En la Glorieta me esperaba Marisa en la parada del tranvía de la Malvarrosa. Llevaba unos pantalones vaqueros muy ceñidos que le marcaban el sexo, los primeros vaqueros que se veían en Valencia, también se había puesto una blusa negra de seda y llevaba cola de caballo y una bolsa de lonilla con el bañador y la toalla y un cartapacio para pintar acuarelas. Era la primera semana de junio. Yo traía un bañador de algodón con cordoncillo y los apuntes de la Filosofía del Derecho cuyo examen iba a suponer para mí el final de la carrera al día siguiente. La chica no podía ser más francesa, incluso a simple vista, con el culito salido y la naricilla de Brigitte, tan fardona. Subí con ella a la jardinera y el tranvía arrancó hacia el pretil del río y luego se fue a buscar la avenida del puerto.
Cualquier héroe tiene que realizar un viaje de iniciación, pensaba yo sentado en la jardinera mientras me daba en la cara la brisa suave de primavera. Unos se van al desierto para descubrir la verdad, otros suben a la cima de un monte y allí reciben las tablas de la ley, unos se adentran en el bosque para rescatar a la princesa que había sido secuestrada por el dragón, otros se van a las cruzadas detrás del santo grial, algunos navegan en busca del vellocino de oro. Yo había realizado un primer viaje frustrado en el taxi de Agapito al burdel de la Pilar y ahora iba en el tranvía de la Malvarrosa junto a una chica francesa llevando un bañador de algodón y unos apuntes de filosofía.
Nos apeamos frente al balneario de las Arenas, al pie de aquel Partenón pintado de azulete donde se daban baños termales con agua de mar. En seguida oí las risas y la música que llegaban de la playa. Había una larga fachada de merenderos y casas de comidas con los nombres escritos en las paredes con grandes caracteres. La Pepica, Amparito, La Marcelina, L’Estimat, Casa Chimo. Las Carabelas, Juanet, La Perla, La Rosa, La Muñeca, La Paz, baños El Áncora. Se accedía a estos grandes comedores por detrás y se veía en las cocinas las paellas hirviendo, todos los mariscos en las peceras y congeladores, los cocineros empapados de sudor. Frente a la playa cada establecimiento tenía un sombrajo de cañas y desde allí por encima del espigón aparecían las plumas de las grúas del puerto. Sonaban acordeones. Dentro del clamor de la luz había niñas vestidas de primera comunión y padrinos encorbatados y también novias al pie de enormes tartas de merengue que refulgían junto con el metal de las trompetas de las orquestinas. Invitados de bodas y comuniones en trajes oscuros y cuellos almidonados se mezclaban con la gente desnuda y a todos igualaba la transpiración salada llena de dicha en aquel día de fiesta de junio.
Atravesando el bosquecillo de jacarandas en el balneario de las Arenas Julieta se había metido en los vestuarios y yo estaba ya en lo alto del trampolín de la piscina cuando la vi subir por las escaleras con aquel bikini de flores. Tenía ante mis ojos todo el mar de la Malvarrosa y al lado el Partenón pintado de azul. Desde arriba grité:
—Eh, eh, Marisa. Mira. Mira.
—A ver, a ver qué haces, a ver cómo vuelas —exclamó Julieta abajo sentada en la grada.
Lleno de felicidad me lancé en plancha al espacio y al instante sentí en la piel quemada el abrazo del agua muy fría. Llegaba hasta la piscina de las Arenas la música de los pasodobles que sonaba en los sombrajos de los merenderos, España Cañí, En er mundo, el Gato Montés. Después comimos en La Pepica y allí unos doscientos trabajadores de una fábrica de cartonajes le estaban dando un homenaje a su patrono en el ochenta aniversario y aquel viejecito que se llamaba don Vicente estaba vestido de negro, con la corbatita también negra y una aleta del cuello blanco levantada y lloraba de emoción detrás de un centro de flores en la mesa presidencial. Los del consejo le echaban discursos de loa y después el contable reclamó silencio para decirle al amo que todos los empleados sin faltar uno solo habían contribuido para hacerle un regalo. Julieta dio un grito de pasmo al ver que los doscientos trabajadores le habían comprado una baca para el coche a su patrono y ahora entre varios la desembalaban ante los ojos de todo el mundo y la llevaban en volandas por encima de las cabezas de los comensales hasta la mesa presidencial. En seguida la orquestina comenzó a tocar el pasodoble Valencia y a grito pelado todos la cantaban elevando las botellas de vino y devorando las raciones de tarta de cumpleaños y el oleaje rompía en el espigón.
