Me acordaba que de niño ese día al amanecer siempre iba a cazar pájaros con red junto a la casa de Lúcia en el camino de Vall de Uxó y que hasta allí la brisa de pascua, doblando ligeramente el espliego y la lavanda del monte, traía el rumor de un cántico del vía crucis: perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónele, Señor, no estés eternamente enojado… y yo estaba escondido en una pequeña cabaña fabricada con palos esperando que bajaran los pájaros a comer semillas de cáñamo y alpiste para tirar del aparejo. Aquella casa de campo pertenecía al político valenciano Luis Lúcia, fundador de la Derecha Regional y aunque estaba abandonada aún conservaba intacto el esplendor burgués en la balaustrada y en los pinos centenarios del jardín, en algunas diosas de yeso derribadas y en los bancos de azulejos. Mientras sonaba el rumor del vía crucis salía el sol por la mar de Burriana y las bandadas migratorias cruzaban hacia el norte en forma de lanza esa mañana de Viernes Santo.
Ahora la casa de Lúcia se hallaba casi en ruinas con las buganvillas y madreselvas muertas y la veranda de balaustres caídas sobre la fuente que en mi niñez manaba todavía. En el jardín de esa casa campestre rodeada de cien hanegadas de naranjos se había instalado la hermosa mendiga Marieta para recibir la visita de algunos eyaculadores huertanos que sin duda esta vez también harían cola bajo los pinos y las palmeras. Este día de Viernes Santo la rata Marieta oiría las plegarias del vía crucis al amanecer cantadas por los fieles del pueblo y si la brisa iba en buena dirección también le traería en el silencio del campo el sermón de un canónigo de Valencia que reclamaba con grandes voces la misericordia de Dios en la plaza al pie de una gran cruz de madera cargada por un encapuchado que era el mudo de la localidad. La comitiva del vía crucis había pasado por delante de Comestibles Sanahuja, cuyo propietario estaba más muerto que nadie. Vicentico Bola había sido el primer caído de la motorización que estaba a punto de llegar y en este sentido se ofrecía como víctima del progreso.
Con las manos en los bolsillos al sol de primavera la gente estuvo esperando toda la mañana a que llegara el cadáver, pero el carpintero de las Alquerías del Niño Perdido aún estaba dando martillazos al féretro y no remató la labor hasta pasadas las seis de la tarde mientras en la iglesia se celebraban los oficios de tinieblas. Era un día esplendoroso de abril con todos los hornos trabajando la masa de la mona de pascua y el perfume de pan quemado que salía de la profundidad de las tahonas se mezclaba con el azahar y aunque Cristo había muerto y lo mismo había hecho Bola el corredor de naranjas del comercio de Monsonís vino a casa a pagarle la cosecha de verna a mi padre y como era día de ayuno y abstinencia mi padre se balanceaba en la mecedora lleno de felicidad sólo con un vaso de agua fresca en la mano frente a aquel hombre que no paraba de sacar billetes de un saquito de llevar la merienda.
Por la tarde hubo una gran partida de julepe en el club recreativo y cultural; en el bar Nacional seguía abriéndose paso Joanet el Caque con la bandeja, ¡¡voooy!!, entre la humareda de caliqueños y sonaban los tambores a la caída del sol anunciando la procesión del entierro de Cristo pero al féretro de Bola aún le estaban dando una mano de pulimento. Quedó listo siendo ya noche cerrada. Primero se efectuó la procesión del santo sepulcro. La banda de música hizo sonar la marcha fúnebre de Chopin y la urna de cristal que contenía a Cristo muerto pasó por delante de Comestibles Sanahuja y la Virgen vestida con un manto negro seguía detrás de su hijo, pero el cadáver auténtico no acababa de llegar y las mujeres se amontonaban en las esquinas; se santiguaban ante las figuras de la pasión y todos los varones del pueblo llevaban el cirio en la mano y el cura Fabregat junto al predicador de las Siete Palabras, el canónigo valenciano Elias Olmos Canalda, iban detrás de los tres clavarios encorbatados que lucían el pescuezo recién trasquilado por el mismo barbero y a éstos seguían algunas penitentes descalzas.
Cuando la procesión del santo sepulcro terminó, toda la gente permaneció en la plaza esperando el entierro de verdad que contenía un cadáver auténtico, pero éste no llegó hasta las once de la noche después de haber sido lacrado su estuche de zinc. Aún estaban calientes los cirios y en eso se oyó un claxon que daba pitidos rituales y el público que llenaba dos o tres calles guardaba silencio a medida que el furgón con el fiambre se abría paso lentamente hasta la casa del interesado. A continuación se hizo el entierro pero antes los amigos aún pudimos asomarnos a una pequeña ventana que había abierto el carpintero sobre el rostro del difunto y a mí me parecía que la autopsia había dejado a Bola sonriendo. También se veía el tapón de champán Codorníu con que había sido condecorado. El féretro estaba depositado en el suelo de la tienda y lo coronaba una batería de chorizos, embuchados, piñas de plátanos y pencas de bacalao que colgaban de las paredes, así como una bota de sardinas secas en un caballete. Los amigos portamos a hombros el féretro hasta la puerta de la iglesia, a menos de cien pasos, pero hubo que doblar el tiro debido a semejante carga y en la puerta de la iglesia esperaba la carroza que se estrenaba precisamente ese día, tirada por el mismo caballo del Tramuser que todas las mañanas también arrastraba el carro de la basura. La carroza era como la de Drácula pero tenía más faroles y la caja entró de milagro en su panza acristalada; el caballo estaba inquieto por el rumor del gentío unido al cántico del gorigori y por el entorchado y las gualdrapas con que lo habían adornado. Y sobre todo porque era de noche.
