Acre, primavera de 1799
Paul Battista, un joven dragón de veintidós años con ojos de búho, entró en la tienda de Napoleón Bonaparte escoltado por el capitán de la guardia. Era el hombre que le habían enviado desde el frente del monte Tabor. Estaba sudoroso y agotado, y aunque a duras penas podía tenerse en pie se le veía ansioso por cumplir con sus órdenes…
—Señor —se excusó el oficial al cuadrarse frente a Bonaparte—. Este soldado acaba de llegar. Trae un mensaje urgente del general Kléber para vos.
El pobre Battista dio un paso al frente. Jamás había visto al comandante en jefe de las fuerzas de ocupación francesas. Y en aquellas circunstancias Bonaparte debió de parecerle un héroe de la Ilíada. Su barba sin afeitar, su camisa abierta hasta el plexo solar y cierto aire de ausencia en su gesto completaban el retrato de su líder. No era mayor que él, pero aquella juventud, pensó, acogía a un alma muy vieja.
—Gracias, capitán —respondió a su oficial—. Dejadnos solos.
—Mi señor… —murmuró el dragón mientras le tendía el sobre que custodiaba—. Es un mensaje cifrado.
—Ya lo veo, soldado. Kléber cifra todos sus mensajes al puesto de mando y, por lo general, son muy escuetos. Decidme, ¿cómo está él? ¿Y nuestras tropas?
Un ligero temblor sacudió la mano del joven antes de soltar el sobre.
—¿No respondéis? —insistió Bonaparte.
El muchacho tragó saliva.
—La situación es delicada, señor. Nuestro enemigo es muy numeroso. El general Kléber ha dicho que nos espera una batalla desigual. ¡Son diecisiete contra uno, señor! —dijo angustiado.
El general ni se inmutó.
—¿Se han iniciado ya los combates?
—No cuando yo partí. —Volvió a tragar saliva—. Pero quizá hoy, al amanecer…
—¿Y tienen miedo nuestras fuerzas?
El soldado bajó la mirada. No era fácil responder a una pregunta como aquella a Napoleón Bonaparte.
—Entiendo… —se adelantó él—. Habéis cumplido bien vuestra misión, soldado. Que os den algo de comer y os enseñen dónde descansar.
—A sus órdenes.
—¡Ah! Al salir, decidle al oficial que os ha acompañado que deseo ver al general Bon de inmediato.
—Sí, señor.
La partida del joven dragón dejó meditabundo durante un buen rato a Bonaparte. No era una buena noticia que Kléber se sintiera inferior a Djezzar, pero lo era menos que no hubiera podido distraer el miedo en su tropa. ¿No habían demostrado ya su superioridad estratégica sobre los mamelucos? ¿Acaso no los habían humillado en la batalla de las pirámides, hacía casi un año, gracias a su artillería ligera? Bonaparte chascó la lengua. Si era miedo lo que iba a encontrar en el mensaje de Kléber, no iba a gustarle nada. Aunque ¿qué otra razón lo habría llevado a enviarle una misiva por el conducto de máxima urgencia?
Pensativo, acarició el sobre no sin antes echar un vistazo a la cesta de mimbre que lo acompañaba. Su contenido le resultó… peculiar: tres huevos blancos de gallina, cocidos, descansaban sobre un lecho de juncos frescos.
«Kléber —recordó con fastidio— adora los acertijos».
Lo que protegía el sobre resultó ser no menos enigmático. Un naipe. Un as de una baraja que no conocía, que mostraba una figura de inspiración egipcia. No lo acompañaba ni una maldita línea. Nada. Cosas del celo encriptador de su general.
El naipe en cuestión presentaba los bordes desgastados por un uso frecuente y mostraba la efigie de un faraón que levantaba su capa con el brazo izquierdo. Si se miraba con detenimiento, tras ella podía verse flamear un pequeño candil. Una inscripción grabada a sus pies decía en perfecto francés:
IX. Le lampe voilée
«La lámpara velada».
En ese instante el general Louis André Bon entró en la tienda. Sus cien kilos de humanidad se tensaron marciales al saludar a su superior. Por toda respuesta Bonaparte le tendió aquella carta.
El inmenso oficial, puesto al corriente del extraño envío del general Kléber desde el desierto, la observó sin saber qué decir.
—¿Y bien? ¿Entendéis algo de esto, general Bon?
