Fue en esos días de noviembre cuando vi pasar otra vez a Marisa en el tranvía de circunvalación por delante del puente de la Trinidad. El tranvía 5 era azul. Bajaba junto al río hasta la Glorieta; después rodaba a lo largo de Colón, la calle Játiva y Guillén de Castro; daba la vuelta después de pasar las torres de Cuart y bajaba por las Alamedillas de Serranos. Esta línea seguía el trazado de la antigua muralla de la ciudad. Algunos días cogía el tranvía 5 para no ir a ninguna parte. Me gustaba dar vueltas sin un fin determinado leyendo cualquier libro pero desde el día en que vi a Marisa en una ventanilla del tranvía de circunvalación, ese trayecto comenzó a tener para mí un sentido. Imaginaba que iba detrás de ella. O que ella me seguía en otro convoy. Dábamos los dos la misma vuelta a la ciudad y yo iba leyendo poesías de Nervo, la Amada Inmóvil, o cosas más cursis todavía. Tenía entonces ya una pasión inconfesable. Quería ser escritor. Era otra de las formas de salvar al mundo. Trataba de expresar un sentimiento que conmoviera a todas las almas y para eso no encontraba otro camino que pedir un vaso de vino tinto y un pincho de tortilla en Casa Pedro, acodarme en la barra, encender la pipa que me había comprado y componer el perfil del joven literato. Esta taberna literaria, propiedad de Javier Marco, estaba decorada con murales de Manolo Gil y había anunciado un nuevo concurso de novela corta con un jurado compuesto por las vacas sagradas de la inteligencia valenciana del momento, Joan Fuster, Vicente Ventura, José María Jover, Carlos Sentí, José Iborra y Sabino Alonso Fueyo. Mi tío Manuel me había regalado una máquina de escribir Hispano Olivetti. El primer premio lo había ganado Juan Mollá. Había salido en los periódicos. Le habían hecho fotos. Algunos pintores habían dibujado su cabeza. Yo tenía la pipa, la máquina de escribir y el corazón inflamado. Sólo me faltaba un buen tema que rindiera al mundo entero.
Podía afrontar algo lírico: la pasión por aquella niña que huía en un tranvía sin que yo pudiera conseguirla jamás. Puesto que el intento de relatar el crimen del Semo se había frustrado, también podía describir el amanecer de aquel día de mayo en el patio de la cárcel de mujeres junto al río cuando agarrotaron a la envenenadora Pilar Prades Expósito, según me lo había contado el fiscal que asistió a la ejecución. Era precisamente aquella mañana de primavera ya granada en que vi por primera vez a Marisa en el tranvía de la Malvarrosa. Así debería iniciar la narración: yo salía de la audiencia con el fiscal Chamorro, que era mi profesor del derecho penal, en dirección al bar Los Canarios de la calle la Nave a tomar un pincho de tortilla. En ese momento oí la campana de un tranvía azul y amarillo que cruzaba la Glorieta y en él viajaba aquella niña de la trenza de oro. Corrí angustiosamente detrás del convoy y a punto estuve de encaramarme en la jardinera, pero no lo logré a causa de mi propia emoción. El fiscal me esperó en medio del Parterre junto a la estatua de Jaime el Conquistador y sin preguntar a qué se debía mi esfuerzo desesperado por atrapar lo que parecía una visión siguió camino a mi lado y fumaba lentamente contando que la sentencia de la envenenadora se había cumplido la madrugada del día anterior, 17 de mayo.
