Ya habían pasado las fallas. Tal vez ese año al parador del Foc o del So Nelo había venido a cantar Renato Carossone o Marino Marini o Sacha Distel o Lorencito González o Luis Mariano o las Hermanas Benítez o Xavier Cugat y Abee Lane. En fallas los señoritos valencianos se iban a Andorra a comprar duralex. Me había equipado ese año para fallas con una chaqueta azul con botones de ancla plateados y unos pantalones de franela gris perla y además había tenido un pase para el So Nelo, una lujosa carpa que montaban junto al convento de Jerusalem llena de lámparas de mil lágrimas y tapices, y allí había llevado a bailar a alguna amiga de Filosofía y Letras o a cualquier colegiala y, mientras Renato Carossone cantaba Maruzzela, Maruzzela, sin duda, yo le había hablado de la Rebelión de las Masas de Ortega y Gasset y ella me había puesto el codo en el esternón para que no me acercara.
Por ese tiempo realizaba los esfuerzos necesarios para pertenecer a la minoría selecta: hacía gimnasia, me duchaba y afeitaba todos los días, me lavaba los dientes después de comer, tocaba en la armónica Hönner canciones de Baviera, usaba jabón Heno de Pravia, había comenzado a embriagarme con El Inmoralista de Gide, jugaba al fútbol en el campo del Levante, me fascinaba el mundo de la prostitución, pero tenía el orgullo de no haber caído todavía en brazos de una de esas mujeres impuras. A mí me regeneraba siempre el pensamiento de Marisa y, aunque no la había visto en mucho tiempo, todo cuanto hacía estaba referido a ella. Sabía que en los Alpes entre la nieve crecía la flor del Edelweiss que su pasión me requería. Tenía que subir a esa cumbre para arrancarla, aunque la escalada debía realizarla por dentro de mí mismo y para eso hacía gimnasia y en las tardes lívidas de la residencia a veces meditaba en la forma de construirme espiritualmente: recordaba mi infancia entre naranjos y limoneros, las bombas olvidadas en el monte que estallaban entre la maleza, los balnearios derruidos en la posguerra, el uso de razón bajo la autoridad de mi padre, la libertad que conquistaba todos los días al traspasar la puerta de casa para perderme en el campo, los primeros cursos de humanidades con los curas, el trauma familiar cuando los curas me expulsaron, el despertar del sexo bajo el algarrobo centenario mientras la banda de música ensayaba un fragmento de La Boda de Luis Alonso. El rigor de mi padre me había convertido en un ser muy inseguro. Esta neurosis se había acrecentado bajo el caparazón de todas las amenazas morales que me habían impuesto los curas, pero de aquellos años de internado, dentro de la putrefacción, aún conservaba un poso muy dulce, el cántico de vísperas en la niñez, las flores a María, las voces de los ángeles en una partitura de Palestrina cuando yo era uno de esos ángeles que cantaban en la escolanía, la emoción mística de sentirme elegido para salvar al mundo. Habían pasado años de todo aquello. Ahora yo sólo quería ser guapo, atlético, sano, inteligente, tomar yogur batido, fumar Pall Mall lentamente, leer a Camus, a Gide, a Sartre y que toda la circulación de mi sangre se confundiera con la imagen de Marisa, la niña de la trenza de oro y los ojos verdes.
Habían pasado las fallas. Durante las vacaciones de Semana Santa en el pueblo sólo se hablaba de naranjas. Todo el misterio de la pasión tenía como fundamento la venta de la cosecha de verna, de modo que Cristo resucitaba con más o menos gloria según los precios llegaban o no a veinte duros la arroba. La espiritualidad era el azahar, un perfume que hacía que te levantaras con dolor de cabeza, y dentro de esa atmósfera también leía los libros de Ortega y Unamuno en la colección Austral. Al regresar a Valencia con la primavera cuajada ya fermentaba todo el asfalto y las chicas sólo esperaban que llegara el segundo domingo de mayo, fiesta de la Virgen de los Desamparados, para quitarse oficialmente la rebeca y quedar en manga corta con los senos apuntados. Algunos tranvías comenzaban a arrastrar la jardinera. Llegaba la feria de muestras. Venía el ministro de comercio a inaugurarla y entonces había que encerrarse a preparar los exámenes. Alguna gente iba ya a la playa o a la piscina de las Arenas. Fue por ese tiempo cuando la vi después de un año de buscarla. El tranvía de la Malvarrosa era azul y amarillo. En ese momento pasaba por la Glorieta y yo salía de la Audiencia donde me había citado el fiscal Chamorro para contarme los detalles de la ejecución a garrote vil de la envenenadora, acto que él acababa de presenciar. En la jardinera del tranvía de la Malvarrosa iba Marisa sentada y aunque la visión fue muy fugaz supuse que me había mirado. Iba vestida de rosa y llevaba una bolsa de tela blanca que tal vez contenía la toalla y el bañador. Corrí con todas mis fuerzas pero el tranvía al pasar la curva había cogido velocidad y me fue imposible subir a la plataforma. Me senté en un banco del parterre junto a la estatua de Jaime el Conquistador turbado todavía por el impulso que había tenido de perseguir a esa niña con toda mi furia. ¿Qué le habría dicho si la hubiera alcanzado? ¿Por qué ella si me había visto se había alejado sin volver el rostro? Seguramente Marisa iría a la Malvarrosa a bañarse.