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Gran Pirámide, meseta de Giza

12 de agosto de 1799

«¡Atrapado…!».

El pulso del soldado se aceleró, golpeando sus sienes con la fuerza de una maza.

Todo se precipitó al extinguirse su última antorcha.

Su cuerpo, hasta entonces firme, se desplomó como si las garras de un enorme dragón hubieran tirado de él hacia el centro de la Tierra. El golpe lo dejó consciente pero desorientado. No acertaba a comprender qué o quién lo había agredido. No le dolía nada. No se había roto ningún hueso. No parecía herido. Pero por alguna razón sus piernas habían dejado de sostenerlo. ¿Qué podría haber derribado a un hombre de su naturaleza, fuerte y testarudo, en el centro de una habitación vacía?

¿Una crisis de ansiedad? —Tragó saliva.

¿La picadura de un insecto?

¿Lo habrían envenenado tal vez?

Antes de encontrar una respuesta aceptable, las pupilas del extranjero se dilataron por completo. Con horror acababa de descubrir que no eran solo las piernas las que no le respondían; también estaba perdiendo el control sobre los movimientos del cuello y sobre los dedos de sus manos.

De poco sirvió que aquel joven de casi treinta años, sano hasta hacía un minuto, aumentara el ritmo de su respiración y tratara de sacudirse, desesperado. Ni tampoco que, tendido de espaldas contra el suelo, paleteara el aire con los brazos. Estos también languidecían a un ritmo preocupante como si todo en él, salvo el pánico, fuera a apagarse de un momento a otro.

—¿Qué me pasa? —gritó con la mirada clavada en ninguna parte, haciendo un esfuerzo sobrehumano—. ¡Sáquenme de aquí!

Entonces, la voz también se le apagó. Y convencido de que iba a morir, parpadeó por última vez.

Aquella repentina parálisis lo dejó inerte en el suelo durante un tiempo difícil de precisar. La sala en la que se encontraba, un recinto de paredes, enlosado y techumbre de granito rojo, pulido, de unos diez metros de largo por cinco de lado, se había diluido por completo en las tinieblas. El humo de su antorcha terminó por desaparecer de su nariz y los que hasta entonces habían sido los únicos signos vitales del lugar —una pareja de murciélagos chillones colgados del techo y algún que otro grillo— enmudecieron como si ellos también se confabularan con la oscuridad.

Pronto el soldado no sintió siquiera la dureza del suelo. Su espalda encontró acomodo en el piso y al poco su pecho dejó de agitársele de forma compulsiva. Allí tendido, incapaz de reaccionar, su mente arrinconó por su cuenta los méritos militares y la misión que lo habían llevado a semejante situación.

«¡Santo Dios!», de golpe lo vio todo claro. «¡Me estoy muriendo!».

El joven no tardó en comprender que su parálisis no se debía solo a causas ajenas. Fuera lo que fuese lo que lo había derribado, el miedo estaba impidiéndole recuperar el control de la situación. Debía romper la inercia de los acontecimientos. Había sido entrenado para mantener la mente fría ante las peores situaciones… y esa, sin duda, era la más horrible que podía imaginar. Así que, en un costoso ejercicio de lucidez, decidió alejar su mente del miedo y concentrarla solo en aquello que le diera fuerzas.

Lo primero que le vino a la memoria fueron imágenes de su infancia. Mediterráneo. Pinos al borde del mar. Casas encaladas. Cuestas interminables. Córcega. Un tiempo en el que bajaba a diario a jugar a la playa con sus hermanos, soñando con embarcarse en alguno de los grandes buques que recalaban en Ajaccio. ¡Ya entonces sabía que iba a cruzar los mares! Enseguida salieron a su rescate nuevas sensaciones. Sus años de academia en París. Sus primeros flirteos a orillas del Sena. Sus sueños de grandeza. Y sus lecturas de héroes del mundo clásico. Pero nada fue tan fuerte como remembrar los brazos de Leticia, su madre… «Te llamarán Napoleón, Neapollon, el Nuevo Apolo… Recuérdalo siempre que estés en peligro, hijo mío, porque estás llamado a resplandecer. A vencerlos a todos».

