Entonces aún me debatía entre la fe en Dios y el placer que me exigían los sentidos. Tenía 17 años. La residencia de Pío XII estaba en la calle de Alboraya junto al campo de fútbol del Vallejo donde jugaba el equipo del Levante. Desde mi habitación se veía la portería norte y gran parte de la tribuna. Por las mañanas oía las voces del entrenador, el silbato de la gimnasia, los golpes secos de los futbolistas con la pelota. También había aprendido a calibrar el valor de las ovaciones del público durante los partidos: el error del árbitro, el balón que pasaba rozando el larguero, el fallo del defensa, la agresión de un contrario, la internada del delantero, cada jugada tenía un registro propio en las gradas que iba desde el aullido oscuro de la frustración al grito vengativo de la fiera, desde el rumor de la tormenta que se avecina a la explosión abierta del gol de la victoria. ¿Qué habrá pasado? Nada, eso ha sido un córner, pensaba yo sin levantar la vista del libro de texto cuando estudiaba los domingos por la tarde. ¿Y ahora? Eso es penalti, sin duda alguna. El director de la residencia, don Santiago Martínez, era un cura moreno que gustaba mucho a las mujeres.
Enfrente había un colegio de niñas de falda tableada y jersey azul. La residencia estaba situada entre los jardines de Viveros y la estación del puente de madera de donde partían los trenes eléctricos hacia los pueblos de la huerta y a la playa de la Malvarrosa. La frontera del barrio la constituía el pretil del río. Más allá estaba el casco antiguo de la ciudad detrás de las torres de Serranos. Don Santiago Martínez gobernaba a una jauría de universitarios en aquella residencia. Tenía un carácter duro que no disimulaba el desprecio que sentía por los holgazanes o los tipos sin talento; en cambio solía ser simpático con los colegiales que él creía que pertenecían a la minoría selecta.
Aparte de dirigir la residencia, don Santiago se dedicaba al apostolado entre las familias de la burguesía valenciana. Era evidente que él se manejaba con mucha más soltura en medio de aquellos matrimonios ricos que se reunían los sábados en cenas con cubertería de plata que no lidiando con unos universitarios hirsutos que venían de los pueblos sin haber perdido en muchos casos el lastre de la agricultura.
En el comedor un día don Santiago me dijo sonriendo con cierta complicidad por encima del plato de judías:
—Me han hablado muy bien de ti.
—¿Sí? —pregunté no sin cierta turbación.
—Una familia muy buena —añadió él.
—¿Quién?
—Me han dado muchos recuerdos. Y no te digo más. Ella es una niña muy guapa. Haríais una pareja excelente.
No me dijo más esta vez, pero a partir de ese día siempre había en don Santiago una sonrisa velada cuando nos cruzábamos por aquellos inmensos corredores o en el patio. Los jardines de Viveros se llenaban los domingos de chicas con trenzas y lazos. Allí la gente fina de Valencia paseaba alrededor del único mono que había en la jaula del zoo, aunque a mí me gustaba más sentarme en el bar que había en la plazoleta de la estación del puente de madera para ver pasar a la gente que llegaba de la huerta. Las tablas del puente sonaban cuando por encima de ellas cruzaban las sucesivas oleadas que iban dejando los trenes eléctricos. Desde esa plazoleta de la estación también solía coger el tranvía de Patraix que tenía una parada frente a la finca roja y después seguía hasta el manicomio. Por ese tiempo en mi cabeza Dios había perdido ya su entidad palpitante y comenzaba a ser una abstracción que aún trataba de abrirse paso a través de la voluptuosidad de los sentidos. En una pilastra de la residencia estaba colgado el tablón de anuncios y en él cada semana aparecía la clasificación moral de todas las películas que esa semana se exhibían en Valencia. Como es lógico siempre escogía las películas prohibidas y por la tarde me iba al cine Jerusalem, al Ideal, al Coliseum y a aquel cine Oriente donde había aparecido la cabeza degollada de un hombre detrás de la pantalla y que ahora se llamaba San Carlos. Desde un profundo olor a cacahuete y bocadillo de tortilla que la gente devoraba entonces, yo había entregado el corazón a Lauren Bacall, Rita Hayworth, Marilyn Monroe, Jean Simmons, Joan Crawford, y ellas constituían un solo conjunto de labios, ojos, piernas, mejillas, senos, curvas del vientre, lenguas y voces que era mi paisaje interior sobre el que cabalgaba de noche, y aquel Dios que me había hecho llorar de terror en la adolescencia iba quedando lejos.
