Había varios estratos de olores en la calle del Salvador, olía a tahona, a droguería, a moho en los muros de la iglesia de los Trinitarios, a carbonería, a vaho de medicamento que salía de una farmacia, a salazones, y a través de ellos iba cada mañana camino de la facultad hasta la calle de la Nave con los libros de texto bajo el brazo. Todos los olores del itinerario cambiaban de matiz a lo largo del año. Tenían variaciones muy sutiles hasta que todo se convertía en una amalgama podrida cuando llegaba el calor. Solía ir cantando entre dientes y veía al panadero, al dinosaurio del Almudín, a los canónigos de la catedral, al autobús de Iberia que llevaba pasajeros al aeropuerto de Manises, al dragón del Patriarca y según la moda del momento cambiaba de melodías, unas veces cantaba a Machín, mira que eres linda, a Lorencito González, la niña de Puerto Rico por quien suspira, a Jorge Sepúlveda, mirando al mar soñé, a Bonet San Pedro, carpintero, carpintero, pero yo era un moderno y comenzaba a imitar a Renato Carossone, la donna rica, y Maruzzella, y también las canciones de Charles Trenet. Rodaba el tiempo por el puente de la Trinidad.

Las caras nuevas en la facultad a primeros de octubre bajo la boina renacentista de Luis Vives en el pedestal del claustro. Los primeros paseos de los domingos por la tarde desde Correos por la acera de la plaza del Caudillo y de San Vicente hasta la esquina de la calle la Paz. Había una línea divisoria que nunca transgredían las chicas de servicio. Ellas paseaban por Calvo Sotelo y nunca pasaban de la cafetería Lauria hasta donde llegaban los señoritos. Algunas veces con los amigos entraba en ese territorio. Esas maravillosas criaturas que los señoritos llamaban churras eran muy esquivas. Cuando algún joven de la otra acera las requería, ellas se cerraban en círculo, apretaban el morro, ponían el ceño de cemento y se convertían en un bloque impenetrable. El paseo de los domingos por la acera de la plaza del Caudillo era una exposición de las chicas de la clase media valenciana. Allí no se veían las niñas de sociedad. ¿Dónde estaría Marisa en aquella ciudad huertana de los años cincuenta perdida?

Durante el paseo del domingo por la tarde a veces solía tomar un batido en la cafetería Monterrey, el lugar de moda entonces; me sentía un dios con el cigarrillo Pall Mall en la mano y la gabardina de canutillo mirando desde el taburete de la barra a las chicas que entraban con aquellas faldas tubulares. Yo trataba de explorar los caminos de Marisa en la ciudad; mientras tanto iba también al bar Los Faroles, detrás del Apolo, por Juan de Austria, donde había putas muy maternales.

El griterío del colegio de las niñas de falda tableada frente a la residencia, el sol de otoño en los jardines de Viveros, el flexo sobre el texto de Derecho Romano, el mismo flexo que ahora iluminaba las páginas abiertas del Civil de Castán, el flexo roto en la habitación de la residencia que aún dejaba bajo su cono de luz la sociedad anónima de Derecho Mercantil, un año detrás de otro año en aquella habitación que daba al campo de Vallejo donde jugaba el Levante. La feria de diciembre en la Alameda. Sonaba la melodía Corazón de Violín dentro del aroma de almendra garrapiñada y el estruendo de las sirenas y los cochecitos de choque se unían a la canción ay Lilí, ay Lilí, ay Lo… y un vientecillo húmedo discurría por el cauce seco del Turia, levantaba los papeles, se llevaba la música junto con los gritos de los feriantes.