El teniente fiscal Remigio Moreno que intervino en el juicio excusó la asistencia a la ejecución alegando que era cardiaco y que tenía arritmia y debido a eso fue sustituido por el fiscal Chamorro. Estaban presentes esa noche perfumada, aparte de la condenada Pilar Prades Expósito, el verdugo que era natural de Azuaga, un pueblo de Badajoz donde regentaba un puesto de pipas aunque otros dicen que era un zapatero remendón. También estaba en el sótano de la cárcel de mujeres un juez de Palencia, de paso por la ciudad, que al parecer le gustaban esas cosas y dos testigos de Valencia traídos según el precepto de la ley de enjuiciamiento criminal. A las once de la noche, el verdugo cogió una botella de coñac y dijo que le despertaran diez minutos antes de las seis, hora en punto en que debía actuar; a continuación todos oyeron los ronquidos que daba en el tabuco habilitado con un petate donde se había metido. El fraile Jesús de Orito se pasó toda la velada hablando con el abogado defensor de que había que cenar cosas ligeras para dormir bien, por ejemplo un hervido, una tortilla a la francesa o un pescadito y a esta conversación asistía el director de la cárcel al que habían echado del puesto en Santander por haberse llevado el dinero de la caja. A la condenada se le había pedido que manifestara su última voluntad. Ella dijo que quería ver a una antigua compañera de celda que había estado presa por abortadora. Ahora vivía en Gandía. El presidente de la audiencia el señor Chico de Guzmán ante la dificultad que representaba semejante capricho insinuó que dijeran a la condenada que habían avisado a su amiga y que no había podido venir, pero el fiscal Chamorro se opuso a este enjuague y pagó el taxi de su bolsillo. La abortadora fue traída a la cárcel y estuvo toda la noche acompañando a la condenada a muerte. Le habló todo el rato de calceta, de la forma cómo hacía ella los patucos para los niños.
—¿Ha llegado el indulto? —preguntaba la interesada.
—Todavía no.
—Cuando salga de la cárcel iré a cuidar leprosos —murmuraba a veces.
Hasta el último momento pensó que la perdonarían porque creía que no era una mala persona pero llegó la hora convenida y hubo que aporrear varias veces la puerta del tabuco para que el verdugo despertara. A las seis el fraile celebró una misa a la que asistieron todos los presentes excepto el puntillero que estaba preparando el garrote con sus palitroques respectivos en una esquina del patio y en ese momento ya se oían los pájaros que cantaban furiosos de amor y bajo ese sonido, terminada la misa, el director de la cárcel leyó el acta de ajusticiamiento y entonces la mujer comenzó a blasfemar. Mientras la acompañaban hacia el ángulo del patio vestida con un abrigo verde y zapatos de tacón alto el fraile le decía: Hija mía, repite conmigo. Jesús, José y María os doy el corazón y el alma mía, pero la condenada a muerte daba unos aullidos terribles que saltaban la tapia cubierta de rosales y los vecinos del barrio de Cuarte Extramuros los oían con toda nitidez. Junto al garrote armado la esperaba el verdugo con la botella de coñac.
—¡¡Soy muy joven para morir!! ¡¡Quiero cuidar leprosos!! ¡¡Haré lo que ustedes quieran pero no me maten!! —gritaba Pilar.
Olían las rosas de la tapia y por el mar estaba amaneciendo, todos los pájaros cantaban de una manera furiosa y el fraile le hablaba a la encausada de las delicias del cielo, de la belleza de encontrarse con el Ser Supremo y del eterno descanso. En un rincón del patio estaba ella sentada ya en un taburete con la espalda en el palo y le dijo al verdugo:
—No me hagas daño.
—Tranquila. Soy un buen profesional —contestó el otro.
Frente al patíbulo se hallaba alineada la representación oficial. Un segundo antes de la puntilla al director de la cárcel le dio un ataque de epilepsia. Comenzó a aullar, a retorcerse en el suelo, a echar espumarajos y el abogado defensor, el fiscal, los magistrados, el forense, los testigos e incluso el propio verdugo acudieron en su ayuda, todos excepto la condenada que tenía ya pasada la argolla por el cuello y no podía moverse. Hubo que amarrar al director de la cárcel y ponerle un pañuelo dentro de la boca antes de ejecutar la sentencia, pero a Pilar no la libró nadie.
