Gran Pirámide, meseta de Giza
Bonaparte —¡extraño privilegio!— había contemplado aquella escena como si estuviera sucediendo de nuevo. Ahora le sorprendía no haber vuelto a pensar en el jinete de Kléber ni en aquel regalo. Pero, en cambio, echado cuan largo era en el sarcófago de piedra de la Gran Pirámide, sentía admiración por el fenómeno que estaba experimentando. La voluntad que le había concedido el permiso de verlo todo, de olerlo y sentirlo con una claridad que ni siquiera tuvo en vida, debía ser muy poderosa. Con atributos que iban mucho más allá de lo humano.
Pese al tiempo que llevaba inmóvil, Bonaparte se sentía realmente bien. Fuerte. Pletórico. Consciente de que muy pocos hombres habían gozado de la clase de visión que se le estaba brindando.
Y, hambriento de nuevas dádivas, se entregó a aquella sensación.
«¡Sigue hablándome, pirámide!».