3

Luxor, setenta y dos horas antes

—¡Por las barbas del profeta! ¿Qué hacéis ahí parados, imbéciles?

El temible vozarrón de Omar Zalim restalló en la cargada atmósfera del café de Yusuf como si fuera un látigo. El lugar estaba a rebosar.

—¡Vamos! —insistió subido a una mesa, ondeando sus brazos en dirección a un grupo de bandejas llenas de frutas y guisos especiados—. ¡Reíd! ¡Comed todos! ¡Fumad! ¡Hoy tengo una cita importante!

Sus hombres se cruzaron miradas, atónitos. Hacía mucho que aquellos fellahin no lo veían así de espléndido. Sin venir a cuento, aquella tarde el mayor de los Zalim los había sacado de las remotas tumbas en las que los tenía rastrillando y los había llevado a comer y beber al mejor local de la ciudad. Aquella actitud era tan nueva como sorprendente para la mayoría de los campesinos a sueldo del señor de la ciudad. Sabían que Omar estaba lejos de ser un líder complaciente. Más bien al contrario. Había construido su reputación sobre el miedo; un temor que enraizaba en su poderoso aspecto físico —era un gigante de músculos torneados y piel escarificada—, y en las extendidas supersticiones entorno a su estirpe. Hijo, nieto y bisnieto de un clan de antiguos hechiceros, Omar era el único en todo Luxor que se atrevía a entrar en los enterramientos de los viejos faraones y saquearlos sin temor a los espíritus. Pero también era una suerte de líder espiritual. De guía del sendero oscuro. A menudo decía que salir indemne de los inframundos tallados en roca de la orilla oeste requería del dominio del Maat. Todo el funcionamiento del universo, según él, estaba resumido en esa milenaria palabra egipcia: equilibrio. Cuando estaba de buenas, no tardaba en predicar que no puede haber vida sin muerte. O noche sin día. O primavera sin invierno. Y que si él robaba el ajuar a un difunto, su dominio del Maat lo obligaba a emplear una parte de los beneficios en salvar de la muerte a algún enfermo. O que si tomaba la decisión de ayudar a un amigo, también debía aprestarse a dar muerte a un enemigo. Sus actos podían parecer siniestros a los que no lo trataban, pero obedecían a un particular y milenario sentido de la justicia.

Así pues, si Omar había decidido esa tarde convocar una fiesta para celebrar una cita, sin duda tenía que tratarse de algo importante. De una nueva expresión de ese misterioso concepto que manejaba a su antojo.

El caso es que, a sabiendas de esa fe, por primera vez desde que las tropas del general Desaix tomaran los accesos a las zonas arqueológicas y empezaran a echar a perder su negocio, los sucios y temibles hombres que tenía bajo sus órdenes se dejaron conducir al jolgorio.

—¡Ya está! ¡Ya sé qué te pasa, Omar! —gritó uno de ellos desde el fondo del café, mientras aspiraba el humo de una pipa cargada de hachís. En su mirada había una nada disimulada lascivia—. ¡Te espera una mujer! —Soltó una carcajada.

—¡Pues debe de ser una diosa! —coreó un segundo.

Y un tercero, aún más animado:

—Sí. ¡Es eso! ¡Fijaos en él! ¡Se le ve tan impaciente!

La concurrencia prorrumpió en una sonora risotada.

El líder, lejos de ofenderse, sonrió llevándose un puñado de uvas a la boca.

La noche no podía empezar mejor.

Una sobredosis de vulgaridad precedería a la descarga de elevación que todo su ser presentía que estaba a punto de llegar. «Practicar la equidad, equilibrar los opuestos, es el único modo de mantener el control del universo», se dijo.

Eso era Maat.

