Todos los días para ir a la facultad atravesaba el puente de la Trinidad bajo cuyos arcos la homicida del cine Oriente había dejado el vientre de su amante descuartizado dentro de un saco y cuando el sol de la mañana henchía mi corazón, lo atravesaba cantando en voz alta una canción de mi adorado Lorencito González. Cabaretera, mi dulce arrabalera, te quiero en mi pobreza y nunca he de cambiar… pero a veces también entonaba Violetas Imperiales, de Luis Mariano, o las Hojas Muertas de Charles Trenet y antes de entrar a clase me tomaba un bocadillo de atún en el bar Los Canarios de la calle la Nave. Hablando de canarios: el rector de la Universidad José Corts Grau era tenue como un pajarito y explicaba Derecho Natural con una voz transida que le salía del último reducto de su alma. La primera lección que de él recibí venía a demostrar que en el fondo del cerebro humano, aunque se trate de un subnormal profundo, siempre hay un recóndito mecanismo que nos hace distinguir el bien y el mal, como se demostraba en el crimen que en tierras de Valencia mereció los honores del último garrote vil.
Al Semo se le había nublado el seso un día de primavera cuando los naranjos estaban en flor y olían las rosas en la veranda de la alquería. Iba con un mellado azadón al hombro y la chica estaba junto a la acequia. En la vieja cuestión que se llevaban entre ellos esta vez casi no mediaron palabras. El delito de sangre se realizó en un campo de berenjenas o de tomates o de patatas, eso no quedó claro en el sumario, pero es seguro que olía a azahar, las abejas libaban y las golondrinas ya habían llegado. Después de todo, la hija de los guardeses parecía una fruta y alrededor de ella también había cerezas, nísperos y albaricoques ya maduros. Vivía entre naranjos como una novia con el grado exacto de azúcar y aquel gañán de la finca colindante la tenía largamente observada. La había requerido sin éxito otras veces por medio de algunos gruñidos y el sujeto ya conocía de sobra los gestos de desprecio con que la chica solía obsequiarle, pero él la soñaba de noche desnuda volando por el cielo del desván en la casa de labranza donde dormía. No puede decirse que el gañán fuera un retrasado mental, sino un ser totalmente solar con el instinto a ras de la naturaleza. El abogado en el juicio no se acogió a este beneficio. Si se hubiera informado mejor habría sabido que hay gente rezagada en estado puro que todavía no ha abandonado el paraíso terrenal y que no distingue a una mujer de una manzana. Con el cerebro nublado por la primavera el Semo realizó el crimen con la misma mentalidad que él había usado siempre para abrir una sandía en el mes de agosto bajo la parra. Trató de comerse a la hija de los guardeses con idéntica ferocidad, no exenta de la gracia animal con que hincaba el colmillo en cualquier fruta de la huerta.
Después de la clase de Corts Grau a veces me tomaba un vino con aceitunas en la tasca Los Cerditos en la plaza del Patriarca o iba con los compañeros a jugar al dominó al bar Mundo en la calle Juan de Austria, aquel bar que regentaba el delantero centro del Valencia.
—Algún día me gustaría escribir esa historia —dije.
—¿Qué historia? —preguntó el compañero de partida.
—La de ese tipo que quería ir al cielo sólo para comer paella todos los días.
Hasta ese momento había guardado en secreto mi idea de ser escritor. El sentido del ridículo me impedía pasar por fatuo. Pero realmente esa aspiración no confesada era lo único que me sustentaba por dentro cuando ya mi fe en Dios se iba esfumando y había que ordenar el mundo bajo otra perspectiva. Me excitaba aquella historia. La llevaba conmigo a todas partes. Mientras me tomaba un batido de vainilla sentado en la terraza de Barrachina o recorría el mercado central contemplando el impudor de las hermosas verduleras parapetadas detrás del esplendor de las hortalizas en los mostradores recreaba el crimen como un acto más de la agricultura.
