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Gran Pirámide, meseta de Giza

¿Tienen memoria las piedras? ¿Y discernimiento? Y en caso afirmativo, ¿podrían llegar a comunicarse con los humanos?

«Debo estar perdiendo el juicio».

El lamento de Napoleón Bonaparte, recostado aún en el sarcófago de granito de la Cámara del Rey de la Gran Pirámide, se lo tragó la tiniebla. El general ya había dejado de luchar por salir de allí y trataba de concentrar sus escasas fuerzas en la extraña orden de «vaciar su alma» que había recibido de su intérprete. Pero en vez de alcanzar lo que creía que iba a ser un estado progresivo de ensimismamiento, una tranquilidad de espíritu que le permitiera afrontar la prueba, su cabeza estalló en imágenes y sensaciones de una extraordinaria viveza.

«¿Qué quieres decirme, pirámide?».

El hecho de dirigirse al lugar como si fuera una criatura inteligente ni siquiera le sorprendió.

«¡Habla de una vez!».

Bonaparte llevaba más de una hora tendido en aquel ataúd de piedra. Su conciencia no recibía ya señales de sus músculos ni se quejaba por la frialdad del receptáculo. Su identidad, así de simple, estaba en otra parte. O aún mejor, en otro tiempo. De hecho, que todo lo que su ser era capaz de procesar mirara a un momento concreto de su campaña egipcia lo tenía impresionado. Lo único que lograba visualizar eran imágenes de cuatro meses atrás. Como si su memoria, tozuda, hubiera decidido prescindir del presente y acampara en los recuerdos de la pasada primavera.

«¡Habla, pirámide! ¡Te escucho!».

Era como si, de algún modo, fuera voluntad del lugar servirle de espejo. Pero tampoco era exactamente su reflejo lo que recibía. Sentía que ecos de hechos conectados con él, con su destino, le eran mostrados por algo o alguien que parecía disponer de un conocimiento supremo de todo.

«¿Se vacía así el alma?».

Bonaparte no supo resistirse. Y aunque al principio interpretó que aquel caudal de sensaciones no era sino una reacción fisiológica al silencio y la oscuridad, enseguida desestimó esa idea. Aquellas imágenes tenían fecha, hora, incluso lugar, y daban la impresión de ser inmutables, como si hubieran sido extraídas de un libro donde nadie pudiera alterarlas. Sabido es que la memoria humana no se comporta de ese modo. Pero sí. Aquello, sin duda, eran páginas de su vida que una voluntad superior estaba poniendo ante los ojos de su mente.

Y Bonaparte, claro, se puso en guardia.

«¿Puede una vieja pirámide causar semejante efecto sobre un ser humano?».

Ya se lo había advertido Buqtur: era inútil resistirse al monumento. Este lo guiaría por donde quisiera.

Y él no lo creyó… hasta que empezó a ver aquello.

Un enjuto personaje con el uniforme de oficial francés, vestido con pantalón de punto y chaqueta de paño azul con bolsillos abiertos, levita del mismo color y charreteras bordadas con una franja de hilos de oro y seda, merodeaba alrededor de una mesa llena de mapas. El hombre gesticulaba para hacerse entender por otros dos oficiales que estaban en posición de firmes tras él.

—Jamás tomaremos Acre si no logramos hacer salir al enemigo de sus murallas… —lo oyó quejarse.

Los oficiales que tenía enfrente, dos generales de división, permanecieron en silencio.

—¿No lo comprendéis? —los increpó—. ¡Las brechas abiertas por nuestra artillería no son suficientes!

Había algo que le resultaba familiar en aquel individuo. Su modo de caminar, su mentón poderoso, sus pómulos sobresalientes, su genio… Tardó, pero cuando al fin Bonaparte lo identificó, le invadió un extraño gozo: en realidad conocía muy bien a aquel sujeto.

Era él.

¡Estaba viéndose a sí mismo!

Aquello le causó una impresión extraordinaria. De repente intuyó que podría contemplar su vida casi como lo haría Dios. O como si estuviera muerto y su vida se le mostrara para poder juzgar las bondades de su alma.

«… ¿Muerto?».

El funesto pensamiento lo enervó.

«¡Estoy vivo!», se recordó.

«Me han llevado a la Gran Pirámide a superar una prueba de valor.

»Debo vaciar mi alma…

»Vaciarme.

»Eso es todo».

Por un momento Bonaparte tuvo la impresión de estar en el interior de una matriz. Un vientre húmedo en el que la piedra había dado paso a una membrana carnosa y acogedora. Y algo más calmado, el general permaneció quieto, entregado a lo que tuviera que pasar.

De algún modo, era como si la propia pirámide hubiera decidido hablarle a su modo. Como si lo invitara a revivir la primavera anterior.

¿Por qué no dejarse llevar?