Unos pasos por detrás de aquella algarabía, Yusuf, el posadero, no se dio cuenta de que, parapetadas al otro lado de unas cortinas de cuerda, dos muchachas se habían asomado atraídas por el ruido. Una era la frágil y hermosa Nadia ben Rashid, la flor de aquel tugurio, a quien todos llamaban la Perfecta. La otra, una jovencita algo menor que ella, de unos quince años y mirada inocente, era su prima Fátima. Ambas llevaban un tiempo sirviendo como bailarinas a Yusuf, aunque tenían claro que solo estaban allí en préstamo. En realidad, como casi todo lo que tenía algún valor en Luxor, también ellas eran propiedad de Omar.

—¿Qué pasa hoy? —susurró Fátima, temerosa de que las descubrieran fisgoneando.

—No lo sé —le respondió la Perfecta en el mismo tono, tratando de sobreponerse al murmullo y al grupo de panderos que dudaban si arrancar con la música o no, pero que llenaban la atmósfera de «tum tum» arrítmicos—. Omar parece muy animado.

—Eso es bueno…

—¿Tú crees?

—Sí. Míralo —dijo señalando hacia la mesa sobre la que se había encaramado—. Está pletórico.

—Tú, por si acaso, no lo pierdas de vista. Ayer parecía hundido, pero ahora…

—Tal vez ha recibido noticias. Buenas noticias desde El Cairo.

—Lo que es bueno para él suele ser malo para nosotras…

Nadia dijo aquello muy seria, sin quitar los ojos del fondo del local.

—¿Tú crees que…? —La alegría de Fátima se ensombreció de golpe—. ¿Crees que deberíamos dar la alarma? ¿Que hoy es el día?

La Perfecta se encogió de hombros sin saber qué decir. Conocía lo bastante bien a su amo como para no juzgar sus actos antes de tiempo. Con él nadie podía permitirse tomar una decisión precipitada.

Entonces, otro de aquellos gritos las sorprendió.

—¡Dinos, Omar! ¡Ja, ja, ja! ¿Qué cita es esa? ¿Quizá te has decidido a desflorar a Nadia de una vez?

—¡La chica se te va a echar a perder! —gritó otro—. ¡Y sería una pena!

Algunos aplaudieron.

—¡Eso, eso!

—¿Cómo puedes esperar tanto? —insistió un cuarto hombre desde el otro extremo del café—. ¡Si ya es toda una mujer!

—Si tú no te atreves, nosotros podríamos ayudarte… —Nuevas risas.

La Perfecta, en su escondite, amagó un escalofrío apretando con miedo la mano de su compañera. Fátima la compadeció. Su prima y ella llevaban semanas hablando justo de aquello.

—¿Los oyes? —susurró.

—No les hagas caso, Nadia. Se les va toda la fuerza por la boca.

—¡Ojalá hubiera nacido varón…! —se lamentó.

Fátima calló. Sabía que no iba a convencerla de lo contrario. En los dos últimos años su prima se había convertido en una criatura hermosa. La naturaleza la había bendecido con una silueta proporcionada y unas piernas largas y bonitas, dejando atrás a la niña flacucha y desgarbada que fue. Su hermosura era la misma de la que presumían las diosas de las paredes de los templos. Tenía su mismo aplomo; transmitía la misma sensación de dulzura y soberanía. Pero para Nadia esos cambios se habían convertido en una pesadilla. No se quitaba de la cabeza qué habría sido de su existencia si en vez de un rostro suave tuviera una barba hirsuta cubriéndole el mentón. Sería una persona libre que podría moverse a su antojo, leer y escribir cuanto quisiera; alguien verdaderamente útil a su familia. Y no como ahora, que llevaba ya nueve años al servicio de un extraño como Yusuf, obligada a aceptar que otros dirigieran su sino y sintiendo cómo con cada temporada que pasaba se le hacía más difícil soportar a su «distinguida» clientela.

Omar era un caso aparte. Cuando la llevaron a Luxor siendo una huérfana más bien enfermiza, no hubo quien la protegiera salvo él. Aquel ser siniestro se empeñó en enseñarle que el baile era el modo más directo de alcanzar el Maat. Decía que los mismísimos dioses confiaron esa disciplina a las primeras egipcias, mujeres dotadas de una sensibilidad que él veía en sus ojos, e insistía en que practicarla ante sus incultos subordinados era un acto que confería orden al cosmos.