Este se encogió de hombros. Bonaparte prosiguió:
—La obsesión de Kléber por la seguridad de sus mensajes me hace perder un tiempo precioso. Ya lo conocéis.
—Verbum vincet, señor…
Bonaparte lo detuvo.
—«La palabra vence». Exacto. Es el lema de nuestros criptógrafos. Pero en este mensaje no hay palabras, Bon.
—¿Entonces…?
—¡Oh! ¡Kléber lo ha hecho otras veces! ¿Sabíais que en Francia llegó a rapar al cero a uno de sus hombres, un sordomudo, escribió sobre su cabeza un fragmento de la Historia de Heródoto, y dejó que le creciera el pelo antes de enviármelo para poner a prueba mi ingenio? ¡Le encanta esconder sus mensajes!
—¿Y por qué habéis mandado llamarme, señor?
—General Bon: este mensaje me supera. No parece que vaya a ser fácil descifrar esa maldita carta —se lamentó—. Aquí solo hay un naipe y unos huevos. ¡Nada más!
—Pues no veo cómo puedo yo ayudaros en esto, mi señor… —vaciló, devolviéndole aquella extraña cartulina.
—¡Vamos, Bon! Conocéis tan bien como yo a Kléber. Compartisteis estudios en la academia. Sois masón como él. Pertenecéis a su mismo Taller y sabéis mejor que nadie de su gusto por los símbolos. Por eso os he mandado venir. Quizá haya algo en ese mensaje que para un frater de vuestra sagacidad resulte obvio y que a mí se me haya pasado por alto.
—No os burléis de mí, señor… —protestó—. Todo el mundo sabe que despreciáis a los masones.
—¡No me burlo, Bon! Me urge vuestro consejo.
Aquella repentina necesidad de Napoleón Bonaparte le insufló cierta seguridad.
—Estoy a vuestras órdenes, señor… Veamos. ¿Puedo ver de nuevo esa carta?
—Claro.
Bon deslizó entonces la pequeña tarjeta entre sus dedos regordetes, como si sus yemas pudieran ver lo que los ojos no alcanzaban a mostrarle.
—Es un arcano de tarot —sentenció.
—¿De tarot? —Bonaparte arqueó las cejas—. ¿Una baraja de adivinación? ¿Estáis seguro? Nunca he visto un tarot así.
—Kléber los adora, creedme.
Louis André Bon susurró su última frase sin levantar la mirada de aquella imagen.
—¿Sabéis? —añadió—. Durante nuestra travesía hacia Egipto, Kléber y yo pasamos algún tiempo en la cubierta del L’Orient[2] conversando sobre infinidad de temas. Uno de sus preferidos fue el de las diferentes clases de tarots que existen. Vuestro general es todo un experto. ¡Y debe de ser cliente de la mitad de las brujas de París!
—Ya… —Bonaparte se tensó—. ¿Y os habló alguna vez de un tarot como ese? ¿Egipcio?
Bon se rascó la barbilla.
—Sí, señor. Es el que utilizamos en nuestro Taller para comunicarnos. Aunque en realidad es de diseño francés.
—¿De veras? ¿Y por qué me envía una de esas cartas a mí, si no soy uno de sus «hermanos»?
—Vos no. Sois tozudo y, por desgracia, nunca habéis aceptado su invitación. Pero casi todos los generales de vuestro Estado Mayor sí lo son. —Sonrió.
—Está bien… —Resopló impaciente—. Entonces, si este es uno de vuestros juegos, decidme de una vez qué diablos significa esta carta.
Bon se quedó un instante más como hipnotizado por el dibujo del naipe.
—No es tan fácil, señor… —susurró al fin, mirando la cesta de los huevos de reojo—. Los símbolos varían de significado según el contexto en el que se empleen. Y aunque os parezca extraño, quizá no sea conveniente adentrarse por vericuetos esotéricos para resolver este. Antes que masones somos militares. Y esto es un mensaje de guerra encriptado, señor. El naipe tiene que ser la clave para descifrarlo.
—¡Hacedlo entonces!
—El código ha de ser simple —ignoró su apremio—. Creo, señor, que si Kléber os lo ha enviado es porque literalmente os invita a levantar alguna clase de velo. ¿Lo veis? Como hace el faraón del naipe. Quizá si supiéramos a qué se refiere esa metáfora, entonces…
—¡No tenemos tiempo para juegos de masones, Bon! —lo atajó Bonaparte.