Un día de primavera en el tablón de la residencia apareció el anuncio de unos ejercicios espirituales que iba a dar el padre Llanos en la casa de los jesuitas de Alacuás. Dudaba esa tarde si ir al cine a ver por tercera vez la película Ana, de Silvana Mangano. Así lo hice, pero al salir del cine, llevando todavía en la cabeza la melodía sensual del baión unida a los muslos de la protagonista en el pantano, recordé la excursión al cabaret en el taxi de Agapito y no sé por qué en ese momento decidí apuntarme a los ejercicios el padre Llanos a quien nunca había oído nombrar.
Reinaba una primavera absoluta en Valencia. La casa de ejercicios de Alacuás estaba rodeada de naranjos con un azahar totalmente explosivo y además había rosas y jazmines en el jardín interior. Todo parecía preparado para que bajara otra vez al corazón un Dios sensitivo, perfumado. En medio del silencio de los pájaros que cantaban no recuerdo ningún rostro de cuantos allí había, sólo el rostro del padre Llanos, que era adusto y noble, y también la novedad de sus palabras. No siguió la pauta de los ejercicios de San Ignacio. No habló del hombre, de la muerte, del infierno ni del paraíso. Se limitó a explicar el evangelio como una fuente de justicia social.
Fueron tres días de meditación durante el tiempo de pasión y en el cerebro me reventaban todos los sexos femeninos junto con las flores abiertas del claustro. Otra vez Dios. Otra vez Dios ahora transformado en un obrero rebelde se interponía en mi camino. Los pobres esperaban su redención en la tierra y de aquella primavera junto con la salvación de los esclavos en medio de un jardín florido yo también recordaba las palabras de don Santiago: «Es una chica muy guapa, haríais una pareja excelente, no debes perderla». ¿Quién sería ella? La complicidad de aquella sonrisa comenzó a marcar una nueva etapa de mi vida. En la ciudad había tal vez una niña que quería salvarme. Entonces pasó un tren, que me llevó muy lejos.
Entre los naranjos y jazmines de aquella primavera de pasión recordé un tren muy lejano que me llevó al seminario siendo yo un niño. Había tomado a las tres de la tarde ese borreguero en la estación de Nules el día último de septiembre y después de paradas interminables en cada estación había anochecido ya a la altura de Torreblanca. Aún conservaba el sonido de aquel pitido que desgarraba las tinieblas de la posguerra y las brasas encendidas que cruzaban la oscuridad de la ventanilla junto con la imagen del vagón abarrotado de estraperlistas, mujeres de negro con un pañuelo en la cabeza que dormían unas contra otras, gañanes hacinados en los pasillos o en la plataforma que iban a la vendimia. Dentro del olor a carbonilla un tipo tocaba un vals ratonero con el violín. Santa Magdalena de Pulpis. Benicarló. Vinaroz. San Carlos de la Rápita. Ulldecona. Mianes. Los nombres de las estaciones aparecían bajo la tenue claridad de unos faroles de carburo y yo iba al lado de mi padre en el asiento de madera hacia la luz de Cristo.
A medianoche llegué a Tortosa con un baúl y una caja de madera llena de viandas, botes de leche condensada, embutidos y pan blanco. Llevaba toda la ropa con las iniciales bordadas. Junto con otros compañeros que habían ido llenando aquel borreguero desde los pueblos del Maestrazgo un camión me transportó a la pedanía de Jesús. El canal del Ebro pasaba lamiendo la tapia de aquel caserón y en la puerta había un cura fornido que sonreía a los recién llegados. Era el prefecto, mosén Batiste. Durante los ejercicios espirituales entre naranjos y jazmines de aquella primavera valenciana aún recordaba sus ojos grises astillados en el cristal de sus gafas sin montura cuando se posaron sobre mi rostro con una mirada sostenida y enigmática mientras cruzaba aquel zaguán por primera vez.
