Todas las mañanas a las nueve cruzaba el río por el puente de la Trinidad; me adentraba por la calle del Salvador; pasaba por delante del museo del Almudín; llegaba a la plaza de la Almoina; bordeando el palacio arzobispal junto a la catedral cruzaba la calle de la Paz hasta el hotel Inglés; entre la fachada del Marqués de Dos Aguas y la iglesia de San Juan de la Cruz por un callejón húmedo, de curvos paredones, alcanzaba la plazoleta de Rodrigo Botet en cuyo centro había una fuente con cisnes, aunque la gente siempre pensó que eran patos. Allí estaba la academia Castellano, un caserón casi en ruinas que a los pocos meses fue derribado para levantar el hotel Astoria. Ese camino diario que me llevaba a clase con los libros en la axila tenía un sonido, un aroma en cada tramo. En la calle del Salvador había un horno de cuya jamba colgaba una jaula con un loro. El panadero le enseñaba a hablar. Todas las mañanas a las nueve sorprendía a aquel hombre con el bigote empolvado de harina que le repetía al pajarraco: «¡Macho el Levante! ¡Macho el Levante! ¡Cabrón, dilo de una vez! ¡Macho el Levante!». Nunca oí que el loro contestara una palabra, pero el panadero insistía todos los días a la misma hora sin perder la esperanza de convertirlo en forofo de su equipo; un poco más allá, en la calle Escudillers, había un taquillón donde un viejo pintaba pájaros de madera y fabricaba molinillos con papel de colores junto a una droguería que echaba a la calle un rebufo muy ácido; allí la famosa envenenadora compró el matahormigas marca El Diluvio que le echaba al café con leche de la mujer de un carnicero. Algunas veces entraba en el Almudín para ver el dinosaurio y alguna momia: el polvillo en suspensión que doraba aquel recinto olía a ceniza húmeda; en cambio la puerta de la catedral a veces dejaba salir un canto de canónigos envuelto en un aroma de incienso y cera que llenaba toda la plaza de la Almoina. Por los ventanales de la planta baja del palacio arzobispal veía una gran sala repleta de curas que escribían a máquina y su tableteo me acompañaba en el cerebro hasta la calle de la Paz donde solía pararme a ver las trufas de la pastelería La Rosa de Jericó.
Durante el camino iba acompañado de voces, martillazos, chirridos de sierra, canciones de la radio, el estruendo que hacía el cierre de alguna tienda al levantarlo. Estos sonidos eran siempre los mismos. Se repetían dentro del hedor blando que emanaba de las alcantarillas hasta formar una sola sustancia. En aquella esquina de la calle de la Paz había siempre un autobús de Iberia y frente a Marqués de Dos Aguas estaba Chacalay, un bar de madera, de tipo inglés, que tenía una pequeña pista donde bailaban con un rocaful en la mano los señoritos valencianos. En la recogida plazoleta de los Patos sonaban los caños de la fuente. La academia Castellano la regía su propietario don José, un señor flaco, perfumado, que fumaba en boquilla y que arrastraba un poco la pierna. Allí enseñaba latín y griego un señor que se llamaba Tomata, a causa de su encendido color de cara. Y había otro profesor alto y pálido vestido siempre de gris con corbata negra que había sido bautizado por los alumnos con el nombre de El Tótem.
Los primeros días de mi estancia en Valencia solía merodear por los teatros y cines de la calle Ruzafa y muy pronto di con el City Bar, situado en el chaflán de la calle Játiva con pintor Ribera, frente a la plaza de toros. En la planta baja por la tarde allí se reunían ganaderos, labradores y carniceros en una especie de lonja de bestias que a veces se extendía también en la acera hasta el hotel Metropol. En muchas casas de la huerta se criaban uno o dos terneros con la vaca que tenían. Cuando el propietario quería venderlos acudía al City Bar. Se ponía de acuerdo con uno de aquellos ganaderos para que fuera a ver el animal a la huerta y a pie de establo se concertaba el precio. En la fecha convenida el propietario llevaba el ganado al matadero; lo pesaban; lo sacrificaban y el huertano se iba con el dinero en la faja. Era un bar que por las tardes rebosaba de tratantes de la carne y, la primera vez que pasé por allí con las manos en los bolsillos, por encima de las cabezas de los carniceros aparecía una pizarra colgada en la puerta donde estaban escritos con tiza los nombres de unas señoritas artistas que actuaban en el piso de arriba. Aquella vez se anunciaba a Rosita Amores, Maruja Pedrés y Angelita Corbi, la de los Pechos Eléctricos.