Por ese tiempo se establecía una batalla campal en la facultad de Derecho para adelantar las vacaciones de Navidad. Unos días antes del 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada, algunos grupos comenzaban a tirar tomates y paquetes de talco a los catedráticos que se negaban a cerrar las clases. Era el rito del solsticio de invierno. La política estaba prohibida. A Valencia apenas llegaban noticias de las luchas estudiantiles que en ese momento libraban en Madrid los universitarios más concienciados. En la revuelta de 1956 en Valencia no se movió nadie. Desde Madrid mandaron una gallina viva certificada por correo para demostrar que éramos unos cobardes y eso se comentaba en el bar Los Canarios sin demasiado interés mientras todo el mundo tomaba bocadillos de atún. Yo carecía de conciencia política. Franco para mí no era un dictador sino un gordito anodino al que parecían gustarle mucho los pasteles, con aquellas mejillas tan blandas, el bigotito, la barriguita bajo el cincho, las polainas de gallo con la voz meliflua, el gorro cuartelero, la borlita bailando en la frente. Por otra parte yo tenía buen corazón. Toda la revolución social a la que aspiraba se resumía en el placer de ayudar a un ciego a cruzar la calle, a dar limosna a cualquier pobre que me la pidiera, a desear que hubiera justicia para todo el mundo sin saber cómo lograrlo más allá de la natural ternura.

Por la Navidad volvía de vacaciones a Vilavella. Ese año Vicentico Bola se había comprado una vespa. Con ella el gordinflón hacía correrías por los prostíbulos de la comarca, a casa la Tanque en la Ronda de Burriana, al Pont de Sagunto, a casa la Pilar en Castellón. Vicentico Bola también solía visitar en el barrio chino de Valencia a Madame Doloretes en las Puertas de Hierro y a Carmen Guardia en el paseo de Jacinto Benavente. La vespa de Bola era ya famosa cuando llegué de vacaciones al pueblo. La gente quedaba pasmada viendo pasar aquella inmensa mole de carne a toda velocidad sobre una lata. Todos compadecían a la moto pero ella no iba nunca a sitios que no fueran de placer. En todos los burdeles la conocían. Como los caballos que sienten las intenciones del amo la vespa había desarrollado un instinto: sabía ir sola de putas y también podía regresar a casa llevando encima a Bola dormido. El pueblo había quedado vacío aquella mañana. Los hombres estaban recogiendo la naranja en el campo. Vicentico Bola me vio en el ventanal del bar Nacional y se detuvo para enseñarme la moto. Me dejó que diera una vuelta por la plaza. Después me dijo:

—¿A que no sabes quién ha llegado?

—Quién.

—La rata Marieta.

—Ah.

—Me ha parado en la carretera de Vall de Uxo y me ha dicho: «Eh, tú, di a los amigos que ya estoy aquí. Esta vez traigo nuevos precios. Un cuarto de hora, tres duros. Si me traes una pandilla, para ti gratis. Ya lo sabes».

La rata Marieta era una joven mendiga trashumante que se establecía a veces por las cercanías bajo un puente o en alguna caseta abandonada entre naranjos y a su reclamo acudían algunos desesperados que pagaban unas monedas para que les hiciera soñar un poco. La rata Marieta permanecía hasta agotar el filón. Recaudaba sesenta duros y alguna paliza. Después desaparecía una temporada. Pasados los Reyes yo volvía a Valencia. Allí me encontraba de nuevo con el olor a café torrefacto de algunas calles, las campanas de los tranvías y la humedad de la residencia, las carteleras de los cines, los muslos gigantes de las vedettes en los teatros de revista, Gracia Imperio, Carmen de Lirio, Virginia de Matos y también los billares Colón y la puerta trasera del Ruzafa, junto al bar La Nueva Torera, por donde entraban y salían las coristas. En la residencia vivía José Iborra, un intelectual muy inteligente que siempre estaba resfriado. Uno de aquellos días de enero Iborra me prometió que una noche me llevaría a la tertulia que Vicente Ventura tenía en el Kansas, un café antiguo situado en la esquina de la plaza de la Reina con la calle la Paz. Allí este periodista combativo que escribía en el diario Jornada daba lecciones de rebeldía en el ángulo de un peluche ante un aguardiente. Iborra me insinuó que a través de él podría entrar en contacto con el grupo de Joan Fuster, que en ese momento estaba fraguando la conciencia política del país valenciano. Ya que la cita era nocturna y habíamos pedido permiso oficial a don Santiago para salir de la residencia tomé aquella descubierta como un acto de iniciación. Acudí a la cita con una emoción juvenil dándome aires de intelectual. El periodista estaba sentado en la cabecera del cotarro. No era muy alto, pero sí macizo, con bigote de foca, con un tic en el ojo al que acompañaba con un ligero gruñido. Fui presentado. Me senté en una esquina sin lograr que me mirara ni una sola vez y en seguida supe que Vicente Ventura imponía allí su criterio. Hablaba a borbotones y con ironía iba derruyendo cosas que entonces parecían sagradas, el gobernador Posada Cacho, la crueldad del jefe de la policía un tal Cano o los métodos de la censura. No conseguí que me dedicara una sola palabra aquella noche; aun así me sentía orgulloso de haberlo conocido porque fue el primer personaje al que oí en público atacar al régimen de Franco sin estar borracho. A Vicente Ventura lo vería después en algunas tertulias de teatro en Casa Pedro, la taberna literaria que estaba en la plaza del Picadero de Dos Aguas, detrás del palacio, en el húmedo callejón que iba a la plaza de las Patas.