El Semo iba con albarcas de caucho y una herramienta al hombro por una senda cuajada de amapolas abriéndose paso entre ramas floridas cuando vislumbró a la doncella junto a la acequia. Era la única hembra en el silencio de una legua a la redonda. Aquella tarde estaba sola en la alquería ya que sus padres habían bajado al pueblo y el rudo galán, que venía con la cabeza caliente, lo sabía. Primero él la abordó de buenas maneras. Se contuvo sonriendo con cuatro dientes sucios y a poca distancia, antes de que empezara el fregado, le dijo:
—Amelita, Amelita.
—Vete, Semo —exclamó la chica empezando ya a recular.
—Podrías tratarme mejor —suplicó el inminente asesino.
—Vete.
—Vas a perder esta vez.
Fue una violación corriente, seguida de muerte a hachazos, que se realizó en un marco muy risueño. El Semo le puso la zarpa en el cuello y aún gruñó su vulgar deseo con cierta timidez, pero Amelita se revolvió bruscamente y la lucha continuó sobre la hierba en una extensión de margaritas. Los dorados insectos celebraban mínimas cópulas de amor muy puro en los árboles. La luz de la tarde iluminaba la lucha de los cuerpos envueltos en voces de auxilio y blasfemias. La doncella logró zafarse: salió corriendo con la cara húmeda de lágrimas y saliva, pero el hombre primitivo la siguió hasta el campo de berenjenas o patatas y en la persecución ambos atravesaron un huerto de mandarinas y cuando el asesino y la víctima chocaron los dos iban cubiertos de pétalos de azahar como novios de una violentísima boda que se produjo al instante. El Semo con el puño abrió el vientre de la doncella para vaciar allí su instinto, aunque el dictamen del forense no pudo especificar si la muerte había llegado antes o después de la consumación. Realmente fue un acto unitario en el que la azada del asesino intervino trabajando el cuerpo de la muchacha como una parte más de la tierra y ella dejó de gritar al tercer golpe y su silencio fue sustituido por el sonido de los pájaros que se estaban refugiando para dormir en un limonero. El Semo arrojó el cuerpo de Amelita a la acequia en medio de la dulzura de la tarde y el cadáver comenzó a navegar agua abajo como una Ofelia valenciana coronada por una nube de mosquitos, pero antes el violador había tratado de cubrirlo de flores y una de ellas era la herida mortal, la más roja que se veía flotando. A veces las ramas de un sauce o las raíces del cañaveral detenían a la joven muerta y luego el cuerpo seguía camino por el agua con la cabellera mecida; algún remolino la hundía en la ciénaga y al poco tiempo volvía a emerger con los ojos abiertos a través del limo. El cuerpo quedó ya varado definitivamente en un recodo de la acequia, muy lejos del lugar de autos. A esa hora el asesino dormía en un jergón a plena conciencia y ni siquiera había desechado la herramienta del crimen.
El fiscal y el abogado de oficio durante el juicio se enredaron en la disputa de si ese hombre era o no imputable, debido a la debilidad mental que ostentaba. Por ese tiempo el profesor Ferrer Sama, catedrático de penal en la facultad de Valencia, había puesto de moda el término psicópata al defender al señorito Jarabo, que había asesinado a varias personas en Madrid. Ese concepto también se manejó en el juicio de este asesino de la huerta. A la mañana siguiente un regador descubrió el cadáver junto a una compuerta y el Semo fue el primero en dar la condolencia a los guardeses de la alquería vecina. También presenció el entierro desde lo alto de una pared e incluso lanzó algún gemido oligofrénico al ver el ataúd a hombros de cuatro jornaleros cruzando por una senda de naranjos.
En la clase de Derecho Natural el profesor Corts Grau se interrogaba a sí mismo en voz alta:
—¿Acaso un asesino que llora ante el cadáver de la víctima no reconoce ya su culpa? La sindéresis es el último reducto de la conciencia. Ahí anida la capacidad de discernir lo bueno y lo malo. Ésa es la fuente del remordimiento y, por tanto, de la responsabilidad.