Hasta este lugar me había conducido el deseo de agradar a mis padres, a mi tía Pura, al vicario mosén Javier. Ahora me sentía cobijado por sus sonrisas y sin yo pedirlo en casa me servían la mejor ración a mí el primero, tanto en la comida como en la cena. Tú no eres como los demás, Manuel, tú has nacido para salvar almas. Come, hijo, come. ¿Quieres una tarta de postre? Mi padre me miraba como la pieza que colmaba su plan en la vida. Si daba un hijo a la Iglesia él tendría el cielo asegurado y mientras ese tránsito no se produjera la felicidad en la tierra consistiría en poseer huertos florecientes en plena producción, distintas cosechas de navel, mandarina y verna pagadas a veinte duros la arroba, abonadas con la misa diaria y trabajadas por unos jornaleros muy fieles. El día de mañana, hijo, serás un santo, un gran misionero.
Aquel seminario menor lo dirigía un cura operario de Burriana, don Jeremías Melchor, de familia hacendada de naranjeros, y de los dos años que estuve bajo su imperio siendo yo un niño lo recordaba alto, autoritario, como la transmutación divina de mi padre. Yo estaba pendiente también de su sonrisa que él administraba con mucha medida. Era una de las nuevas formas de tortura. Yo dividía los días entre los que el rector me sonreía y los que me miraba adustamente analizándome de arriba abajo. ¿Qué habría hecho yo de malo esta vez? ¿Qué debería hacer para que aquellos ojos me miraran con complacencia? Las paredes de aquel caserón olían a manzana podrida. Rosa rosae. El fútbol en el patio. Los paseos las tardes del domingo a lo largo del canal del Ebro. Los cánticos de la escolanía a tres voces mixtas. La función de teatro infantil en la que hice el papel de Francisco Javier en El Divino Impaciente. Las amistades particulares. El director espiritual. Las flores a María. Dominus domini, de la segunda declinación. El equipo del Valencia: Eizaguirre, Álvaro, Juan Ramón. Bertolí, Iturraspe, Lelé… Tú no eres como los demás, Manuel, tú has nacido para bautizar infieles como san Francisco Javier. Y otra vez el tren borreguero de vuelta a casa de vacaciones. La sonrisa de mi padre. La mejor ración de carne en la comida. Tú has nacido, hijo mío, para cosas más altas.
Muchos años después don Jeremías vivía retirado en su finca de Burriana y yo le visitaba a veces cuando estaba ya dañado por una tenue esclerosis. Le servía una criada de Tales, una mujer adusta con algunas cerdas en las verrugas de la cara. Don Jeremías había hecho con parte de la finca una fundación para recoger en su residencia a curas viejos y sin familia. La otra parte de aquella propiedad la dejó en el testamento a la criada, unas veinte hanegadas de naranjos de gran calidad, pero tuvo la desgracia de que la criada muriera antes que él, de modo que los sobrinos de esta mujer convertidos en herederos naturales bajaron del pueblo de Tales y echaron a don Jeremías de su propia casa.
Los muslos de Silvana Mangano en el arrozal, Jesucristo héroe de un evangelio revolucionario según el padre Llanos entre los naranjos y jazmines, el pecho de la modista sangrando, la niña Marisa sentada en un sillón del balneario, el tren borreguero, la minoría selecta de Ortega y Gasset. Hay una familia que me ha dado recuerdos para ti —me había dicho don Santiago—. Ella es una chica muy guapa. Haríais una excelente pareja. Los zócalos de azulejos bajo el dragón del Patriarca y los cuadros de Caravaggio y del Divino Morales. El baión de la película Ana y el burdel de la Pilar. Los muslos de Silvana Mangano emergiendo otra vez del pantano de mi cerebro, ésta era la materia podrida de mi alma cuando yo tenía 17 años.