¡Va a ser como partir sandías!», gritaron al descubrirlos.
La primera visión que Bonaparte tuvo de su general fue dantesca. Sus tropas llevaban horas parapetadas en formaciones de defensa y resistían a golpe de artillería los sucesivos asaltos de los jinetes de Djezzar. Estos, en su furia, saltaban por encima de las bayonetas francesas como si les divirtiera jugar con aquellos hombres. Los mamelucos aullaban como perros, sin importarles lo más mínimo caer tras las filas enemigas y ser pasados a cuchillo. No era fácil imaginar cuántos soldados había perdido Kléber resistiendo en esas condiciones, pero a juzgar por el aspecto de sus tropas no les quedaba ya ni aliento ni demasiada munición para continuar.
—¿Cuáles son vuestras órdenes, señor?
Uno de los capitanes de artillería de la división de Bon se había acercado al montículo desde el que Bonaparte observaba el espectáculo.
—Lo primero, oficial, que todos sepan que estamos aquí… —dijo sin despegar su mirada del catalejo.
—Dispararemos una salva de aviso enseguida, señor.
—¡Nada de avisos, capitán! Tirad a matar. ¿No ve que están diezmando a nuestros hombres?
Él no podía ver nada a ojo desnudo, pero asintió:
—Así se hará, señor. ¿Y luego?
—¿Distinguís aquellas tiendas, al oeste de nuestra posición?
El hombre frunció los ojos tratando de distinguir el punto que le indicaba su superior.
—Sí, las veo —dijo en cuanto divisó una pequeña mancha multicolor semioculta tras unas matas de trigo salvaje.
—Buscad al capitán Pascal, de la caballería del general Bon, y decidle que quiero que les prenda fuego.
El silencio del capitán hizo que Bonaparte apartara el catalejo del rostro.
—¡Es el campamento enemigo! —le aclaró con desgana—. Cumplid las órdenes. ¡Ya!
Lo siguiente que hizo Bonaparte en aquella jornada fue dividir a sus hombres en dos contingentes separados por unos ochocientos metros. Preparó su maniobra con celeridad y al cabo de veinte minutos la punta de sus columnas se dejó ver por los flancos de la colina que los protegía, sumiendo a los hombres de Djezzar en el desconcierto. Sus chillidos cesaron de golpe. Casi todos enmudecieron al escuchar los primeros cañonazos. Y su algarabía de hienas hambrientas pronto fue reemplazada por el alborozo de las tropas de Kléber. «¡El pequeño cabo[3] ha venido a salvarnos!», corearon.
Ni que decir tiene que la suerte de la batalla cambió a partir de ese momento.
Los mosquetes de ambos bandos no tardaron en atronar el valle. Enseguida se vio cuál de las fuerzas enfrentadas estaba más preparada para aquella clase de combate. Mientras los otomanos disparaban cada uno cuando podía, los disparos de las fuerzas de Kléber y las de Napoleón se sincronizaron en tandas que barrían filas enteras del adversario. Sin embargo, el verdadero punto de inflexión se produjo cuando al cabo de una hora de tiroteo una densa columna de humo se levantó al oeste del campo de batalla.
Fue como si, al verla, la furia animal de los hombres de Djezzar se consumiera de repente.
Los jinetes turcos que hasta hacía un instante se preparaban para el asalto definitivo a Kléber comenzaron a merodear sin saber muy bien qué hacer. Se les veía nerviosos. Inseguros.
¡Su campamento estaba en llamas!
¡Ardía la casa de Djezzar!
Y la duda sobre las verdaderas dimensiones del ejército francés sofocó su coraje.
A partir de ese requiebro los turcos lo perdieron todo: trescientos camellos de botín de guerra, más de mil tiendas incendiadas, depósitos de pólvora y agua hechos añicos por la artillería gala y unos quinientos prisioneros capturados en menos de dos horas desarmaron al pachá Ahmed, que ordenó la retirada inmediata.
El triunfo francés fue total. Durante las dos jornadas siguientes, cientos de cadáveres mutilados, vestidos con sus magníficas sedas de Damasco y sus pertenencias de oro y marfil cosidas a ellas, aparecieron junto a pozos, puentes, las orillas del Jordán y casi cualquier rincón del valle de Jezreel.
Jezreel —lo sabría después Bonaparte— significa «Dios siembra». Y, efectivamente, algo había sembrado en ese lugar.
La muerte.