Por su parte el asesino ni siquiera se emborrachó, ni manifestó ningún sentido de culpa, aparte de aquellas lágrimas que tal vez se debían a que había perdido el objeto de su deseo. Durante algunas semanas continuó con su trabajo. Regó tomates, plantó pimientos, quemó leña en el barranco, cosechó fresas, recolectó naranjas y si la investigación se alargó tanto no fue porque el asesino se enmascarara en absoluto. El primer día en que la guardia civil se acercó al chamizo de la casa de labranza donde vivía, el hombre cantó de plano sin interrogatorio, dentro de una conversación rutinaria, como si se hablara de melones.
—Hemos venido a verte —dijo uno de los civiles.
—Sé lo que quieren —contestó el Semo.
—¿Tienes algo que contarnos?
—Que he sido yo.
—¿Cómo fue?
—Amelita me gustaba. La chica ya estaba buena. ¿Por qué no tenía yo que comérmela? ¿Me lo pueden decir?
En el filo mellado de la azada aún había sangre seca y muchos cabellos rubios pegados en un engrudo de barro. El asesino ofreció unos melocotones a los guardias y les dijo que si un día volvían por allí les haría una paella con pollastre. Eso era lo que más le gustaba del mundo. La paella le gustaba mucho más que las mujeres, e incluso más que Amelita. Por eso se llevó una sorpresa al verse esposado de repente. No acababa de entender el asunto. Mientras era conducido a pie al cuartelillo entre naranjos el preso explicó a sus nuevos amigos la situación, que no dejaba de tener cierta lógica. Resulta que en toda su vida ni había abandonado la huerta ni había probado a una mujer y él conocía a Amelita desde niña, había seguido de cerca su proceso de maduración, había contemplado cómo se le iban hinchando los senos cada año, había analizado la forma en que su grupa día a día se partía. Aquella tarde Amelita estaba sola en una legua a la redonda. Llega un momento en que a la fruta hay que comérsela, de lo contrario se pudre. Al convicto y confeso asesino una ligera oligofrenia le había ablandado el cerebro, pero en cosas de agricultura tenía criterio. En medio de semejantes bienes de la naturaleza nadie le había mencionado nunca el nombre de Dios.
Puesto que el caso estaba claro y las piezas de convicción eran evidentes, debido igualmente a que el Semo no tenía familia ni amigo alguno y que el defensor de oficio sólo realizó una faena de aliño para cubrir las apariencias, el proceso de este galán de la huerta siguió curso con rapidez y de los pliegos de cargo salió el resultado que esperan todos los padres que tienen hijas. A este reo con boina lo juzgaron en la Audiencia de Valencia y el tribunal lo condenó a muerte. Se interpuso recurso reglamentario al Supremo, que confirmó la sentencia. Quiere decirse que el sujeto en cuestión, analfabeto, con síntomas de oligofrenia, un tipo solar, instintivo y sin sentido de la culpa, en menos de un año ya estaba preparado para el descabello. Iban a darle garrote.
En el aula grande de Derecho, al fondo a la izquierda del claustro, el rector Corts Grau dejaba oír su voz transida en medio de un ganado que olía a sudor de primavera. Algunos alumnos habíamos asistido a aquel juicio en la Audiencia, a unos pasos de la facultad. Yo había visto la espalda de aquel asesino robusto, sentado en el banquillo con la camisa blanca y el cráneo rapado, pero no logré divisar su rostro: sólo la nuca maciza estaba presente y durante mucho tiempo no pude olvidarla sabiendo que por allí había entrado la puntilla del verdugo buscando la culpa para neutralizarla definitivamente. El rector Corts Grau quería demostrar que aquel asesino sabía distinguir entre el bien y el mal, y que dentro del bien era capaz de graduar diversos estadios. Como lección del día el profesor de Derecho Natural nos explicó con voz de pajarito lo que había sucedido aquella madrugada en el penal de San Miguel.
