Había caído la pascua en mitad de abril y ya estaban todas las flores reventando. El Jueves Santo a media mañana me encontraba en la plaza del pueblo cuando llegó la noticia. Vicentico Bola se había matado con la moto. Acababa de hablar con él. Bola había pasado por el club recreativo para pedirme que le acompañara a Castellón. Le dije que no podía. Yo estaba esperando al panadero Ballester para ir a un bar de camioneros en Nules regentado por dos rubias atómicas que se llamaban las Piqueras y que movían el culo muy ceñido detrás del mostrador mientras servían la mejor ensaladilla rusa de la comarca. A Bola esa ensaladilla era lo que más le gustaba, pero ya no podría comerla nunca más. La desgracia cundió en seguida por todo el pueblo. Una anciana de negro cruzó por la calle San Roque y al pasar por delante de Comestibles Sanahuja, bajando un poco la cabeza, marcó sobre su pecho la señal de la cruz. Según decían algunos, Vicentico Bola se había matado en una curva de la entrada de Villarreal, frente al almacén de Azuvi, pasada la cruz de los caídos. Parecía sentenciado. Todos los que veían a aquel gordinflón encima de la vespa se preguntaban quién iba a durar menos, si la moto o el dueño. En el accidente la máquina había quedado intacta; en cambio Vicentico Bola murió aplastado por su propio peso. Eran 130 kilos a cien por hora.

Hacia el mediodía en el seiscientos fui a Villarreal en compañía de mi hermano José María, el panadero Ballester y Manolín Aznar, que era oficial de banco. Primero paramos en aquella curva de la carretera general por ver si había alguna huella de sangre sobre los adoquines. No quedaba ninguna señal y los camiones cargados de naranjas seguían pasando ajenos a la tragedia. En un taller de las cercanías nos dijeron que al muerto se lo habían llevado a la casa de socorro todavía vivo, que preguntáramos allí o en el juzgado.

La casa de socorro tenía un amplio recibidor de azulejo blanco presidido a medias por un crucifijo y el retrato de un Franco cuarentón. Había por allí un hombre que parecía el conserje, un tipo fortachón, de pelo ensortijado, carrilludo.

—¿Qué desean?

—Somos amigos del chico del accidente —dijo Manolín.

—¿De qué accidente? Esta mañana ha habido dos.

—Un chico muy gordo.

—Ese ha muerto ya —dijo el hombre.

—Entonces, nada.

—¿Quieren saber algo más?

—¿Dónde se lo han llevado? —preguntó.

—A la viña de Ferreres.

—¿Eso qué es?

—El cementerio.

—Ah.

—Mala potra ha tenido vuestro amigo —dijo el tipo ya en plan amigable—. Yo mismo le he asistido. Soy practicante. Claro que no había nada que hacer. Cuando lo trajeron y vi que le salía un hilo de sangre por las orejas y otro por un lado de la boca, en seguida pensé que se había roto la base del cráneo. Y eso, amiguito…

—Es grave, ¿no?

—¿Grave? Eso es lo peor que le puede pasar a uno. Si se rompe la base del cráneo… ¡Colorín, colorado!

—¿Estaba vivo cuando llegó aquí?

—Agonizaba.

—¿Dijo algo?

—Me pareció oír que pronunciaba la palabra champán. Eso quise entender. Champán, champán, decía.

En un rincón había una mesa con una carpeta de hule y un tintero seco, lleno de moscas. El practicante tiró del cajón, echó el tronco hacia atrás, pegó la papada al pecho y palpó por debajo de unos papeles.

—Aquí tengo sus efectos personales. Poca cosa. Un reloj, la cartera y… esta foto. ¿Conocen a la chica?

—A ver.

—¡Es la pelirroja Catalina! —exclamé muy sorprendido—. ¿Qué hacía ésta en la cartera de Bola?

—¿La conoce?

—Es una cabaretera del Rosales.

—También llevaba unos guantes viejos. Se los dejé puestos. ¿Para qué los quiere la familia? Y esto, miren.

—¿Qué es?

—Unos condones, marca Frenesí. Todo esto tiene que pasar al juzgado.

—Yo conozco al secretario —dijo Manolín—. Tal vez ese señor podría hacer algo.

—Si usted se refiere a lo que estoy pensando, no hay nada que hacer —contestó el practicante—. La culpa ha sido del gordo. Conducía perdiendo el culo y en la curva se le ha ido el pulso, según han testificado algunos testigos. Tenía demasiado volumen para tan poca máquina. Así me lo han contado y así lo he redactado.

El practicante sacó una cuartilla y leyó en alta voz muy entonado: «En el kilómetro 58 de la carretera 340 de Valencia a Barcelona la motocicleta conducida por Vicente Sanahuja, vecino de Villavieja, de 32 años, se estrelló violentamente contra otro motorista, natural del mismo pueblo, que venía en sentido contrario. Como resultado de la colisión Vicente Sanahuja quedó con heridas de carácter gravísimo. Trasladado a la casa de socorro de Villarreal, el practicante de guardia le apreció ruptura de la base del cráneo. Instantes después falleció».

