El tiempo se dividía en antes y después de la riada. La ciudad había sido marcada por aquella inundación en mitad de octubre de 1957 y ya no sé muy bien si ciertos amores con novias primerizas, algunos perfumes de algas, determinadas lecturas, las caricias trabajadas hasta la humedad en la última fila de los cines, muchas sensaciones y melodías, Charo, Eloísa, Mary Carmen, aquellos besos en los jardines oscuros del paseo de Valencia al Mar debían se atribuidos a un momento anterior o posterior a las aguas que llegaron a cubrir todas las calles y al barro que se apoderó de la vida. Estuvo lloviendo un cielo negro toda la tarde y siguió el aguacero de noche pero fue de madrugada cuando se oyeron sonar los pretiles del río desde la residencia con los remolinos de la corriente que traía enseres, árboles, toda clase de animales muertos para depositarlos en el corazón de la ciudad en medio del fango. Durante muchos días reinó la putrefacción. En el portal de la residencia al amanecer había un cerdo hinchado.

¿Sería antes o después de la riada cuando don Santiago me dijo que una chica que se llamaba Marisa le había dado recuerdos para mí? Pertenecía a una de aquellas familias de la burguesía a las que él llevaba la palabra de Dios en cenas exquisitas y la niña tenía los ojos verdes, ligeramente plateados, eso era lo más evidente. Uno o dos veranos había faltado a la cita del balneario y yo la buscaba por Valencia. No recuerdo si esos días ya la había visto pasar en el tranvía de la Malvarrosa. El hecho de que don Santiago por fin me revelara su nombre después de tenerlo durante algunos meses en secreto con una sonrisa de complicidad no cambió nada. Yo sólo quería encontrar a Marisa en la ciudad puesto que para mí las calles eran ella y su búsqueda se había convertido en un juego de la mente.

Me vienen ahora a la memoria los sonidos de aquel tiempo, las voces de los amigos. Empezaba el curso. En la residencia por la tarde Gonzalo tocaba con el laúd de forma insistente el tema de Juegos Prohibidos allí en su habitación o también Ay Portugal por qué te quiero tanto y estas melodías las llevo asociadas a la enfiteusis del derecho romano, a Kelsen y su filosofía jurídica neokantiana, al Soberano de Bodino mientras en el patio se oían los balonazos que daban Velasco o los gritos de Chimo Porcar y de Jack que jugaban al baloncesto y en el pasillo sonaba el violín de Enrique Pastor, ñigo, ñigo, ñigo, infinitamente y eso soliviantaba a algunos alumnos que preparaban notarías, Giner, Pedro Sancho, Bataller. En los días claros de mistral llegaba el chirrido de los raíles del tranvía de circunvalación y los pitidos de los trenes de la estación del puente de madera. En la calle de Alboraya había algún bullicio de herramientas menestrales, la sierra mecánica de un carpintero, el soplete de un taller eléctrico donde un viejo en guardapolvo azul y gafas en la punta de la nariz arreglaba magnetos y baterías, el carro del paragüero, el silbato del entrenador del Levante, la música que traía la brisa desde la Alameda los días de feria cuando a última hora de la tarde sobre las norias y los tiovivos ya paralizados sonaba la canción Oh main papá junto con los ramalazos de un denso perfume de buñuelos de calabaza.

Con el viento sur las aulas de derecho y de filosofía olían un poco a cebolla. La huerta enviaba a la facultad la esencia de todos sus productos que se unía a los distintos saberes de la inteligencia. Los estratos del alma estaban igualmente formados por el serrín mojado de los billares Colón y el amoniaco del urinario público de la plaza del Caudillo que hacía amalgama con el mercado de flores que había en el sótano. El olor a pólvora, el estruendo de los cohetes, el hedor del sol cuando fermentaban las alcantarillas, el destartalamiento general hecho de gritos y destellos de los colores abigarrados. El sonido más profundo lo producía la luz. El aroma más delicado nacía de la sal que después de traspasar la brea del puerto llegaba desde el mar a la ciudad y dentro de ella se mezclaba con el desinfectante de los cines, con la margarina recalentada de la cafetería Hungaria, Lauria, Barrachina. Un estrato entero del alma lo ocupaba el sabor dulzón que emanaban las butacas raídas del teatro Ruzafa. En él reinaba Gracia Imperio, ella sola. Y después estaba el sudor y las campanas de los tranvías y los raíles que rechinaban dentro del bochorno del asfalto hervido. Había un camino interior que yo recorría a través de ese sudor hasta la playa de la Malvarrosa en la abarrotada plataforma del tranvía. En medio de los cuerpos pegajosos estaba aquella chica valenciana agarrada a la barra con el brazo en alto que dejaba al aire la axila empapada y ella vestía una falda bajo la cual podían adivinarse sus ancas partidas y llevaba una blusa de flores muy repleta de senos. Las sacudidas del tranvía hacían trabajar las caderas de los viajeros para mantener el equilibrio pero algún vaivén más violento formaba oleadas de carne apelmazada y de pronto te veías incrustado en los cuerpos de alrededor y de ellos sorbías el sudor y el aliento. Ese día un señor de mediana edad, muy flaco y con bigotito había ido reptando entre la masa del tranvía hasta colocarse de pie en la plataforma muy pegado a aquella chica de las ancas partidas que tenía traza de ser una pescadera del Grao, muy bragada. El tranvía rodaba por la avenida del puerto.

Otras veces el mismo sudor se establecía en los trenes eléctricos que salían de la estación de madera. La gente que iba a la playa en verano llevaba las piernas fuera de las ventanillas y muchos cantaban a coro cuando el convoy atravesaba un campo de alcachofas o tomates y el sol de cuarenta grados olía a verduras pero de repente en el vagón entraba un filo de sal lleno de frescor y a éste seguía al instante el horizonte azul.

En el tranvía de la Malvarrosa aquel día el hombre del bigotito estaba metiendo mano a aquella chica. Con un trabajo muy lento primero le tocaba un muslo. Luego se apartaba. Después recuperaba la posición un poco más arriba. Yo contemplaba su trabajo científico y veía que la mujer estaba inquieta pero el hombre insistía y aprovechando alguna embestida del tranvía ganaba una nueva cota hacia la meta. De pronto dijo la chica tranquilamente en voz muy alta: Ja té vosté la mà en la figa. I ara qué fem? Ya tiene usted la mano en el coño. ¿Y ahora qué hacemos?