Era también otro cura alto, flaco, de pelo blanco y rostro angulado, don Faustino, un salesiano elegante que cortaba los espárragos con una delicadeza exquisita en aquel restaurante de la Gran Vía de Germanias mientras me decía que yo debería asistir a unos cursillos de cristiandad aunque sólo fuera para informarle de cuanto sucedía en esos encierros que estaban poniendo de moda una espiritualidad muy histérica. Don Faustino dirigía la Jumac, juventud universitaria masculina de acción católica y por inercia yo me movía en ese ambiente llevado por mi compañero de residencia Miguel Olmeda, un tipo inteligente que leía a Proust, a Theilard de Chardin y tocaba el acordeón. Don Faustino quería tener de primera mano una referencia de los cursillos de cristiandad. Me había elegido de espía. Una mañana nos llevó a Olmeda y a mí a palacio para hablar con el arzobispo Olaechea y yo iba muy a remolque ya que mi fe en la Iglesia la había dado por cancelada aunque llevaba un lastre muy difícil de sacudir, aparte del terror de encontrarme solo conmigo mismo. A pesar de todo aún me atraían ciertos ritos, el incienso, el gregoriano, el esplendor de la liturgia estéticamente elaborada, si bien estos elementos de mi adolescencia mística comenzaban a ser anegados por las sensaciones de un mar corporal, la brea del puerto, la música de los Platters, el humo ciega tus ojos y este humo ya no era de incienso, sino del cigarrillo Pall Mall bajo la mirada de una chica con el primer cubalibre en la mano que era la nueva forma de oficiarse el alcohol.

El despacho del arzobispo Olaechea era amplio, austero, soleado; había un zócalo de azulejos, una mesa, un crucifijo y al fondo un cuarto de baño entreabierto donde se veía la taza del retrete. Semejante intimidad me tenía sobrecogido. Don Faustino, Olmeda y yo nos sentamos en unas severas jamugas frente al prelado que no hizo nada por mostrarse simpático aunque entre los dos clérigos se hablaban con confianza puesto que ambos eran salesianos de Navarra y de parecida edad. Don Faustino me presentó diciendo que yo era un estudiante de Derecho y añadió algunos elogios; lo mismo dijo de Olmeda, cosa que el arzobispo dio por bueno y mientras se acariciaba el anillo de latón y el pectoral de no muy buena calidad comenzó a hablar mal de Franco. Estaba un poco molesto porque el Caudillo acababa de negarle no sé qué y en cambio le había nombrado procurador en Cortes. Decía que ésa no era su misión apostólica.

—Yo debo procurar que los procuradores sean buenos cristianos y que elaboren leyes justas según la doctrina de la Iglesia católica. ¿Pero qué pintamos algunos obispos sentados en las Cortes?

—Quieren tenerlos cerca —dijo don Faustino.

—Eso es, domesticados —añadió el arzobispo—. Bastante hacemos con llevar bajo palio a ese señor.

Con mucha suavidad el arzobispo Olaechea alternaba el veneno con la sonrisa y ésta con las caricias de las yemas de sus dedos en el pectoral y de esta forma contaba que durante la cena de gala que hubo una vez en la alquería de Godella en honor a su excelencia el Generalísimo se produjo un apagón de luz en el momento de servir la pularda y en la oscuridad se oyó algo parecido a una detonación que no era sino un panel que se había caído sobre las espaldas del gobernador militar y éste lanzó un grito que alertó a toda la guardia.

—Sentí un golpe en el hombro —dijo el arzobispo—. De pronto me vi en el suelo en medio de un estruendo de sillas y mesas que volcaban. Con la nariz pegada al pavimento y descalzo de un zapato pensé cómo había tanto miedo en un salón donde había tantas pistolas. Noté una presión en la sien junto con el jadeo de alguien que tenía su boca muy cerca de mi nuca. Cuando vino la luz descubrí el cañón de una metralleta perpendicular a mi oreja y unos ojos desorbitados por el terror que me miraban.

—¿Quién era?

—Uno de la guardia de Franco. Uno de esos que llevan una borla roja en la boina. Me dijo: «Perdón, excelencia, era por si las moscas». Buscó el solideo entre las mesas y ayudó a calzarme.

El arzobispo sonrió con ironía, respiró hondo y añadió:

—Bien, bien, bien, hijos míos, así que os vais a los cursillos de cristiandad, ¿no es eso? Contad a don Faustino lo que veáis. He oído cosas muy extrañas de todo eso.