El practicante agitó el papel en el aire y exclamó con orgullo:

—Esto saldrá mañana en los periódicos.

El cementerio estaba al final de un camino de polvo amarillo que conducía a él expresamente, en medio del naranjal. Aparecieron primero unos cipreses sobre la tapia blanca y en seguida una gravilla azulada comenzó a bullir bajo las ruedas. Al parar el motor del coche junto a la cancela en el silencio se fue perfilando y tomando fuerza una musiquilla que resonaba nítidamente: Dios te ha dado la gracia del cielo, María Dolores/y en tus ojos en vez de miradas hay rayos de sol/. Manolín se volvió hacia mí y dijo:

—Nos reciben con un bolero.

Detrás de la cancela se abría un zaguán alto y destartalado. A la izquierda había una puerta entornada; a la derecha, un cuartucho sin puerta; enfrente se veía el jardín del camposanto con pasillos enmarcados con líneas de geranios y cipreses y tumbas de mármol que centelleaban. Un hombrecillo que en seguida se vio que era el sepulturero apareció al oírnos llegar y casi sin mirarnos, dijo:

—Está ahí, en ese cuarto.

El sepulturero tendría unos cincuenta años. De pelo gris, segado y espeso y, al parecer, duro como el alambre; la cara terrosa con los huesos del pómulo como dos nueces; de ellas bajaban unas arrugas profundas cerrando entre paréntesis una boca endurecida con dientes de caballo. El hombrecillo tenía entre manos media hogaza hendida con una navaja. Por la raja del pan asomaban unas longanizas con tomate. De cuando en cuando el sepulturero las comprimía con los dedos. Le seguían dos o tres gatos.

—Pasen, pasen, si quieren verlo.

El hombre hablaba con el interés de un coleccionista. Abrió la puerta de la izquierda e insistió:

—Pasen, pasen.

Sobre una mesa de piedra destacaban en primer plano los zapatos embarrados con la punta hacia el techo. Vicentico Bola estaba extendido en lo alto entre cuatro paredes blanqueadas, bajo la claraboya del techo que repartía una luz difusa a todo su cadáver. En un rincón había un montón de serrín junto a una caja de pino, sin pulir, que era el ataúd de los vagabundos. Bola aún tenía los ojos abiertos y en ellos había un brillo metálico, como cuando estaba borracho. Los gordos mofletes se le habían estirado mucho y en la sien se le veía la marca del golpe mortal contra los adoquines de la carretera, un tumor cárdeno, con ribetes de color violeta entreverado bajo una grencha de pelo sucio de sangre. El pecho lo llevaba forrado con periódicos y al abrirle un poco el jersey se podía leer la cartelera de espectáculos que se presentaba en Valencia el domingo de Resurrección. Recuerdo muy bien que en el Capitol iban a estrenar Un tranvía llamado deseo y en el Apolo se presentaba una revista de Irene Daina con Alady según se anunciaba en el tronco del difunto.

—No ha cambiado. Es la misma cara —dijo el panadero.

—Tiene la boca un poco amoratada.

—Pero no se ha hinchado.

—Aún es pronto para eso —murmuró el sepulturero—. Acaba de llegar.

—Bola ya estaba gordo de por sí. ¿Tiene que hincharse más todavía?

—Pues éste ya está bien aquí hasta mañana —añadió con la boca llena el sepulturero—. Tienen que hacerle la autopsia y el forense ya no vendrá hoy.

El hombrecillo dejó la merienda junto a la pantorrilla de Bola y casi con mimo le acomodó el flequillo sobre la frente y luego con ambas manos trató de cerrarle la boca comprimiéndole la cabeza por el cráneo y el mentón, pero no lo consiguió del todo.

—Bueno, algo es algo.

El hombrecillo cogió la media hogaza y cuando se disponía a salir preguntó:

—¿Ustedes llevan prisa?

—No, nosotros, no.

—Pues si quieren que les invite a un vaso de vino, síganme. Me han pillado comiendo.

Salimos del cuartucho.

—Vengan, vengan.

Al cruzar el zaguán por donde se entra en el jardín, a la izquierda estaba una mujer sentada en una silla con el respaldo contra la lápida de un tal Nebot, muerto en 1930. Tenía a los pies una cesta con retales donde reposaban el transistor y una botella de vino.

—Es Amparito, mi esposa —dijo el sepulturero.

La mujer estaba zurciendo unos pantalones al sol de Jueves Santo y unos gatos con el rabo sarnoso maullaban exigiendo alguna miga al gobernador del cementerio. Éste se volvió para decirnos:

—Nosotros vivimos ahí.

Señaló una chabola adosada a la pared con una cortina de cañas en la puerta. Daba la sensación de que podía hundirse de una pedrada.

—Amparito, trae unos vasos para que puedan beber estos señores.

Sentado en aquella solana de nichos había sobre mi cabeza el cielo más azul posible. Un gorrión macho se acercaba a saltitos en busca de una miga muy cerca de mis pies. Sin estrategia alguna el pájaro avanzaba jugándose el tipo. Era muy extraño que en el cementerio los gorriones convivieran con los gatos.

—Aquí todos somos amigos —dijo el sepulturero ofreciéndonos un vaso de vino.