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—¡Dios mío! ¿Has oído eso?

El rostro sereno de Nadia se había descompuesto al escuchar los planes de su amo.

«¡Omar ha profanado la tumba de Amenhotep!».

—El momento ha llegado, Fátima —bisbiseó sin poder soltar las cortinas. Y una certeza surgida de lo más profundo de su ser se adueñó de la Perfecta—. Debes ir en busca de los nuestros. ¡Enseguida!

La joven comprendió al momento que su prima hablaba muy en serio. Y una intensa desazón le abrazó el estómago.

—¿A Edfú? —murmuró, sabiendo exactamente lo que se requería de ella.

Nadia asintió.

—Toma un caballo río arriba. Sigue siempre la orilla. No te perderás.

Por suerte, Fátima sabía exactamente lo que debía hacer. De algún modo también había sido entrenada para ello. Ambas muchachas llevaban años intercambiándose cartas en secreto con los únicos parientes vivos que les quedaban en aquel remoto poblado del sur de Egipto, a unos cien kilómetros de allí. Habían mantenido una correspondencia escasa pero siempre alentadora con ellos. Sus familiares —los últimos hombres libres del clan de los Ben Rashid— alimentaron la esperanza de su rescate y, con discreción, les habían dado cuanto habían podido. Comida, dinero, ropa… Lo preciso para que su cautiverio fuera lo más llevadero posible. Aunque aquella ayuda nunca fue gratis. A cambio las jóvenes habían sido instruidas para dar la alarma el día en el que su nuevo señor cruzara el umbral de cierto lugar de la orilla oeste. La tumba del gran Amenhotep. Su más noble antepasado. El primer eslabón de una cadena familiar que tenía ya más de tres mil años. Ellas eran, pues, una especie de «caballos de Troya» instalados en la casa de su peor enemigo, un saqueador de tumbas sediento de tesoros y conocimiento, y adiestradas para reaccionar ante esa precisa circunstancia.

«Es de vital importancia que nos alertéis de esa profanación, si se produce —insistían aquellas notas una y otra vez—. Si lo hacéis, todos nuestros sacrificios, los vuestros, habrán valido la pena. Os darán la libertad».

—¿Y tú, Nadia? ¿Qué vas a hacer?

La vocecita de Fátima sonó más preocupada que nunca. La Perfecta se apartó de las cortinas y, mientras meditaba su respuesta, comenzó a rebuscar en un viejo arcón de ropa algo que dar a su prima para el viaje. El cuartucho en el que pasaban las horas esperando a que Yusuf las llamara para bailar la oprimía como si fuera una celda de castigo.

—Seguiré a Omar hasta el templo —sentenció.

—¿Qué? ¡No puedes hacer eso!

—No tengo elección, Fátima. No alcanzarás Edfú hasta el amanecer, y cuando nuestra familia llegue aquí querrá saber qué le ha contado Omar a los franceses.

—Pero ¡la ciudad está llena de controles! ¡Hay toque de queda! Si los franceses te detienen, Omar sabrá que lo has estado espiando.

—Correré ese riesgo. ¡Tú vete!

Los controles eran, en realidad, la menor de las preocupaciones de la Perfecta. Desde que las tropas del general Desaix desembarcaran ocho meses atrás en la antigua Tebas, se había familiarizado con ellos. Casi siempre eran pequeños retenes cuya misión consistía en proteger —ahora sabía por qué— los convoyes de civiles como Jollois y De Villiers, enviados para la exploración del Valle de los Reyes y las ruinas cercanas. No obstante, su presencia apenas lograba cubrir los caminos principales. Los extranjeros eran torpes en el control de los laberínticos callejones de Luxor y con un poco de suerte alcanzaría las ruinas del templo sin contratiempos… Salvo, claro, que Omar Zalim —un hombre de un instinto fino como pocos— intuyera que lo seguían.

Un desagradable estertor las sacó de aquellas cavilaciones.

Procedía del café.

Enseguida supieron que algo malo estaba pasando y Nadia corrió a asomarse de nuevo.

Lo que vio le dejó sin habla.

Al fondo del local, justo donde había visto a Omar por última vez, el cuerpo de Ibrahim yacía sobre el suelo. Un pequeño semicírculo de hombres lo contemplaban como pasmarotes, sin atreverse a socorrerlo. El anciano se había derrumbado sobre una bandeja de alimentos y su cuerpo formaba un ángulo irreal. Tenía las manos agarradas a la garganta y el rostro —que desde su posición era difícil de distinguir— parecía amoratado. El extraño gorjeo que emitía era agónico y causó una impresión terrible en la muchacha.

Omar se había dirigido a la puerta de entrada y desde allí lo descubrió lanzando una última mirada, intensa, a quien hasta hace un instante había estado hablando con él.

—¡Por favor, Omar! ¡Suéltame! —suplicaba aquel hombre entre espasmos.

A Nadia le costó comprender.

Ibrahim tenía los ojos desorbitados y la cara se le oscurecía por momentos.

—¿Qué pasa? ¿Qué ves? —inquirió Fátima mientras terminaba de atar a toda prisa el hatillo con ropa de abrigo y algo de comida con el que pensaba salir hacia Edfú.

En ese instante, Omar hizo un giro brusco con la cabeza y, en el acto, como si los uniera una cuerda invisible que atravesara los cuatro metros que separaban a ambos hombres, el cuello de Ibrahim crujió.

—Esta noche voy a hablar de vida —susurró Omar, satisfecho al ver el cuerpo de Ibrahim roto, con la vena de su sien izquierda más dilatada que nunca—. Por eso el orden cósmico reclama una muerte. La tuya.

Y levantando los ojos, ahora encendidos por alguna clase de fuerza interior desconocida, fue a cruzarlos con los de Nadia, que lo miraba aturdida detrás de las cortinas.

—Esto es Maat. A todos nos afecta —sentenció.

La Perfecta casi se cayó de espaldas al sentir el impacto de aquella mirada. Por un instante creyó que el poderoso gesto de su amo le había helado el corazón.

—¡Vete, Fátima! —reaccionó desde el suelo, horrorizada—. ¡Rápido!

Y su prima, sin pensárselo, desapareció rumbo a las caballerizas del eunuco Yusuf.

Sí. Las habían entrenado justo para ese momento.