Sobre el paño de la escalera un cartel con una flecha decía: Subida al salón. Cuando atravesé la puerta del City Bar vi que conmigo también entraban dos curas con sotana, teja y manteo. Cruzaron toda la humareda y los corros de la abigarrada clientela que llenaba la cafetería y subieron al salón después de comprobar que abajo no había ninguna mesa vacía. El salón era amplio; por sus ventanales se veía la plaza de toros y la estación; tenía peluches corridos y veladores de mármol orientados hacia la pared del fondo donde se elevaba una tarima con un piano y unos atriles, que en ese momento estaban desiertos. Había allí una parroquia de ganaderos y huertanos que tocaban palmas de tango o daban con la garrota en el mármol esperando que empezara la función. Los curas se sentaron cerca del tablado. Pidieron un café con leche. Al poco rato aparecieron los músicos de la orquestina y atacaron el pasodoble Islas Canarias, cosa que no alertó a los curas, pero el pasodoble terminó y la llegada del camarero con el café con leche a su velador coincidió con la salida al tablado de Angelita Corbi, la de los Pechos Eléctricos cuya aparición fue acompañada por los alaridos de todo el gremio de huertanos que echaban la boina al aire.
Angelita no había divisado todavía a la pareja de curas entre el público aunque estaban sentados muy cerca del tingladillo. Para empezar realizó el número que la había hecho famosa. Los músicos ejecutaron un redoble de tambor como en el triple salto mortal del circo y la artista dio en seco varias sacudidas eléctricas al tronco hasta que uno de sus pechos saltó del sostén transformándose en una ráfaga casi invisible en el espacio y de pronto se lo volvió a meter en el caparazón bajo el acorde de la trompetería. Visto y no visto. Con esto aulló toda la parroquia y los curas se levantaron, derribaron la bandeja del camarero, salieron de estampida entre las mesas, uno de ellos perdió la teja, otro cayó al suelo entre las risas de todos los carniceros y Angelita Corbi desde el micrófono decía:
—No se vayan, por favor, no se vayan, que es de gomaespuma.
—Venga, saca la teta otra vez —gritaban muchos huertanos.
—Por favor, digan a esos curas que no se vayan, que es de gomaespuma.
Angelita Corbi comenzó a cantar ay barrio de Santa Cruz con su lunita plateada, pero los curas se esfumaron y después Rosita Amores cantó será una rosa será un clavel y los carniceros y labradores bajo esa melodía siguieron concertando compraventas de ganado. Esa tarde desde el ventanal del City Bar yo veía los carteles de lucha libre pegados en la pared de la plaza de toros. Stan Karoli, Cabeza de Hierro, Pizarro, Esparza, Lambán. El público coreaba las canciones. Obligaba a repetir los números una y otra vez, daba bastonazos en las mesas y estos mismos golpes con la garrota se repetían en la acera cuando pasaba una buena hembra por la calle. La acera del City Bar era un baremo del que las chicas de Valencia se servían para conocer el grado de su atracción sexual. Con la garrota en la mano allí estaba el tribunal que más entendía de terneras, ovejas, vacas y demás ganadería. Algunas chicas pasaban por allí sólo para quitarse la depresión. Se ponían zapatos de tacón alto, se ajustaban la falda y el jersey, tragaban saliva y pasaban por en medio de los corros de aquellos carniceros moviendo el culo. Según la fuerza de los bastonazos o la longitud de los aullidos que daban se establecía una marca. Si una mujer pasaba por ese cerrado sin escuchar una sola animalada podía considerarse muerta para el sexo. Muchas veces las chicas se desafiaban entre sí. Era lo más parecido a un concurso de ganado el que se establecía allí, un tribunal de carne femenina, en la acera del City Bar con un veredicto automático pero nadie recuerda un clamor semejante al que se produjo aquella tarde en que cruzó la vedette Gracia Imperio, camino del teatro Ruzafa donde actuaba en la revista de Colsada con Luis Cuenca y Pedrito Peña. Muchos carniceros la siguieron por la calle y ella iba dejando una estela de perfume, cubierta de oro y muy ceñida entró en la perfumería Azul, en frente de Gay, al lado de la Central del Fumador y la gente la esperó en la puerta. Esa tarde también yo fui detrás de Gracia Imperio. En realidad fui detrás de ella los años que viví en Valencia ya que esa mujer fue mi símbolo sexual perverso. Seguí su gloria en el teatro Ruzafa hasta que un día la estrella murió en brazos de su amante, un joven de la buena sociedad de Valencia, envenenados los dos por el escape de gas en su piso de la calle Cuenca. Cuando leí en el periódico la noticia de su muerte quedé aturdido. Se llamaba Emilia Argüelles Catalina; había nacido en Madrid en 1933; su madre se llamaba Tomasa, con la que se llevaba muy mal porque trataba de controlar su derroche de joyas, pieles, perfumes y jovencitos que fueron siempre su capricho y su perdición. Había quedado embarazada de un actor de fama. Su madre quiso hacerse cargo de la criatura pero ella abortó para seguir trabajando de primerísima vedette. La propia madre la denunció a la justicia y Gracia Imperio fue a la cárcel. Era la reina absoluta de la pasarela del teatro Ruzafa. A veces yo iba a la puerta trasera del teatro por donde salían las coristas junto al bar la Nueva Torera. Había allí muchos señoritos valencianos esperando. Ella salía como una diosa envuelta en oro con sus tacones de aguja, la falda ceñida, inmensa, muy alta. No supe su miseria hasta mucho después.