En el bar Los Canarios el fiscal Chamorro entre un pincho de tortilla y una ración de boquerones en vinagre juró casi con lágrimas que nunca pediría la pena de muerte para ningún acusado después de haber visto lo que vio. Aquellas tardes moradas de noviembre en la residencia yo escribía en un cuaderno de tapas rojas esta historia tratando de unirla a la visión lírica también real de una niña con la trenza de oro que viajaba en el tranvía azul y amarillo de la Malvarrosa. La envenenadora de Valencia era una criada que había usado un arsénico matahormigas, marca El Diluvio para envenenar a su señora, la mujer de un carnicero a la que servía con amor. También envenenó a la esposa del coronel médico. Lo hacía para que estuvieran enfermas y poder ayudarlas. Ni Dostoievski hubiera encontrado un pliegue más profundo del alma humana, pero aquel cuaderno de tapas rojas quedó muy pronto abandonado y yo seguí persiguiendo a Marisa en el tranvía y entonces leía Los Héroes, de Carlyle y las poesías de Machado. Los domingos por la mañana había matinales de cine club en el Astoria o en el Lys. El Río, de Renoir; El Silencio es Oro, de René Clair; las películas del indio Fernández; Milagro en Milán, de Vitorio de Sica; películas de Alberto Latuada, de John Ford. En las carteleras daban Candilejas, Pan, amor y fantasía, Carrusel napolitano y Vacaciones en Roma cuando la China de la cafetería Barrachina había comenzado a envolverme en sus redes. Transcurrían en Valencia suaves días de otoño o tal vez era ya primavera y yo llevaba en la cabeza un triple enigma: buscaba a una niña que huía en un tranvía a la Malvarrosa; un escayolista místico de Nazaret me perseguía buscando mi salvación y me llamaba por teléfono de noche para decirme con voz cavernosa que se ponía cilicios por mí, que se azotaba pensando en mi alma en pecado, que estaba dispuesto a cualquier sacrificio con tal de que yo recuperara la gracia de Dios; una prostituta extremadamente tierna se juraba a sí misma que yo era su novio que había resucitado. Ahora la China estaba de medio amante del campeón de lucha libre Pizarro, pero el amor de su vida había sido el hijo de un fabricante de zapatos de Elche que estudiaba tercero de Medicina cuando se mató en accidente de coche el verano anterior.
Después de haberlo repetido tantas veces comencé a sospechar si no sería yo un ectoplasma del otro: el mismo nombre, los mismos ojos, la misma voz, la misma forma de caminar, el mismo cuerpo. La China no hablaba como una profesional. Se comportaba conmigo de un modo misterioso. Decía que en sueños había sabido que yo un día volvería a ella y mientras tanto cogía mis manos con mucha dulzura y hacía que le pasara las yemas de los dedos suavemente por sus ojeras para secarle las lágrimas. Me costaba aceptar que yo había tenido otra vida muy reciente hasta una tarde del pasado agosto en que quedé aplastado contra un eucaliptus en el camino del Saler.
—No puede ser —le decía riendo—. En agosto yo iba en el seiscientos a bañarme a las villas de Benicasim con mi hermano José María. Él es testigo de que yo existía por mí mismo.
—No, no —exclamaba la China mirándome con mucha ternura—. Tú has muerto, pero yo sabía que un día volverías a estar conmigo. Manuel, vámonos a la pensión. ¿No quieres?
—¿A la pensión?
—Vivo al lado del teatro Ruzafa, aquí mismo, encima del bar la Nueva Torera. Te enseñaré todo lo que tienes que saber de las mujeres.
Al principio parecía un juego. Yo iba muchas tardes a la cafetería Barrachina y me enredaba frente a un yogur batido con aquella chica que hablaba del más allá sin dejar de mirarme con una dulzura muy profunda. La veía sentada a un velador esperando y mientras subía por la escalera de mármol hacia la rotonda a veces ya no sabía si yo era el hijo del fabricante de zapatos muerto en accidente que acudía a una cita con su novia o era un simple mortal que no había muerto todavía y que sólo buscaba seguir hasta el final un juego excitante.