Aunque era Jueves Santo algunas cuadrillas habían trabajado en la recolección de la naranja esa mañana y en los caminos se veían pilas de cajones con el nombre del comercio estampado en la madera. Monsonís. Safont. Piquer. Hacía un sol perfumado ya que todo el azahar estaba abierto y en los hornos también olía a confitura. Al llegar al pueblo, de vuelta de Villarreal, la gente preguntaba.
—¿Le has visto?
—Sí.
—Y ¿es verdad que está muerto?
—Sí.
—¿Del todo?
—Sí.
La puerta de la iglesia estaba de par en par y algunas mujeres adornaban el monumento con lirios y trigo híbrido. Los santos permanecían detrás de los paños morados. Había un aire muy físico, casi pastoso y las palomas con las alas pintadas de rojo volaban hacia el castillo y en el ambiente de la tarde cargada de pan quemado toda la gente tenía el muerto en el cerebro. La iglesia rebosó de fieles durante los oficios; en los bares muchos jugaban al julepe bajo una humareda compacta; se veían trajes oscuros y pendientes largos; el campo se había paralizado al mediodía y ahora sobre los naranjos estaba cayendo un crepúsculo muy dulce y aunque el centro de las plegarias ese día siempre había sido Cristo que iba a ser encarcelado, este año el protagonista de la pasión era Bola sin duda alguna. Todo el mundo hablaba de él en voz baja. Esa noche de Jueves Santo hubo una procesión, a la que asistieron todos menos el accidentado que aún permanecía en el cementerio de Villarreal con los ojos abiertos encima de la piedra. Pasaba en andas la Virgen llorando y detrás seguía la figura de Cristo atado a la columna y una brisa de primavera apagaba los cirios de los labradores endomingados y al cruzar por delante de las panaderías salía un vaho de mona de pascua muy suculento. La banda de música tocaba una marcha lenta muy apta para enterrar a cualquiera. Alguien cantó una saeta. Mientras se oía aquel grito lastimero uno a mi lado decía a otro con el hachón en la mano.
—¿Cuándo lo traen?
—Mañana. Primero tienen que hacerle la autopsia.
—Tenía que acabar mal.
—Claro.
—¿Sabes quién ha venido?
—Quién.
—La rata Marieta. Está en lo de Lúcia. Cobra tres duros.
—¿Se lo has contado?
—Le he dicho que se largue. Que se había matado uno del pueblo con la moto.
—¿Qué te ha contestado?
—Que esperará, porque alguno siempre acabará por caer.
Cuando la saeta terminó, la procesión se puso en marcha de nuevo. Las figuras de la pasión habían pasado por delante de Comestibles Sanahuja cuya puerta tenía un crespón negro allí donde antes colgaba la piña de plátanos. Después hubo en la iglesia una hora santa y ante el monumento se turnaron en oración cuerpo a tierra durante toda la noche los miembros de la Adoración Nocturna y en el bar Nacional la silueta del camarero Joanet el Caque se abría entre la niebla de los farias y caliqueños. Sonaban palmas. ¡¡Voooy…!! En las mesas del bar ni siquiera se hablaba de la cosecha de vernas. Bola seguía siendo el rey. Todos contaban sus hazañas. También recordaba yo aquella tarde en que me llevó al cabaret en el taxi de Agapito y el golpe de estado que dio un domingo absurdo y tedioso de verano en un lugar perdido del Maestrazgo. Había sucedido un año antes. Caía el bochorno del mes de julio sobre los sillones del club recreativo y cultural allí en la plaza. Para matar la tarde Bola propuso a Manolín Aznar ir a cambiar el alcalde de cualquier pueblo de la serranía; al instante llamaron al taxista, encendieron los respectivos habanos y partieron hacia Castellón y allí tomaron la carretera de Alcora y se adentraron por los montes y al cabo de media hora apareció un pueblo diminuto coronando una cima, creo que se llamaba Chodos, y en él fijaron su objetivo. Después de infinitas curvas llegaron a ese villorrio. Pararon frente a la iglesia. Preguntaron por el alcalde y una vieja les dijo que se llamaba Teodoro el Gronota y que en ese momento le encontrarían en el bar. Gordo y bien trajeado Bola imponía. Manolín parecía un chupatintas a su lado. Cuando entraron en aquel colmado donde además de una cafetera y una estantería con coñac también vendían alpargatas y salazones, las tres mesas que estaban jugando a las cartas callaron.
—Vengo de parte del gobernador —dijo Bola en voz alta, llena de autoridad—. ¿Quién es Teodoro el alcalde?
—Servidor —exclamó un viejo incorporándose.
—Queda destituido.
—¿Y eso? —balbució el interesado.
—Órdenes de arriba. Usted sabrá. ¿O quiere que lo cuente en público? —preguntó Bola enarcando la ceja en señal de amenaza.
—Nada, nada. A sus órdenes.
Bola miró alrededor y eligió con el puro habano a un paisano que en otra mesa estaba jugando al robi. Tenía los mofletes sonrosados y se le vio una calva muy blanca cuando con todo respeto se quitó la boina.
—¿Usted es adicto al Movimiento? —le preguntó Bola.
—Totalmente adicto a Franco —dijo el elegido—. Maté tres maquis seguidos en el año cuarenta y siete. Que lo digan éstos.
—¿Es verdad eso? —preguntó Bola al cotarro.
Al ver que todos asentían Vicentico Bola cerró el trato.
—¿Cómo se llama usted?
—Federico Masip, para servirle.
—Queda usted nombrado alcalde del pueblo. Firme aquí.