«Baila y encontrarás tu esencia. Danza y serás Maat», le prometió.

Con todo y con eso, Nadia sentía un odio profundo por él. Intuía que aquel gigante temible, de mandíbula cuadrada y cicatrices por todo el cuerpo, había tenido mucho que ver con la desgracia que la había confinado allí. Y aunque siempre la había tratado con respeto, tenía la impresión de que la reservaba para algo que no iba a complacerla. Pocas cosas parecían preocupar tanto a su amo como que todo varón que la veía se quedara prendado de ella. Sus ojitos de niña asustada habían dado paso a otros grandes, de un profundo azul, que miraban desde un rostro delicado, de contornos perfectos y pómulos altos enmarcados por una melena oscura que le llegaba casi a la cintura. Pero esa rara belleza era una amenaza constante para su seguridad. Nadia era consciente de que los hombres la deseaban. Que empezaban a merodearla. Y también sabía que ninguna de las mujeres que servían en el local de Yusuf saldría jamás en su defensa. «Esta niña es intocable —les advirtió Omar Zalim cuando la incorporó a su propiedad nueve años atrás—. Sabed que guardo un alto destino para ella». ¡Para qué dijo aquello! Desde entonces todas confundían su cabeza erguida, su espalda recta y su actitud siempre vigilante con un falso orgullo. Por eso empezaron a llamarla la Perfecta. Pero ella no era así. Dios la había hecho más hermosa de lo que hubiera deseado, y su belleza la hacía reservada. Era sensible y soñadora, inteligente y capaz, aunque esos dones —se lamentaba ahora— no parecía que fueran a servirle de mucho.

—¿Nadia?

Los ojos negros de Omar destellaron al repetir el nombre que sus fellahin habían pronunciado, sacándola de sus cavilaciones. La vena de la sien izquierda de su amo se había hinchado y le palpitaba.

—¿Cómo os atrevéis a nombrar a Nadia, vosotros, escoria?

Despacio, tiró hacia arriba de su galabeya para no tropezarse y se apeó de la mesa sobre la que se había encaramado. Sus hombres callaron y durante unos segundos que parecieron eternos permanecieron inmóviles.

—Ya sabéis lo que os tengo dicho de ella, ¿verdad?

Omar dijo aquello acariciando la daga que llevaba en el faldellín.

Más silencio.

Entonces, con los pies en el suelo, el gigante sonrió de oreja a oreja.

—¡Si es que sois unos animales! —Rio—. ¿Pero de verdad creéis que si quisiera poseer a alguna de mis mujeres os llamaría para que lo vieseis?

Un suspiro de alivio recorrió el local como una bocanada de aire fresco. Desde su posición, las muchachas también lo percibieron.

—¡Ale, ale! —jaleó él, recuperando al instante el espíritu de Maat que los había llevado allí—. ¡Venga! ¡Disfrutad del banquete!

Pasteles de carne y platos de humus empezaron a pasar de mano en mano. El local se llenó de aromas sabrosos. Pero cuando el grupo parecía otra vez tranquilo, una nueva voz estuvo a punto de arruinarlo todo:

—¿No crees que llevas demasiado tiempo consintiendo a esa chica, Omar? —lo increpó uno que, sin duda, había aspirado más hachís del necesario. Era un hombre entrado en años, que se balanceaba sobre un bastón a punto de quebrarse—. ¡Si hasta le has enseñado francés!

El líder dio un manotazo en el aire.

—No, Ibrahim… Mi alegría esta noche no tiene nada que ver con las mujeres —atajó al fellah, sin intención de enfadarse—. Dentro de un rato, amigos, en el templo, voy a tener una reunión con los extranjeros que han estado haciéndonos la vida imposible. Una reunión que lo cambiará todo.

