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Nazaret, primavera de 1799

Ya estaba allí. Ahora podía verlo todo. ¡Todo!

El general Jean-Baptiste Kléber acababa de dar la orden a sus hombres de detenerse y recuperar fuerzas. Bonaparte podía distinguir la escena con claridad. De repente comprendió que su mente lo había arrastrado a la noche del sábado 13 de abril, justo cuando sus ejércitos estaban a las puertas de Nazaret. Pero ahora también era consciente de que el instinto estaba advirtiendo a Kléber que su enemigo lo observaba a corta distancia y que no tardaría en atacar.

«¿Qué clase de hechizo es este?», se preguntó.

Bonaparte sabía que él no había estado con su general favorito en esa precisa jornada y, sin embargo, la imagen de sus tropas surgía inequívoca desde lo más profundo de su ser. Los vio devorar sus escasas provisiones de galletas y agua y maldecirlo por haberlos enviado a una muerte tan atroz como la que dispensa el desierto. De repente, fue capaz de sentir la angustia de Kléber. Su miedo. E incluso su profunda frustración por no haberlo podido reclutar para el club de oficiales masones al que pertenecía. Quizá por eso Kléber se creía tan solo en su desgracia. Bonaparte —el hombre del que dependía su destino— no era «de los suyos». No daría su vida por un miembro de su fraternidad. Desanimado, su orgulloso lugarteniente había estado vigilando las nubes de polvo que se levantaban en las colinas cercanas, convencido de que procedían de patrullas mamelucas que lo vigilaban de cerca. Presentía lo peor. Había caído en una trampa.

Sus adversarios eran gentes aclimatadas a aquel entorno hostil, hombres huidizos y poco marciales, difíciles de interceptar para un ejército formal como el francés. Y Kléber sospechaba, además, que entre ellos estaba el hombre que buscaba su ruina; un personaje feroz, obsesivo, un viejo depredador al que todos llamaban el Carnicero y cuya sola mención causaba pavor en sus filas.

Pronto recibió la confirmación que temía. A unos kilómetros al sur, cerca del monte Tabor, se había instalado una marea de cuarenta mil turcos. Más de la mitad eran jinetes bien armados. Sus fuerzas multiplicaban por ocho las suyas. Disponían de pólvora y munición suficientes, así como de una masa ingente de campesinos provistos de palos y aperos de labranza afilados, sedientos de botín. El general Kléber hizo entonces exactamente lo que Bonaparte hubiera esperado de él. Evaluó sus posibilidades, omitió los detalles que hubieran desmoralizado a su tropa y decidió jugárselo todo a la única baza que podía jugar: el factor sorpresa.

Esa jornada dividió sus cinco mil efectivos en tres partes iguales. A la izquierda de la marcha situó a la septuagésima quinta semibrigada del general Verdier y con ella formó un cuadrado de soldados dentro del cual dispuso a los científicos que iban con ellos y a las provisiones, y ordenó al general Junot que acomodara la misma geometría en el flanco derecho de su marcha.

—Si queremos vencer, debemos alcanzar el grueso de las tropas enemigas antes del amanecer —les advirtió al iniciar su marcha—. Esos bárbaros no imaginan que podamos atacarlos esta misma noche y eso los desorientará.

En las horas que siguieron, mientras fusileros y jinetes avanzaban bajo la luz de la luna, sus observadores le trajeron una noticia preocupante tras otra. La peor fue la confirmación de que el pachá Ahmed en persona estaba al frente del ejército enemigo, rabioso, impaciente de lanzarse contra ellos. «A ese pachá, señor, todos lo llaman Djezzar —le informaron—. Y Djezzar significa “carnicero”».

Para complicar todavía más las cosas, aquel ejército tenía una reputación pésima: formaban una masa desorganizada y cruel, nunca aceptaban una rendición, y si en alguna campaña capturaban prisioneros, terminaban vejándolos hasta matarlos. Los relatos sobre la suerte que había corrido la pequeña comunidad cristiana de Beirut años atrás circulaban como el vino entre los franceses. Decían que el Carnicero mandó emparedarlos vivos a todos dejando únicamente visibles sus cabezas. Hombres, ancianos, mujeres y niños libaneses agonizaron hasta morir en medio de terribles calambres, deshidratados y hambrientos, solo para divertirlo. Y en eso fue magnánimo. Lo acostumbrado era que sus hombres violaran y mutilaran a los cautivos antes de cortarles la cabeza. Rara vez indultaba a alguno y nunca por piedad. Lo hacía a sabiendas de que, una vez de regreso entre los suyos, desmoralizaría a sus enemigos. Sin ir más lejos, un muchacho de Lyon liberado días atrás cerca de Nazaret, con los brazos cortados y un solo ojo, contó cómo había sido sodomizado por sus carceleros y obligado a presenciar la ejecución de sus camaradas. A toda su unidad —explicó— la ataron de pies y manos entre sus propios caballos y la despedazaron.

Cuánto despreciaba Kléber esa clase de historias. «¡Son propaganda!», lamentaba. Él era un militar de carrera. Un técnico de la guerra. Un estratega. Por eso prefería concentrarse en sus cálculos. El último, por cierto, acababa de arrojarle un resultado descorazonador: en esa batalla, sus tropas iban a tocar a diecisiete mamelucos por hombre.

Abrumado, aquella noche se reafirmó en una de las decisiones más difíciles de su carrera. Jean-Baptiste Kléber ordenó la reagrupación de sus tropas y se preparó para atacar a los ejércitos de Damasco por sorpresa. Pero alrededor de la hora bruja, antes de comenzar la marcha hacia el monte Tabor, llamó a su mariscal y le confió un sobre lacrado que debía hacer llegar al general Bonaparte. Su jinete tendría que recorrer los inciertos cincuenta kilómetros que los separaban de Acre y entregar en mano aquella misiva. La carta iba acompañada de un presente que al jefe de la guardia —cuando lo recibió— le hizo arquear las cejas de estupefacción.

Pero órdenes eran órdenes.