En los círculos de estudio de la Jumac había dos tendencias; unos eran partidarios de la misa y comunión diaria, del rezo del rosario y de las sabatinas sin plantearse problemas intelectuales; otros creíamos que los universitarios tenían la obligación de afrontar la espiritualidad de una forma menos rudimentaria. Había que ahondar en el misterio de la fe y vivirla con la proyección evangélica en un sentido moderno. Ellos seguían con el misal de cantos dorados; nosotros leímos a Maritain, a Romano Guardini, al incipiente Aranguren y sobre todo teníamos nuestro faro en el libro de Zubiri: Naturaleza, Historia y Dios. Después vendría Teilhard de Chardin, Graham Greene y sus curas alcohólicos, la santidad laica de Camus, la agonía de Unamuno. Este talante era una expresión de la minoría selecta en su versión religiosa, una forma de exigirse a sí mismo para distinguirse de los demás y convertirse en un individuo frente a la masa. Yo sentía demasiado desprecio por aquellos beatos. Sus críticas no me molestaban. Aparte de que en secreto había perdido ya la fe.

El cursillo de cristiandad se efectuó en la misma casa de Alacuás donde tiempo antes hice los ejercicios espirituales con el padre Llanos. La gente que se reunió allí era de extracción muy variada. Había universitarios, oficinistas, tenderos, padres de familia y obreros del Grao. A simple vista la mezcla resultaba extraña pero eso formaba parte del invento, como también el hecho de que el silencio y la meditación no tenían allí ningún valor. Más bien al contrario: resultaban sospechosos. Llegaba un seglar y daba una charla muy encendida sobre cosas sencillas de la moral y a continuación todo el mundo se ponía a cantar canciones infantiles y a contar chistes y a berrear lo que le venía en gana como una forma de salirse de sí mismo hasta formar una masa magnética con el grupo. Este clima de histeria iba en aumento. Las pláticas arreciaban con énfasis apostólico de grueso calibre. Cristo era tratado como un tipo que tenía un par de cojones y a renglón seguido los chistes verdes también subían de tono y así mismo las carcajadas que provocaban y las canciones pletóricas de entusiasmo que se perdían por encima de la tapia. La canción estrella era: de colores se visten los campos en la primavera, de colores los pájaros raros que vienen de fuera, de colores es el arcoiris que vemos lucir y por eso de muchos colores, de muchos colores te quiero yo a ti. La expresión: estar de colores significaba estar en gracia de Dios. La gente se saludaba ¡de colores! Incluso algunos más fanáticos te preguntaban directamente: hermano ¿estás de colores? Tenías la obligación de contestar la verdad. El momento culminante se alcanzaba la noche de la clausura. Muchos cursillistas iban llorando a lágrima viva por los pasillos. Llegaban invitados de otras sesiones anteriores que ya habían pasado por la experiencia. En una gran sala se hacía un psicodrama compulsivo. Uno a uno iba tomando la palabra. En medio de una histeria colectiva cada uno sacaba de lo más profundo de su ser una confesión, un deseo, una promesa y esta catarsis se acompañaba con lágrimas, gritos y aplausos por todos los demás. En ese momento uno recordaba a un familiar muerto, otro soltaba una imprecación mística rozando la blasfemia: ¡¡Cristo es cojonudo!! ¡¡La Virgen María será mi puta para siempre!! y todo el mundo sollozaba y reía. Yo me mantenía frío en mi papel de espía aunque me sentía tan ridículo como ese tipo que está sobrio en medio de una pandilla de borrachos. Cuando vi que Olmeda, un joven tan racionalista, también lloraba quedé turbado. Me llegó el turno, me puse en pie y dije a la sala: «Veo que aquí muchos están llorando por su salvación, ojalá yo pueda llorar un día por una idea». Me había preparado una frase que sonara intelectual y cálida para salir del paso, pero quedó cursi. No aplaudió nadie.

Para que los efectos emocionales del encierro no se disiparan, los cursillos de cristiandad continuaban luego en la calle mediante la organización de unas células que se llamaban Ultreyas formadas por grupos de cuatro y sus componentes estaban obligados a reunirse un día a la semana para controlarse, animarse y excitarse mutuamente en el amor a Cristo. Fui asignado a una Ultreya bajo la dirección de un escayolista lleno de celo apostólico que vivía en Nazaret, de nombre Arsenio. Comenzó a llamarme a horas intempestivas. Sonaba el teléfono de la residencia. Acudía a la cabina. Oía su voz un poco cavernosa.

—¿Manuel?

—Sí.

—Soy Arsenio.

—Ah.

—¿Estás de colores?

—Bueno, sí.

—¿Por qué no viniste ayer a la Ultreya?

—Tengo parciales de procesal.

—Eso no es lo que Cristo espera de ti —decía con un tono profundo el escayolista—. ¿Qué es eso de parciales?

—Exámenes.

—¿Y por qué estabas ayer por la tarde en la cafetería Barrachina sentado con una puta?