¿Resplandecer?

¿Vencer?

El soldado quiso llorar. Había escuchado en alguna parte que el recuerdo de tu madre te visita siempre justo antes de entregar el alma. Pero sus ojos tampoco lo obedecieron.

El ciudadano Napoleón Bonaparte —o lo que quedaba de él— se había quedado definitivamente solo en aquel lance, aislado bajo toneladas de piedra, a oscuras, sin un maldito mapa que marcara su camino de salida, sin yesca de repuesto, ni agua, alimento… o iniciativa.

«¿Cómo he sido tan torpe?».

Si hubiera podido, se habría golpeado con sus propios puños.

«¿Cómo yo, bregado en tantas emboscadas, he olvidado tomar precauciones?».

«¿Cómo me he dejado convencer para quedarme aquí, en el vientre del edificio más antiguo de la Tierra, solo, sin mis hombres?».

Esos reproches pasaron por su mente en un suspiro. Como si su identidad tuviera prisa por diluirse en el caudal de emociones desatado por aquella caída. Pero paralizado y todo, cuando estaba a punto de cerrar los párpados para entregarse al sueño eterno, el extranjero tuvo un último destello de lucidez.

Oyó algo.

Un grito lejano.

Apenas un susurro.

«¡Providencia!».

Fue como si esa palabra se iluminara en lo más profundo de su mente. Aunque su irrupción fue fugaz, Bonaparte reconoció al punto su origen. Conocía muy bien ese tono. Lo había oído de labios de otra mujer excepcional. Una criatura de una belleza sin parangón, con los ojos aguamarina más extraordinarios que había contemplado jamás. Que esa imagen casi celestial acudiera en su rescate en lo que creía era ya su último momento le dio un brío inesperado.

«¡Providencia!», se repitió.

Y un torrente de vocablos pronunciados por aquella misma voz femenina —fuerte y sensual a un tiempo— lo embriagó por completo.

«¡Destino!».

«¡Fuerza mayor!».

«¡Karma!».

«¡Plan Supremo!».

La euforia ya no lo abandonó.

«¡Designio!».

«¡Futuro!». Recitó de memoria.

El comandante en jefe de las fuerzas de ocupación francesas en Egipto se aferró entonces, con una determinación poco común, a lo único que —comprendió al fin— podría sacarlo de allí: confiar.

«¡Eso es!», se alborozó.

Debía recuperar la fe. Su providencial confianza en la victoria, como cuando el año anterior atravesó los Alpes y conquistó Italia. Su esperanza en ese destino brillante que su madre ya creía escrito en alguna parte y que la última mujer que se cruzó en su vida acababa de ratificarle resurgiendo de los pliegues de su memoria. La certeza, en definitiva, de que su existencia no podía extinguirse a solo tres días de cumplir los treinta años.

«Estoy llamado a resplandecer», se recordó.

Más animado, dictó entonces algunas órdenes rápidas y sencillas a su cuerpo. Primero intentó mover los dedos de los pies dentro de sus botas; lo logró. Luego apretó los dientes con fuerza y se aclaró la garganta con toses cortas y secas. Y espoleado por esos pequeños avances, consiguió al fin articular uno de sus brazos.

Por desgracia, sus progresos se detuvieron ahí. Su concentración se vino abajo, los recuerdos de aquellas poderosas mujeres se esfumaron, y cuando comprobó que todavía era incapaz de levantarse se desesperó.

Seguía vivo, esa era la buena noticia, pero ahora el miedo volvía a atenazarle.

«¿Y si no tengo destino?».

«¿Y si…? ¿Y si todo acabase aquí?».

Entonces llegó el frío.