A través de la ciudad y los días yo entonces buscaba a Marisa. ¿Por dónde andaría al atardecer aquella niña de ojos verdes plateados? En la salida de misa los domingos a las doce en la catedral o en la capilla de los Desamparados, en la iglesia de la burguesía San Juan y San Vicente, en los Dominicos de la calle Cirilo Amorós. Se extasiaba a esa hora bajo el sol de enero un aroma de lavanda y rebecas de angorina y abrigos de astracán y trajes gris marengo a la salida de misa de doce y seguían los aperitivos en las terrazas de la Gran Vía bajo los plátanos desnudos en los soleados domingos de enero y yo buscaba a Marisa en aquel laberinto y no olvidaba que un día ella se acercó al piano en el balneario cuando yo tocaba la melodía: siempre está en mi corazón el hechizo de tu amor. Marisa había pasado la hoja de la partitura con timidez alejándose después sin decirme nada. Tal vez los domingos por la tarde iría a bailar a Chacalay con algún señorito o se tomaría media combinación en el Lara, una sala de fiestas donde iba también gente con clase. No, no, pensaba yo, eso era imposible. Marisa no tenía todavía 16 años. Sin duda los domingos por la tarde iría al cine con sus amigas, al Rialto, al Capitol, al Olimpia o tal vez al cine San Vicente, donde ponían siempre películas toleradas, o estaría en la tómbola de arzobispo Marcelino en la plaza de la Reina o en alguna fiesta de su colegio del Pilar o de Jesús y María o del Domus. Un día de septiembre, después de los aguaceros, su familia había dejado el balneario para regresar a Valencia sin que entre nosotros hubiera algo que no fueran sólo unas miradas intensas con alguna media sonrisa insinuada. Me había propuesto encontrar a esa niña en la ciudad.

En enero había días de un sol muy dormido. En mitad de los exámenes parciales brotaban las gemas de los plátanos de la Alameda y el sonido del tranvía de circunvalación que pasaba junto al otro pretil del río era más nítido cuando soplaba el mistral. Las tardes se cerraban muy lívidas sobre el campo del Vallejo, que era el horizonte de mis lecturas, y a la hora del paseo en la calle Ruzafa con el estruendo de los estorninos que entre dos luces buscaban refugio en los árboles de la plaza se oían gritos de vendedores del periódico Jornada y soltaba chispas verdes el neón de la reciente cafetería Hungaria y al lado también se acababa de levantar el cine Lys. Yo entonces tomaba yogur batido y fumaba Pall Mall y con sólo este rito me creía un tigre; no estaba interesado en absoluto en llegar a ser algo más. El director de la residencia me decía: cualquier universitario que se precie tiene la obligación de aspirar a ser ministro; en cambio yo sólo quería encontrar a Marisa en una de las calles de Valencia y seguir devorando más libros de Albert Camus, al que acababa de descubrir en la trastienda prohibida de la librería Rigal. Imaginaba a Marisa de verano, con la trenza de oro y los hoyuelos en el codo, vestida con una tela de flores y un lazo en la espalda y las sandalias blancas, las pecas de las mejillas que el sol de agosto ponía muy cobrizas. Ahora iría con abrigo o de uniforme azul de colegiala. ¿Cómo podría reconocerla si no estaba sentada en un sillón de mimbre blanco con su piel tostada bajo un toldo tomando un refresco?