Un rictus de perplejidad se dibujó entonces en el rostro de su interlocutor.

—¡Ah! No te extrañes, Ibrahim —añadió complacido de suministrar tantas sorpresas a sus hombres—. Todos sabéis que las tropas francesas están entorpeciendo nuestro acceso a las viejas tumbas. Llevan meses vigilando los caminos al Valle de los Reyes y confiscándonos los frutos de nuestro duro trabajo. —Un murmullo de asentimiento recorrió el local—. ¿Cuánto oro hemos perdido? ¿Cuántas joyas? ¡Decidme!

—¡Muchas! —respondieron varias voces.

—Pues bien, sabed que esas rondas de los invasores no obedecen a una cuestión defensiva, ni militar. La orden de bloquearnos las tumbas viene de su más alto mando.

—¿Del sultán Bunabart? ¿Estás seguro?

Ibrahim pronunció su nombre con la lengua pastosa. En sus labios sonó ridículo, pero no lo era el profundo temor que se había dibujado en sus ojos. Igual que tantos como él en Egipto, aquel pobre fellah creía que Napoleón Bonaparte era una suerte de genio del inframundo enviado al país para purgarlo de sus muchos pecados.

—¡Bonaparte no es un dios! —lo increpó Omar, contagiado de lo que a Nadia le pareció un súbito destello de preocupación. Aunque enseguida, más suave, añadió—: Pero busca serlo a toda costa.

—¿Qué… qué quieres decir, Omar?

—Yo no hablo por hablar, viejo. Sé que el invasor ha enviado por todo el país un ejército sin armas, un batallón de sabios con órdenes expresas para que copien y descifren para él las inscripciones de nuestras ruinas. Busca algo. ¡Y sé exactamente qué es!

Fátima y Nadia se miraron extrañadas. Ibrahim, y con él todos los que estaban en el café, aguardaron a que el líder se explicara.

—No nos equivoquemos —prosiguió—. Bonaparte no es un militar como los demás. No es como los otomanos. Se ha traído a ese regimiento de estudiosos para exprimir los viejos secretos de nuestros dioses… Y esta noche, Ibrahim, pondré a dos de esos sabios en la pista de lo que anhelan. Eso sí —sonrió enigmático—: a cambio de algo que nos hará muy grandes.

—Maat, ¿no?

Omar asintió.

—¡Ah, hablan de los franceses! —Al otro lado de las cortinas que separaban el café de las habitaciones de Yusuf, Fátima dio un codazo cómplice a la Perfecta—. ¿Sabes qué dicen las otras chicas de ellos?

—¿Qué? —susurró Nadia.

—¡Que son unos amantes maravillosos!

—¡Fátima! —la reconvino—. ¡Eres muy pequeña para pensar en esas cosas!

Nadia echó entonces un nuevo vistazo a donde estaba Omar, entre avergonzada por el comentario de su prima y sorprendida por lo que acababa de escuchar a su amo. Nunca había visto al oscuro Zalim mostrar preocupación por nada y ese fugaz instante de debilidad la había fascinado.

—¡Que sí, que sí, Nadia! —insistió Fátima—. ¡Deberías oír lo que cuentan las mayores!

—Ahora no… —Chistó sin despegar la vista del local, tratando de no perder palabra de lo que seguían hablando allí. «¿Teme Omar a los franceses?».

—Pues tú te lo pierdes. Las que han estado con ellos dicen que son amables. Tiernos incluso. Nunca han visto a hombres que se preocuparan más por darles placer que por el suyo propio. Hablan de amor mientras te acarician. ¡Hasta dicen que en su país las mujeres pueden elegir al hombre con quien quieren estar!

—¿En serio?

La Perfecta bajó la guardia por un instante.

—¡Desde luego que sí! ¿No lo crees?

—Yo…

Un profundo suspiro salió entonces del pecho de Nadia. No quería desanimar a su prima. No se atrevía a decirle que las mujeres de Yusuf no les permitirían jamás arrimarse a los invasores. Nunca las dejarían ver de cerca a uno de aquellos soldados.