En el entierro intervino la banda de música. Abría la comitiva una docena de pobres a los que una sociedad de seguros El Ocaso les proporcionaba un cirio y les daba un duro por llevarlo bien recto. Seguía el sacristán con la cruz y los monaguillos. El dúo Robres y Rovell, que cantaba las tinieblas, iba delante del cura que se adornaba con la capa pluvial negra y oro y el pueblo entero formando una masa oscura bajo la luna llena de pascua levantaba un gran silencio detrás de la banda de música cuyo primer acorde con los platillos y el bombo espantó al caballo en la bajada que hay hasta la plazoleta de Santa Bárbara y a punto estuvo de suceder una desgracia pero el Tramuser desde el pescante con las riendas se hizo con aquel carromato que iba dando bandazos de pared a pared. Por el camino del cementerio la marcha fúnebre resonó en el hueco de la cantera y entre los naranjos cantaba un cuclillo. Dejaron el féretro sobre una mesa en el zaguán del cementerio, el cura le echó una paletada simbólica de tierra encima y dijo que Bola era polvo y nada más. Alguien me hizo notar que en la oscuridad de un ciprés brillaban dos brasas verdes que aun habiendo luna llena tenían una intensidad muy nítida. Estaban en el primer ciprés de la izquierda, dentro del camposanto.
—¿Sabes qué es eso?
—No.
—Son los ojos de un búho.
—¿De veras?
—Está cazando.
—Es el símbolo de la eternidad —dije—. Así consta en el Libro de los Muertos. Los faraones grababan un búho en sus tumbas por eso.
—Bola tiene un búho de verdad. Siempre le ha gustado el lujo —murmuró Manolín Aznar a mi lado.
De regreso al pueblo la gente hablaba de contratos de naranjas. En la plaza dio el pésame en fila india a los familiares de la estrella del día y siguió hablando de contratos de naranjas. Aquel año Dios todavía resucitaba el sábado de gloria.
Habíamos quedado en que al amanecer iríamos algunos a dar sepultura a Vicentico Bola. Nos juntamos en la plaza cuando el sol estaba aún dentro del mar de Burriana. Llegaron tres de la familia y el más cáustico de ellos nos dijo:
—Nada de jaleos, ¿eh?
—Bien.
—Que si os dejamos venir es porque sabemos que le queríais de verdad.
—Sí.
Todos en silencio nos pusimos en marcha clareando el día y al llegar al cementerio la puerta estaba cerrada. Sentado en el umbral con un capazo de yeso y herramientas esperaba el albañil.
—Creí que no llegaban.
—Pues ya estamos aquí.
Uno traía la llave y abrió la puerta chapada y bajo la bóveda del zaguán estaba el féretro de Bola deseando ya de una vez el eterno descanso. Dijo el albañil:
—¿Alguien quiere echarle el último vistazo?
—Venga, venga. Estas cosas cuanto antes, mejor.
Entre todos trasladamos la caja hasta el pie de una ristra de nichos que pertenecía a la familia.
—Hay que meterlo en el más alto. Es el único disponible.
El albañil tomó medidas de la boca del nicho y después hizo lo mismo con el féretro.
—No cabe. Habrá que desmochar la pared.
A golpe de piqueta el albañil comenzó el trabajo, subido a una escalera. La caja del muerto estaba a nuestros pies. Un familiar se agachó sobre ella, pasó la mano por el pulimento y dio después unos golpes con los nudillos como si llamara a una puerta.
—¡Hay que ver…!
—¿Qué pasa?
—Con qué material más malo se trabaja hoy en día. Esto es una chapuza.
A las órdenes del albañil levantamos la caja sobre nuestras cabezas y la encaramos contra la boca del nicho, todos forcejeando.
—¡Va! —gritó uno.
—¡Vaaa…!
De un empellón la caja llegó hasta el fondo lleno de telarañas y cuando el albañil se disponía a tapar el nicho con ladrillos se oyó primero un ruido seco seguido de un largo crujido y después otro golpe destartalado y profundo. El peso del féretro había vencido la base hundiéndose hasta el último nicho a ras del suelo. Bola había aplastado a todos sus antepasados.
—Eso ya no tiene nada que ver. Lo que queda es faena mía —dijo el albañil.
Entonces comenzaron a voltear todas las campanas del pueblo. Y también se oyeron varias tracas. Pasaron bandadas de palomas con las alas pintadas de rojo. La sirena de Nules estaba sonando. Caían aleluyas del campanario. Dios acababa de resucitar.