—Calmaos, por favor. Si Kléber os envía un mensaje así y sabe que no leéis jeroglíficos ni pertenecéis a su Taller, la solución debe de ser mucho más sencilla…
Bonaparte se tragó su mal genio.
—Bien. Entonces, ¿qué proponéis? —rezongó.
Bon levantó entonces Le lampe voilée para que él también pudiera verla en detalle.
—Veamos si seguís mi argumento, señor: el hombre de la carta parece un anciano…
—Por la barba, sí.
—Y los ancianos son el símbolo universal de la sabiduría, ¿no es cierto?
—Continuad.
—Este sujeta una linterna que oculta con su manto en señal de discreción… Y además, la carta presenta dos símbolos astrológicos clarísimos grabados en la parte superior del dibujo.
—¿Símbolos astrológicos?
Bonaparte, esta vez sí, se acercó al naipe.
—En efecto, señor. Uno es el signo de Leo, ¿lo veis?, el quinto del zodiaco, y es sin duda una clara alusión a vuecencia y vuestro signo natal. El otro corresponde a Júpiter, el dios de las virtudes del juicio y de la voluntad. Otro símbolo que se os ajusta como un guante, si me lo permitís.
—¿Y a dónde nos conduce esto, Bon?
El orondo oficial no prestó atención a la nueva queja de Bonaparte, que le daba ya la espalda. De repente Bon, que perlaba ya de sudor su frente, había visto algo.
—Señor… ¡Fijaos!
Bonaparte se giró en seco al detectar alborozo en su llamada. Bon había tenido una iluminación brusca.
—¿Y si esto, señor, no fuera sino una especie de libro de instrucciones… para descifrar eso? —dijo señalando la cesta de huevos.
Bonaparte sacudió la cabeza sin comprender. Su interlocutor no se desalentó. Al contrario. Su voz se excitó aún más:
—¿Y si lo que debe hacer vuecencia fuera tan sencillo como acercar la luz a la capa? ¿Y si esta carta y ese regalo tuvieran que relacionarse exactamente como dicen los elementos del naipe?
La insinuación de Bon iluminó el rostro de Bonaparte de golpe.
—¡Pues claro! —aplaudió—. ¡Sois un genio!
Y abalanzándose sobre la cesta, ordenó a Bon que le acercara una lámpara con la que mirar los huevos al trasluz.
—¡Daos prisa!
La auscultación fue muy rápida.
Los dos primeros no le llamaron la atención.
Sus cáscaras blancas y perfectas dejaban intuir la masa compacta de la clara solidificada sin mostrar nada de particular.
El último, sin embargo, resultó diferente. Dejaba entrever una serie de manchas oscuras, pequeñas y rectas, que parecían dispuestas en hileras.
—¡Qué astuto es Kléber! —bramó Bonaparte—. ¡Aquí está el mensaje!
Napoleón peló impaciente el huevo, poniendo al descubierto el truco. Sobre la clara hervida, grabado con total nitidez, apareció un agónico ultimátum:
No hay elección, general Bonaparte —pudieron leer sorprendidos de lo ingenuo del ardid—. Al amanecer atacaremos al pachá de Damasco. Si no enviáis tropas de refuerzo, confiaremos en Dios para que nos asista en la batalla.
Hubo un instante de silencio. Después, Bonaparte buscó los pequeños ojos de Bon. Pero este, sin saber qué decir, apenas acertó a balbucear algo relativo a la antigua solución de tinta, alumbre y vinagre que permite a una frase escrita sobre la cáscara de un huevo penetrar hasta la albúmina y grabarse en ella. «Afuera no deja marcas», añadió como si en ese momento importara algo su explicación.
—¿No os dais cuenta de lo que dice este mensaje? —lo atajó Bonaparte sin haber escuchado una palabra de Bon—. ¡Es un suicidio! ¡Kléber va a matarse!
Y por primera vez, «el invencible» sintió algo parecido al miedo.
Si los turcos segaban la vida del altivo Jean-Baptiste, sabía que se evaporarían sus posibilidades de culminar su invasión de Egipto. A cuarenta mil mamelucos embravecidos por una victoria así no habría quien los detuviera.
La cuestión era: ¿debía abandonar el asedio de Acre para socorrer a su general? ¿Le quedaba, acaso, otra alternativa?