La temperatura de la sala se desplomó de repente aumentando todavía más la rigidez de su cuerpo. En realidad, era incomprensible que algo así estuviera sucediendo. Se encontraba recostado dentro de la Gran Pirámide de Egipto, a las puertas del Sáhara, en pleno mes de agosto, con los calores más severos del año. Aunque ya era de noche y las temperaturas habían bajado, era imposible que ese descenso se dejara notar dentro de una mole como la Gran Pirámide. El soldado estaba atrapado a unos cincuenta metros sobre el nivel de la meseta, separado del exterior por una pared de al menos otros sesenta metros de grosor. De hecho, nunca, ni pernoctando al raso, había sentido un desplome parecido de calor. Era como si la atmósfera de aquella habitación se hubiera densificado, dando paso a una maraña de alfileres de hielo dolorosos de respirar.

Bonaparte supo entonces —con una certeza irracional pero absoluta— que algo crucial estaba a punto de sucederle.

Durante los segundos siguientes ni siquiera parpadeó.

No pudo.

Y, al fin, tras otro tiempo difícil de precisar, sus pupilas creyeron distinguir una sutil conmoción en las tinieblas.

Era absurdo y lo sabía.

Había decidido quedarse encerrado en aquel lugar por voluntad propia. Le habían convencido para enfrentarse a una prueba de valor que, si lograba vencer, multiplicaría exponencialmente su reputación ante unas tropas que no habían conocido más que dificultades desde que desembarcaran en Egipto. Estaba seguro, pues, de que nadie —ni francés, ni turco, ni egipcio— se habría atrevido a desafiar sus órdenes y ascender las incómodas galerías que había dejado atrás para venir en su ayuda.

¿Pero entonces?

«¡No estoy solo!». El pensamiento casi hizo brincar el cuerpo inerte de Bonaparte. «¡Hay alguien ahí!».

Descompuesto pero en guardia, hizo acopio de sus últimas fuerzas. Necesitaba someter la voluntad de su cuerpo. Y con el corazón en la boca, apretando los dientes que ya había conseguido domeñar, logró que su cabeza cayera a un lado.

«¡Resplandeceré!».

Bonaparte, satisfecho, forzó entonces la mirada hacia donde intuía que había quedado la entrada a su tumba.

«¡Dios!…».

Al principio no supo interpretar lo que veían sus ojos. No era posible que una nube de polvo del exterior hubiera llegado tan adentro. En la pirámide no existen las corrientes de aire. Pero aquello no era lo que parecía. Una nube en suspensión, con una fosforescencia que recordaba a la luz de la luna, se había instalado a poca distancia de sus mejillas. No era lo bastante potente para iluminar nada a su alrededor, pero gravitaba como anclada en medio de la nada.

Bonaparte la observó con detenimiento, embelesado. Y al poco tuvo la certeza de que aquello era solo el aviso de algo más importante. Y es que, al fondo de la sala, muy por detrás de esa claridad que tenía frente al rostro, se habían dibujado las siluetas de dos personas.

No le fue fácil reconocerlas.

Estas, como la nube, parecían hechas de una sustancia etérea. Emitían un imperceptible fulgor verde. No se movían ni parecían mostrar interés alguno por el hombre que estaba tumbado en medio de la sala. Debían de ser el producto de una fuerte alucinación, pero eran tan corpóreas que durante un instante Bonaparte luchó por levantarse y echar a correr hacia ellas.

—¿Quiénes… sois? —tartamudeó, frustrado, desde el suelo.

Nadie respondió.

¿Se estaba volviendo loco?

Y Napoleón Bonaparte, demudado, hizo entonces lo único que su cuerpo le permitió: inspiró aire en un vano intento por poner de nuevo su mente en blanco y volver a los recuerdos que le habían fortalecido. Tal y como había aprendido meses atrás en Nazaret, cerró los ojos y vació sus pulmones. Lo hizo una, dos, hasta tres veces. Pero fue inútil. Ni por un instante pudo sacudirse la idea de que acababa de ser enterrado vivo. Y lo peor: que alguien vigilaba de cerca su agonía.

Fue entonces cuando el muy respetado general Napoleón Bonaparte, señor de Egipto, comandante en jefe de las tropas de ocupación francesas, se derrumbó.