—¿Y sabes qué dicen de Bonaparte? —insistió.

—No…

—Que el señor de todos estos es joven, guapo y de modales atrevidos. ¿Te imaginas si tú y yo conociéramos a alguien así? —El rostro de Fátima se iluminó.

Nadia sacudió la cabeza. Había oído muchos comentarios sobre el general jefe de los invasores en el café de Yusuf. Casi todos hablaban de su arrogancia, de sus maneras despóticas y de sus mentiras, pero era cierto que no pocos hablaban también de un guerrero de aspecto atractivo, astuto, una suerte de nuevo César, muy inteligente y tocado por la baraka.

—¡Ten cuidado, Omar Zalim! —una nueva salida de tono del viejo Ibrahim la arrancó de sus cavilaciones. El anciano estaba a dos palmos del rostro de Omar, levantando los brazos y haciendo aspavientos—. Sea lo que sea lo que vayas a darles, ¡te lo arrebatarán! ¡No te darán nada a cambio! Ellos no saben nada de leyes egipcias… Son bárbaros. Bestias, como todos los extranjeros.

Omar clavó entonces sus ojos en él.

—¿De veras crees eso, Ibrahim? —dijo.

El tono con el que pronunció aquello se oscureció. Era fastidio. Y aquello levantó una ola de inquietud en la sala.

—¡Tienen armas terribles, Omar! —clamó el anciano, como si su interlocutor no las hubiera visto con sus propios ojos—. ¡Cañones! ¡Mosquetes! Son un ejército poderoso. Han vencido a los mamelucos. ¿Por qué habrían de negociar nada contigo? Te pueden quitar lo que quieran, sin más. Incluso la vida.

—Lo dudo… —negó enigmático.

—¿Entonces? ¿Qué vas a ofrecerles tú que no puedan quitarte?

—Oh, Ibrahim, Ibrahim… —Le palmeó la cara—. Contra lo que pensáis los pobres de espíritu, lo más valioso que tiene un ser humano no son sus posesiones, sino sus conocimientos. En los lugares en los que han estado esos sabios hay textos que yo sé leer y ellos no.

—¿Lugares? ¿Qué lugares? ¡Egipto está lleno de inscripciones antiguas!

—La tumba de Amenhotep, por ejemplo —lo atajó.

El viejo fellah dio un respingo. Fátima y Nadia, a pocos pasos de allí, también.

—¿La tumba del Valle de los Monos? —interrogó con gesto de sorpresa—. ¿La del último faraón que conoció la inmortalidad?

Omar asintió.

—Hace unos días, dos constructores de puentes, Jean-Baptiste Prosper Jollois, de veintitrés años, y Édouard de Villiers, de diecinueve, dieron con ella por azar.

—¿Los… conoces?

—Conocer el nombre y las señas de tu enemigo, Ibrahim, es el primer paso para dominarlo. Simplemente, hago averiguaciones.

—¿Y qué han descubierto en esa morada de los millones de años?

—Fueron muy imprudentes, amigo. Penetraron en su interior, empezaron a copiar sus dibujos, se maravillaron con sus paredes, y buscando a un intérprete local que los ayudara a descifrarlas… han terminado por cerrar una cita conmigo. —Sonrió con malicia—. Será esta noche. En el templo de Luxor.

Ibrahim no fue el único que se descompuso al oír aquello. Ocultas tras las cortinas, Fátima y Nadia habían enmudecido por completo. Únicamente cuatro palabras fueron necesarias para obrar ese efecto en ellas:

«¡La tumba de Amenhotep!».

—¿Y…? ¿Qué vas a hacer? ¿Les vas a revelar el secreto de ese lugar? —la pregunta de Ibrahim sonó temblorosa. Omar Zalim era una fuerza de la naturaleza impredecible.

—¡Solo si me dan lo que espero! —bramó.

—Maat, supongo —concluyó por segunda vez.

—Exacto.