Todo el problema era que el condenado a muerte no quería confesarse. Habían traído para el caso a un capuchino especialista, ya que el capellán de la cárcel llevaba trabajando al reo varios días sin resultado alguno. El fraile le hablaba del cielo y del infierno. Nunca en su vida el condenado había oído mentar esas cosas y tampoco a Dios. Por mucho que el confesor con palabras amorosas le dijera que la Virgen de la Merced era la madre que él nunca había tenido y que le esperaba en el cielo donde vería a Dios durante toda la eternidad el corazón del penado no se conmovía. ¿Qué significaba eso de ver a Dios? Nada. Tampoco le importaba arder en el fuego del infierno y acabar para siempre. No comprendía cómo podía quemarse sin consumirse nunca. Eso no pasaba con la leña. El capuchino trató de explorarle la memoria de la infancia por ver si le arrancaba algunos deleites pasados que pudiera asimilar a la nostalgia del paraíso. Esa salida también estaba cerrada. El asesino no tenía ningún residuo feliz al que agarrarse. Fuera de la celda donde el fraile de la barba trataba en ese instante de convencer al Semo de que confesara sus pecados, en el pasillo a la luz de una bombilla el director de la prisión, el fiscal, un par de funcionarios y algunos testigos de la ejecución no paraban de hablar de comidas. Eso inspiró al capuchino. Con objeto de ablandar el corazón del condenado el fraile le dijo que si se arrepentía de haber matado a Amelita iría al cielo, donde ella le estaba esperando para hacerle una paella. Con semejante promesa algo muy profundo se removió en el cerebro del Semo. Sus ojos se hicieron humanos, sus mejillas se ablandaron y por ellas bajó una lágrima hasta la mandíbula. A partir de ese momento el penado se avino a cualquier deseo del capuchino. Se arrodilló para pedir perdón a Dios y a Amelita, recibió la absolución sobre su cabeza rapada y entonces el director de la cárcel hizo una seña. El acta ya estaba firmada, se miraron todos con terror en el sótano y partió la comitiva hacia el patio llevando al reo por los codos, aunque él por sí mismo caminaba pastueño y era el único que sonreía. Cuando franquearon el último rastrillo la luz gloriosa del amanecer valenciano le dio en la cara al verdugo que iba delante. Al Semo lo sentaron en un taburete con el tronco bien erecto pegado al palo, pero antes de que el verdugo le pasara la argolla por el cuello, el condenado llamó al fraile capuchino en voz alta:
—¡Eh, tú, el de la barba!
—¿Es a mí? —preguntó el confesor desde una esquina del patio.
—Acércate.
—Dime, hijo. ¿Qué quieres?
—¿Seguro que no me has engañado?
—No, hijo mío. Pídele perdón a Dios.
—Júrame que en el cielo dan paella.
—La dan. Te lo juro.
—¿Todos los días?
—Sí, sí.
—¿Paella con pollastre y conejo?
—Con todo.
—Bueno, entonces ya pueden matarme.
—Ego te absolvo… —murmuró el capuchino.
—Pero una cosa te digo. Si me engañas me las vas a pagar —añadió el condenado un segundo antes de ser desnucado.
El profesor Corts Grau quería que los alumnos se percataran de los intrincados caminos del cerebro humano. ¿Qué es el cielo? ¿Qué es el bien? ¿Cuál es el último motor de las acciones del hombre? Un ser degenerado por naturaleza tiene capacidad para discernir aunque de forma muy oscura la diferencia entre comer paella o no comerla: ante ese dilema arriesga la eternidad. A mí me parecía que era un tema para escribir un relato. La taberna Casa Pedro había instituido un premio de novela corta y esa historia atravesaba entonces todos mis sueños.