Entre naranjos en flor el padre Llanos me había inoculado un Cristo revolucionario. En el Olimpia acababan de poner una película que había conmovido mi corazón de adalid. Trataba de curas obreros y había salido del cine muy inflamado. Leía a Bernanos. En el teatro Eslava había visto Diálogo de Carmelitas. También leía a Leon Bloy y Romano Guardini. Pero en una capa inferior del cerebro palpitando llevaba siempre la imagen de Marisa y con ella el nuevo descubrimiento de la inocencia sin Dios, el sentido de la dicha como una forma de moral. Me gustaba sorprender ese instante en que el trajín del mercado central se confundía con el trasiego del barrio chino. Sucedía antes del amanecer. Los carromatos cargados de frutas y hortalizas confluían con los últimos faunos huertanos que abandonaban el laberinto de calles malditas, Torno del Hospital, Maldonado, Vinatea, Carniceros, Poeta Llombart, y ese mundo era para mí la naturaleza a la que yo asistía como un observador sin que una de aquellas mujeres me hubiera abrazado todavía.

Entre el incienso del Patriarca tan fino ascendiendo por las tablas de Juan de Juanes y la rotonda superior de Barrachina llena de prostitutas sentadas yo me movía en esa primavera. El olor a rapé y las caricias de la confesión con el padre España en la mejilla se confundían con el hedor de los bocadillos de longaniza que subía de la plancha de la cafetería. Aquella chica una tarde me hizo un guiño invitándome a que me sentara a su mesa. Accedí lleno de timidez. Me pidió que le pagara el café con leche. Era una chica lozana. Vestía discretamente. Sonriendo me dijo:

—Tú me recuerdas a alguien. Por eso te he llamado.

—¿Ah, sí?

—¿No te gusta la lucha libre?

—No sé. Nunca he ido a la lucha libre —le contesté.

—Si quieres un día te llevaré a un combate. ¿Cómo te llamas?

—Manuel.

—Ah, claro. Tenía que ser.

—¿Y tú?

—China. Me conocen por la China.

—Tienes ojos de china ¿es por eso?

—Sí, sí. ¿De verdad que nunca has visto un combate de lucha libre?

—Sólo los carteles —le dije.

Había sido una extraña forma de conectar con aquella mujer. Por primera vez me sentía relajado en el ambiente turbio que había en aquel altillo de mármol. Por otra parte la chica no parecía querer otra cosa que charlar un poco conmigo. Según me dijo yo le recordaba a un amigo que había muerto en accidente de coche y al verme subir por la escalera le había dado un vuelco el corazón. Su amigo también tenía mi mismo nombre, los ojos claros, la forma de la boca, la manera de andar. Todo era idéntico, decía ella.

—Estoy sentada aquí todas las tardes —añadió.

—¿Te dedicas a eso, …como las otras que hay aquí? —le pregunté balbuciendo.

—Bueno, sí.

—Claro —murmuré.

—Estoy todas las tardes sentada esperando que vuelva del otro mundo. Mientras tanto me gano la vida. Ahora ya sabes que todas las tardes de seis a nueve estoy aquí. ¿Por qué no vienes a verme?

A partir de esa primavera la China fue otro circuito que se había añadido a mi cerebro. El incienso del Patriarca. La búsqueda de Marisa. Las lecturas de Camus. El azahar de aquel Jesucristo revolucionario. El Derecho Civil de Castán. El sonido de los tranvías. El olor dulzón de las alcantarillas junto a las vaharadas de café torrefacto. Las coristas del Ruzafa que salían por la puerta de artistas. El rapé del padre España.