¿Soñaba?
¿Había muerto ya?
El extranjero se desperezó sobre el enlosado de la llamada Cámara del Rey con la sensación de haber regresado de un largo sueño. Nada más abrir los ojos y enfrentarse de nuevo a las tinieblas supo que las cosas habían cambiado. ¡Podía moverse! ¡Sus músculos lo obedecían! ¡Podía gritar! Y aún mejor, ¡podía ponerse en pie!
Con todo, había algo que seguía allí: esa extraña sensación de no ser el único que estaba dentro de la Gran Pirámide.
—¡Aquí me tenéis…! —gritó, apartándose el cabello del rostro en un gesto sencillo pero lleno de significado para él—. ¡No os temo! ¡Manifestaos si os atrevéis!
Sin embargo, el vientre del monumento solo le devolvió el eco de sus palabras.
A tientas palpó entonces las paredes de la estancia en busca de la pequeña abertura que había cruzado al entrar. El hedor a excrementos de murciélago que lo había recibido horas antes se había instalado de nuevo en su garganta, confirmándole que estaba de regreso en el mundo de los vivos.
Se alegró.
Pero ¿dónde estaban los misteriosos visitantes de brillo verduzco que había visto? ¿Dónde la voz femenina que había acudido en su ayuda?
Y la niebla plateada a ras de suelo, ¿adónde había ido a parar?
¿Cómo iba a explicar a nadie lo que acababa de ver?
Mientras buscaba un punto de apoyo, se cruzó por su mente una idea absurda tras otra. ¿Y si todo lo que acababa de experimentar formaba parte de la prueba a la que había aceptado someterse? ¿Y si su soledad, su parálisis, incluso su visión, fueran una suerte de ejercicio urdido por los hombres que lo habían guiado hasta allí? Es más, ¿y si todo fuera una trampa para hacerlo dudar de su sano juicio?
Bonaparte hizo memoria: Elías Buqtur, el hábil intérprete copto que le había servido de cicerone desde su desembarco en el país hacía justo un año, era quien lo había llevado a las lindes del desierto con la promesa de revelarle algo extraordinario allí dentro. Ambos habían hablado muchas veces de las pirámides y de sus secretos. Aquellos monumentos capaces de hacer sombra a la mismísima catedral de Notre Dame eran todo un desafío para una mente como la suya. En Egipto se decía que eran tumbas y, sin embargo, en ninguna nadie había sido capaz de encontrar un solo enterramiento. Decían también que guardaban tesoros inimaginables, pero todas se hallaron vacías. Buqtur le explicó que era un error muy extendido considerar que su secreto consistía en algo tangible, material.
«De haber algo en su interior era de naturaleza espiritual», le dijo.
—¿En serio? ¿No hay oro en las pirámides? ¿Debo creerte? —preguntó al copto.
—Decididlo vos —respondió él con una sonrisa.
Justo aquel 12 de agosto el Nilo acababa de desbordarse esparciendo su limo por los campos del Delta. Puntual a su cita, la llegada de la inundación anual anunciaba otra temporada de buenas cosechas. Los egipcios estaban de fiesta. Celebraban la generosidad de la madre Naturaleza. Era el momento perfecto para acercarse a la zona de las pirámides en busca de esos secretos invisibles sin llamar la atención.
—¿Sabéis qué dicen de la Gran Pirámide los viejos de Giza, señor?
La mirada astuta y profunda de Elías Buqtur sabía cómo atrapar la atención de Bonaparte.
—Dímelo tú.
—Que quien la domine dominará el universo.
Pues bien: eso, el poder, fue exactamente lo que lo había llevado hasta allí.
Ahora empezaba a recordarlo todo.
Con su fina inteligencia y sus ademanes casi europeos, Elías —un hombre de su edad, algo orondo y con barba cuidada, como de jeque adinerado— lo había convencido de que su asistencia al rito de la pirámide era fundamental.
—Pero nadie debe saber que venís —lo previno.
—¡Eso es imposible! —protestó Bonaparte—. No puedo atravesar El Cairo sin mi escolta. Sería demasiado peligroso.
—Entonces, disponed del cortejo más discreto que podáis, señor. El general Kléber se ha ofrecido a protegeros con un puñado de hombres que no llamen demasiado la atención.
—¿Temes algo, Elías?
—Temo que haya fuerzas que quieran interponerse entre la pirámide y vos.
—Eso no pasará si llevo a la guardia conmigo.
—Atendedme bien, señor —lo atajó—: si una vez llegados a la Gran Pirámide vuestras tropas no os dejan a solas en su interior, podéis estar seguros de que la pirámide no os revelará su secreto. No os hablará. Y eso será tan malo como que esas fuerzas nos descubran.
Napoleón no discutió. Y el comandante en jefe de las tropas de ocupación francesas, insólito en él, se fio de aquel hombre.
Ahora sus dudas eran otras: ¿cómo había podido saber Buqtur que iba a ver algo —o a alguien— dentro del viejo monumento? ¿Cabía la posibilidad de que lo hubiera drogado, dejado a merced de sus visiones, y conspirado para someterlo a una farsa, todo con la intención de doblegar su voluntad? ¿Pretendía su intérprete inculcarle miedo a él, al libertador de Egipto?
Sacudió la cabeza.
Aún estaba confundido.