Esta persecución comenzó a convertirse en una tortura. Arsenio no sólo me vigilaba. Hacía algo peor: rezaba por mí, se ponía un cilicio, se azotaba, efectuaba cualquier clase de penitencia para conducirme por el buen camino. Saber que había un escayolista en Valencia dispuesto a dar su vida por mi salvación me llenaba de angustia. En cuanto yo faltaba una vez a la reunión en seguida se producía la llamada telefónica, incluso a altas horas de la noche, para preguntarme escuetamente si estaba en gracia de Dios y su voz sonaba patética al otro lado del hilo. Aun sin verlo sentía su presencia en todas partes, por lo visto él conocía todos mis caminos y un día en el bar Los Canarios el dueño me dijo que un señor había caído por allí preguntando por mí y otro día era el bedel Cuevas en la facultad el que me lo decía. Todos describían a un tipo con las orejas muy separadas y los ojos de fresa, algo dislocados.

El club Mocambo estaba en el pasaje de la Sangre. Allí reinaba de forma absoluta la dueña Mercedes Viana, una rubia artificial, cegata, de caderas anchas y muy bien vestida. A los 18 años había tenido un amante gordísimo, de más de cien kilos, que le dio el dinero para los negocios que ella emprendió. Cuando algunas chicas del club se quejaban, Mercedes Viana siempre les contaba el peso enorme que había tenido que soportar para salir adelante. Pasado el tiempo se enamoró locamente de un chulo llamado Julián que la esquilmó antes de preñar a una tanguista de la cual tuvo un hijo, pero Mercedes Viana que ya se había casado con Paquito Selma adoptó a la criatura porque ella era yerma, y además tenía un gran corazón. Yo acompañé aquella tarde a Vicentico Bola a Mocambo. Quería averiguar si había alguien allí que me pudiera contar el crimen del cine Oriente y si la pelirroja Catalina que se había sentado en mis rodillas en un reservado del cabaret Rosales de Castellón había participado como encubridora en ese asesinato. Vino a Valencia aquella tarde de noviembre Vicentico Bola en la vespa con un gorro ruso de astracán en la cabeza y todo el pecho forrado de periódicos. Antes de ir al barrio chino a encamarse en casa de Madame Doloretes que era su destino final, pasó por la residencia a visitarme, apagó el flexo que en mi mesa iluminaba la letra de cambio de Derecho Mercantil y tiró de mi manga diciendo que me invitaba a una copa en Mocambo, un antro de lujo que yo no conocía.

Caía sobre Valencia un crepúsculo amoratado y todo el neón crepitaba en la cafetería Barrachina donde Bola primero se comió dos bocadillos de blanco y negro hechos con butifarra y longaniza. Después bajamos al sótano rojo de Mocambo y Mercedes Viana que se paseaba por allí fumando en una larga boquilla de hueso de jabalí al ver a Bola exclamó:

—Gordo como tú era mi primer novio. Pero no tan guapo.

—¿Está Toni la del Cabanyal? —preguntó Bola sobrado de facultades.

—¡¡Toni!! —gritó una leona detrás del mostrador.

Vino una de las chicas y se acomodó junto a nosotros en un taburete de la barra. Vicentico Bola le preguntó si conocía a la pelirroja Catalina y Toni la del Cabanyal antes de nada pidió un cubalibre y a continuación Bola exigió un coñac para él y un anís para mí. Toni comenzó a relatar el crimen desde el principio. Las piernas depiladas en un saco junto a la vía del tren. Los brazos con pulseras y las uñas pintadas en la Malvarrosa. La cabeza degollada de un hombre detrás de la pantalla del cine Oriente dentro de una caja de galletas. ¿La pelirroja Catalina? Lo contaba con tanto misterio que muy pronto se produjo alrededor de Toni un corro de chicas incluida la dueña Mercedes Viana y todas estaban pendientes de sus palabras cuando sonó el bufido de alguien que se acercaba sin ocultar su furia. Con espanto vi que Arsenio el escayolista se abría paso hacia mí y que de un manotazo apartó a Toni la del Cabanyal, empujó a dos chicas más y se echó mano al bolsillo interior de la chaqueta con ademán de sacar una pistola. Pero en vez de un arma en su mano apareció un gran crucifijo que de un golpe dejó depositado sobre la barra entre las bebidas.

—¡¡Éste que ha muerto por ti te va buscando!! —gritó Arsenio mirándome fijamente con ojos llenos de fiebre.

Se dio media vuelta y desde lo alto de la escalera alfombrada, antes de salir de Mocambo, aun lanzó un nuevo grito:

—¡¡Devuélveme el crucifijo cuando te hayas arrepentido!!

En el silencio que se produjo sonaba la voz de Nat King Cole. Ansiedad de tenerte en mis brazos suspirando palabras de amor, ansiedad de tener tu cariño y en tus labios volverte a besar. El crucifijo permaneció un tiempo al pie del cubalibre y nadie se atrevía a tocarlo.