Por la tarde nos fuimos paseando hasta el final de la playa. Marisa quería pintar una acuarela del natural. Yo me proponía repasar los apuntes de Filosofía del Derecho, mi última asignatura de la carrera. Pasando la línea de los chalets al final de la playa estaba Casa Carmela junto a una villa pompeyana que era, según se decía, del escritor Blasco Ibáñez aunque ahora estaba medio abandonada después de haber sido incautada por la Falange y en ella campaban juntos los últimos Flechas Navales y los primeros gitanos. La puerta estaba abierta y las ventanas tenían los cristales rotos. Bajo el cañizo de Casa Carmela sirviéndose de una silla de enea como caballete Julieta comenzó a pintar unos azules muy suaves que al parecer extraía el fondo de la tarde. A su lado yo estudiaba el pensamiento de Juan Luis Vives y ambos tomábamos caracoles de mar y mejillones. La armonía vital predomina sobre toda clase de aristotelismo, había subrayado yo con lápiz rojo en aquellos apuntes. Julieta ahora mojaba el pincel en el color violeta para pintar la sombra que en la arena proyectaba una barca varada. A la caída del sol nos bañamos otra vez en la playa desierta allí donde la arena comenzaba a ser invadida por los carrizales. De pronto sentí un escalofrío. Marisa me secaba con la toalla y yo la besaba y ella me decía que yo tenía los labios morados.
Fuimos a refugiarnos en la casa de Blasco Ibáñez. Subimos al primer piso donde había una terraza cerrada con unas cariátides en cada ángulo y columnas estriadas. Una gran mesa de mármol sostenida por cuatro leones alados que había allí sirvió para que Julieta se tumbara y entonces comencé a acariciarla. De pronto ella sintió miedo, pero aquella casa estaba deshabitada. Fuimos al tercer piso. Había allí un ping-pong y unos guantes de boxeo y unas colchonetas, unos armarios derribados y restos de comida. En un lado del cielorraso habían hecho un nido las golondrinas que entraban y salían a través de las ventanas rotas. En el primer piso había habitaciones con estanterías metálicas llenas de libros del Movimiento Nacional, periódicos viejos, folletos, la colección de la revista Jerarquía. Contra una de aquellas estanterías Julieta se abandonó al ver que en la casa no había nadie y el sol en ese momento se había ido dejando la tarde llena de fruta.
La casa deshabitada de Blasco Ibáñez estaba llena de la fruta de Julieta. Todas las estancias vacías olían a su sexo. De pie en aquella habitación se dejaba acariciar y encendida por la pasión me decía besándome el cuello mon petit mignon, mon petit mignon y desde allí se oía el oleaje casi al pie de la ventana.
—Arriba hay colchonetas —murmuró Marisa en mi oído.
—Espera.
—¿Qué vas a hacer?
—Te voy a preparar un lecho de rosas —le dije.
Extendí sobre las baldosas toda la colección de la revista Jerarquía y otros periódicos, 7 Fechas, El Español, el Arriba y todos los folletos de Falange hasta formar un petate que en seguida comenzó a crujir bajo el cuerpo desnudo de Julieta que el sol había abrasado. En un momento de amor ella quiso quitarme el bañador y forcejeaba con los ojos cerrados gimiendo y sólo lo consiguió después de desgarrarlo en varios jirones y entonces Julieta gritaba mon chéri, mon chéri y su voz hacía eco en varias estancias de aquella casa deshabitada que había quedado casi a oscuras. Estuvimos un rato abrazados bajo un montón de periódicos de la Falange destrozados al final del combate. Después nos vestimos en silencio. Cogí el bañador de algodón y desde la ventana lo arrojé al jardín. Cayó sobre un arbusto de adelfas. Allí se quedó. Era casi de noche. Bajo el cañizo de Casa Carmela unos pescadores jugaban a las cartas y un grupo de estudiantes cantaba sola se queda Fonseca.
—¿Quién era Blasco Ibáñez? —me preguntó Julieta.
—Un escritor.
—¿Un escritor famoso?
—Sí.
Cogimos el último tranvía de la Malvarrosa que iba a Valencia. En la jardinera volvía la gente llena de sol, muy cansada. Marisa al final del viaje había reclinado la cabeza en mi hombro y se había quedado dormida con la bolsa y el cartapacio de las acuarelas a los pies. Al día siguiente me examiné de Filosofía del Derecho. Me preguntaron algo sobre Luis Vives. Hablé de la armonía vital que yo había subrayado con lápiz rojo. Saqué un notable y con eso me convertí en un licenciado.