En sus recuerdos no encontraba prueba alguna para defender una idea como esa. La puesta en escena de la que creía haber sido víctima era demasiado compleja. Demasiado irreal. La realidad había sido mucho más simple. Escoltados por un pequeño grupo de hombres armados y cuatro pollinos cargados de víveres y mantas, Buqtur y él atravesaron horas antes, en una gran barcaza, la aldea de Nazlet-el-Sammam rumbo a la Gran Pirámide. No hubo ocasión para comer o beber veneno alguno. De hecho, después de remontar la depresión en la que descansa la Esfinge, se habían dirigido a caballo hacia su objetivo sin ver tampoco a nadie que pudiera hacerle sospechar. Como cada atardecer, el astro rey tiñó de oro viejo las ruinas milenarias, haciéndolas hermosas a la vista. Y basta.
—Señor —le anunció Buqtur en un francés exquisito, en cuanto lo condujo a la cámara en la que ahora barruntaba todo aquello—: antes de que la pirámide os revele su lección, sabed que deberéis vaciar aquí vuestra alma.
—¿Y eso qué significa?
—Enseguida lo sabréis. —Sonrió—. Es un proceso que se logra con dolor. ¿Resistiréis?
—Lo haré —asintió Bonaparte.
—¿En soledad?
—No tengo miedo.
Elías lo abrazó.
—Esta prueba siempre ha transcurrido así, señor. Es la ley. Así la vencieron César o Alejandro el macedonio. Y ambos, como bien sabéis, llegaron a convertirse en señores de Egipto. Hoy también vos os enfrentaréis a ella si anheláis compartir ese honor con ellos y gobernar nuestra tierra.
Fue así, sin más, que el general aceptó quedarse a merced de la pirámide.
«¿Cómo he podido ser tan temerario?», se reprendía ahora.
Recordaba muy bien la última mirada de Buqtur. Estaba llena de un temor ancestral y supersticioso. Quizá el mismo que había llevado a los mamelucos derrotados por sus tropas a bautizarlo como «Bunabart el diabólico». Los muy torpes se lo imaginaban como una especie de djinn poderoso, de espíritu maléfico provisto de uñas largas y afiladas con las que destripaba a sus adversarios, capaz incluso de petrificarlos con la mirada.
Bonaparte no ignoraba lo generoso que había sido el destino con él, poniéndole en el sendero de la familia de Elías. Si lo que le había dicho era cierto, su clan llevaba generaciones conduciendo a los iniciados hasta las entrañas del Templo de Saurid, que era como los cairotas llamaban a la Gran Pirámide. Pero Buqtur, más providencialista aún que su nuevo señor, sí daba gracias a Dios en voz alta por aquel encuentro. A fin de cuentas, ninguno de sus antepasados había guiado a la Gran Pirámide a un candidato de rasgos tan poderosos como aquel.
—¿Y dónde me esperarás, Elías? —lo increpó Bonaparte al ver que su intérprete emprendía el camino de salida del monumento.
—Afuera, señor.
—¿Vos también, Jean-Baptiste? —interrogó a continuación mirando al general Kléber bajo la inestable luz de su antorcha. Él y tres dragones de la infantería francesa armados lo habían acompañado también hasta aquella sala.
—Solo si así lo ordenáis, señor.
Bonaparte se acarició el mentón.
—Está bien, idos —dijo.
Cuando la camisola negra del guía y la última casaca azul se perdieron por la galería que les había conducido hasta allí, dedicó el tiempo que le regaló su última antorcha para situarse. Fue pasado ese respiro, tal vez una hora más tarde, cuando aquella pesadilla se desató.
Bonaparte se estremeció al recordarlo.
Fue como si las puertas de la pirámide se hubieran cerrado de golpe tras él y para siempre.
La oscuridad cubrió el recinto sin miramiento.
La entrada al lugar, los murciélagos, los grillos, así como el gran cofre de granito que presidía la estancia se sumergieron en una noche repentina y densa.
Y todo quedó cubierto por el mismo espeso velo negro que ahora lo envolvía.
De hecho, solo la portezuela de acceso al recinto y el enorme arcón de piedra que descansaba al fondo de la sala habían quedado grabados en su retina. Este último era un tanque asombroso, tallado en una sola pieza de granito, pulido como un espejo, y lo suficientemente holgado como para recibir a un hombre en su interior.
¿Era allí donde debía vaciar su alma?
¿A oscuras?
¿Sería en ese cofre donde se determinaría su «peso»?
Y en ese caso, ¿cómo?
—No temáis. La pirámide os guiará, señor —le había advertido Elías Buqtur—. Dejaos llevar por el sagrado poder que nos legaron los antiguos señores de Egipto. No os resistáis. No tratéis de comprender. Aceptad lo que os llegue. Con eso bastará.
La idea le inquietó.
Nunca antes se había dejado llevar solo por el instinto. Ni siquiera sabía si sería capaz de suspender su juicio y participar en lo que, sin duda, parecía una etapa más en la «prueba de la pirámide» a la que se había dejado llevar. Pero el general ya no tenía nada que perder.
Y decidido, extendió sus manos en busca del tacto liso y gélido del granito.
Tras localizar el perfil del tanque justo donde lo recordaba, se encaramó a uno de sus extremos y se tumbó cuan largo era en su interior. Estaba dispuesto a aguardar a que los acontecimientos se sucedieran sin su injerencia y a resolver aquella embarazosa situación por la más pasiva de las vías.
«¿Qué quiso decir Elías con que vaciara aquí mi alma para dejármela pesar?», se preguntó mientras apoyaba su espalda contra el fondo del tanque.
Respiró hondo.
Lo hizo una, dos, tres veces.
Puso la mente en blanco.
Estiró piernas y brazos hasta lograr acomodarlos y olvidarse de ellos.
Y cerró los ojos.
Fue entonces cuando Napoleón Bonaparte hizo un descubrimiento terrible: aquel ataúd tenía exactamente sus medidas.