Cumpliendo las órdenes severas que mi progenitor me había dado, todos los viernes pasaba por debajo de aquel caimán del Patriarca para ir a confesarme con el padre España, director del colegio del Corpus Christi, un cura risueño, de pelo blanco, devoto del rapé. Su confesionario era el primero de la derecha, entrando en el templo por un zaguán donde el dragón reptaba por la pared sobre la pila del agua bendita. Dejando los libros de texto en el suelo me arrodillaba, y el padre España era de esos que se hacían un nudo con el pecador, te envolvía con los brazos y te daba suaves pescozones en las mejillas o las sobaba hasta que dulcemente vertías todas las miserias en su oído, pero no había nada en él que fuera baboso o turbio; estaba especializado en el apostolado con los jóvenes universitarios y su estrategia consistía en tratarlos a todos con admiración, de modo que su tacto parecía tan limpio como su risa. Una vez a la semana también iba a visitarle a su despacho. Cruzaba el claustro y por la escalinata del fondo que tenía un zócalo con azulejos del XVII subía a la galería superior y él me recibía en una habitación soleada. El colegio del Patriarca era un espacio donde la espiritualidad podía disolverse entre tablas de Van der Weyden, algún Caravaggio, óleos de Juan de Juanes, códices e incunables. Había una escolanía de niños cantores, el gregoriano allí era de buena calidad y el incienso tenía una finura tan delicada que al elevarse hacia la cúpula de linterna aún adquiría la esencia misma de la luz en los vitrales. El padre España abría una cajita de plata, se introducía una pizca de rapé en la nariz y luego me decía:
—Tu padre está fuera de este mundo. No le hagas caso. Tú debes servir a Cristo con alegría.
—Sí, sí.
—¿Ya tienes novia?
—No.
—En Valencia hay chicas muy guapas. ¿A qué esperas? Tienes que encontrar a una chica muy guapa que te lleve a Cristo. No hagas caso a tu padre, que es muy antiguo.
El colegio del Patriarca era uno de los espacios interiores que cultivé en aquellos años y su estética había comenzado a dorar mi alma, pero a los tres meses de llegar a Valencia la vieja gabarra de la academia Castellano fue derruida para levantar el hotel Astoria y el nuevo edificio ahora estaba en la calle Guillén de Castro, así que para ir a clase tenía que cruzar el barrio chino todas las mañanas. Al llegar a la plaza del Caudillo seguía hasta la Avenida del Oeste, y por detrás del mercado central me adentraba en un laberinto de callejuelas, Torno del Hospital, Vinatea, Poeta Llombart y otros nombres míticos en el camino de la perdición.
Las putas a esa hora del día todavía dormían, pero en la primavera algunas ya estaban sentadas al sol en la calle o en los balcones y entre ellas se peinaban o se despiojaban. Los viernes pasaba primero por la iglesia del Patriarca. Me imbuía de incienso y gregoriano, recibía unas caricias del confesor, sentía el silencio perenne del caimán en mi mente, respiraba el sonido del órgano sobre la lividez de unos cuadros del divino Morales y luego entraba en las podridas calles del barrio chino y me paraba ante el escaparate de una farmacia que había al lado del cine Palacio donde anunciaban gomas y lavativas, Cruz Verde y permanganato para las blenorragias. Las putas se paseaban en bata de felpa con las medias enrolladas en los tobillos arrastrando las chancletas. Eran las mismas que de noche se transformaban en seres de carne pintada. También a esa hora de la mañana los chulos dormían.
A medida que ese camino se hizo rutinario aquellos seres comenzaron a palpitar ante mis ojos. Cada mañana veía alguna escena cargada de ternura: un chulo muy famoso que se llamaba Mahoma llevaba un biberón de leche en la mano, una puta estaba amamantando a su hijo en la acera y le cantaba una canción de la Piquer, el ama de un burdel jugaba al tute con un viejo menestral sobre una caja de embalaje, frente a la casa de las Francesas unas niñas saltaban a la comba mientras su madre hacía punto y por todas partes se oían gritos de mujeres que se llamaban desde las ventanas con sus nombres del pueblo y no con el de guerra «¡Camila! ¡Leocadia! ¡Esperancita!» y aquellos tugurios que por la noche eran de rosa ahora tenían en la puerta un perro dormido y una puta que venía de la compra con una bolsa llena de nabos y coliflores. A esa misma hora, sin duda, era mucho más obsceno el mercado central. Allí se discutía el precio de la fruta como en los burdeles se regateaba el precio del amor.
Tardaría un tiempo todavía en visitar el barrio chino por la noche. Había empezado a conocerlo por el revés de su trama en la ruta diaria que me llevaba a clase, pero poco después comencé a realizar excursiones a la luz de la luna alrededor del mercado central y las sensaciones más fuertes que guardo de Valencia en los años cincuenta se derivan de aquellas correrías. Descubría los monos esculpidos en los capiteles de la Lonja; descifraba las escenas eróticas de la fachada gótica realizadas por los ángulos de sombra; me adentraba por las callejuelas que olían a flor de alcantarilla hasta el corazón del laberinto rosa donde había chulos muy pálidos jugando a los dados con la cara rajada. El barrio chino de Valencia no sabía a pescado podrido ni a detritus de puerto sino a flujo de cebolla que llegaba junto con el viento sur. En las escaleras de yeso pringoso de los prostíbulos no se veían marineros ni navegantes sino labradores salidos pero solventes, faunos del regadío que hacían cola sujetándose la brida del propio caballo con la mano en el bolsillo. Todo tenía mucho candor entonces. Sobre tapetes de cretona raída los chulos echaban un parchís con una leona muy maternal hasta la madrugada y los clientes que por allí se movían eran huertanos que tal vez acababan de descargar el carro de verduras en el mercado. Cuando alguna vez me sorprendió el alba en el barrio chino también veía que unas valencianas muy limpias, ensortijadas, con el delantal almidonado ordenaban ya las frutas y hortalizas en los mostradores, y la carga erótica me parecía irresistible al ver a aquellas mujeres tan saludables acariciando los rábanos, pepinos, peras, lechugas, plátanos cuando el primer sol iluminaba los vitrales modernistas del mercado.