Dieron media vuelta, hubo algunos taconazos y en el taxi partieron Bola y Manolín hacia la Plana. Al llegar a Vilavella en el club recreativo y cultural funcionaba una timba de julepe y los dos se incorporaron a ella, pero ahora en esta noche de Jueves Santo desde el bar Nacional donde se contaban estas historias, también se oía al predicador de la hora santa cuyos gritos estaban a favor del amor hermoso y entonces Manolín Aznar propuso a unos cuantos ir a condecorar a Bola en el taxi de Agapito al cementerio de Villarreal bajo la luna llena. Según como se mire era un acto de amor, aunque en el viaje íbamos cantando reloj no marques las horas porque voy a enloquecer y otras canciones de Lucho Gatica.
Sabía que estábamos llegando al cementerio de Villarreal, también llamado la viña de Ferreres, porque de pronto la gravilla sonaba en los bajos del coche. Agapito llegó con el morro hasta la tapia y los cuatro portazos sonaron en el silencio de los sepulcros. Había plenilunio de pascua. Era una noche muy azul, pero los naranjos estaban empastados en una claridad lechosa y el azahar olía profundamente.
—¿Cómo entramos, eh, tú?
—Toca el claxon, a ver.
Sonó en el descampado el claxon del taxi mientras Manolín y el panadero meaban. El enterrador no daba señales de vida siendo el único que allí podía darlas. Tiré una gleba por encima de la tapia tratando de acertar en el tejadillo de su chabola.
—¡Eh, que estamos aquí! ¡Abra la cancela!
El claxon estuvo sonando hasta que de repente vimos la aparición. Desde el jardín del cementerio venía avanzando hacia el zaguán una figura con un cirio encendido en la mano. Venía descalza entre las tumbas y llevaba un camisón largo y una toquilla en los hombros. Cuando llegó a la cancela su rostro bellísimo bajo el resplandor de la vela se manifestó ante nosotros detrás de los hierros. Era una niña de unos 15 años que dijo ser sobrina del enterrador. Estaba sola en el camposanto esa noche.
—Mis tíos se han ido —dijo.
—Somos amigos del muerto.
—¿Vienen a tomarle medidas para la caja? —preguntó la niña.
—Venimos a condecorarle.
—Ah.
La niña abrió la cancela del cementerio y bajo la bóveda del zaguán donde resonaban las voces dijo que sus tíos habían ido a Almazora y que ella tenía órdenes de esperar hasta las doce de la noche a un carpintero que vendría a tomarle medidas al difunto. Sus tíos estaban a punto de volver por si queríamos algo especial. Con la vela encendida la niña nos condujo al cuarto de la derecha. Al pie de la mesa elevó el brazo y el cadáver Vicentico Bola se exhibió con una palidez extrema ante nosotros. Tenía un ramo de claveles a los pies.
—Ha venido esta tarde una chica de la capital y ha dejado estas flores.
—¿Cómo era?
—No sé.
—¿Era pelirroja?
—Sí.
—¿Con toda la cara llena de pecas?
—Y con tacones muy altos.
—¿Qué ha hecho?
—Venía con unos amigos pero ha entrado ella sola, toc, toc, toc, con los tacones y se ha pasado un rato con el difunto y ha llorado con el pañuelo en la boca, después lo ha besado en la frente, ha dejado el ramo de flores y se ha ido. Este cuarto ha olido a colonia más de una hora.
La niña bellísima mantenía en alto la vela sobre el cadáver de Vicentico Bola que proyectaba su sombra en la pared. Manolín sacó del bolsillo un tapón de champán Codorníu adornado con un lazo rojo. Prendió con un imperdible esta condecoración en el jersey del cadáver a la altura de la tetilla izquierda y luego a modo de saludo dio un cabezazo.
—Se ha ido al otro mundo sin pagarme las trescientas pesetas de la máquina de afeitar —dijo Manolín después de condecorarle.
—¿Cómo era?
—Era una Braun. Era alemana.
La niña nos despidió en la cancela, apagó el cirio, se fue hacia el jardín del cementerio sólo iluminada por la luna llena de Jueves Santo y nosotros regresamos al pueblo cantando mujer si quieres tú con Dios hablar/pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar/el mar espejo de mi corazón/las veces que me ha visto llorar la perfidia de tu amor.
El Viernes Santo en medio del azahar Dios estaba absolutamente muerto. Bola también. Pero éste tuvo muchas más complicaciones para ser enterrado. El forense le hizo la autopsia a las diez de la mañana. Sólo realizó una faena de aliño, de la cual le quedó un corte en la sien que el practicante había suturado con esmero. En ese aspecto Vicentico Bola ya se encontraba listo para la eternidad. El primer obstáculo surgió cuando en tres funerarias se le dijo a la familia que no había existencias de féretros, según catálogo, a medida del difunto. Aunque la familia y los amigos nos habíamos movilizado en varias direcciones no se encontró un carpintero en las Alquerías del Niño Perdido hasta la tarde del día de autos. Éste se había empeñado en echarle primero un vistazo al tonelaje del muerto pero no había acudido al cementerio. A última hora se le dijo que fabricara a ojo una caja de pino melis para una carga de 150 kilos contando que debería incluir un forro de zinc según las normas de sanidad. Estaba todo paralizado en la comarca. Por la carretera no pasaba ningún camión de naranjas. Los bares y los comercios se hallaban cerrados. Sólo en las Alquerías del Niño Perdido un carpintero trabajaba fabricando el féretro de Bola y los martillazos se oían desde lejos en el silencio del Viernes Santo.