Franco y yo llegamos a Valencia el mismo día: él venía a visitar el acorazado Coral Sea, de la VI Flota, fondeado en aguas de la Malvarrosa; yo iba a estudiar el preuniversitario en la academia Castellano que estaba en la plaza de los Patos. Era un 9 de octubre, festividad de San Donís, patrón de los pasteleros. Ese día se celebraba en Valencia la tradición de la mocadorada: los enamorados se obsequiaban con un pañuelo repleto de dulces, frutos secos y peladillas. Los novios ricos solían anudar el pañuelo con una pulsera o una sortija de valor pero ese día en que llegué a Valencia yo no tenía a nadie a quien dar un caramelo. En cambio a la esposa del Caudillo en el ayuntamiento le acababan de regalar un mantón de Manila lleno de golosinas y alhajas selectas en un acto oficial que estaba retransmitiendo con voz muy redonda el locutor de Radio Alerta: en este momento el excelentísimo señor alcalde en el salón de columnas hace ofrenda a la doña Carmen de un riquísimo mantón de Manila bordado a mano que rebosa de todo lo más dulce que se fabrica en la hermosa ciudad de Valencia, queridos radioyentes, con todo el surtido de turrones los valencianos ofrendamos a la señora también nuestro corazón agradecido.
Mientras el locutor llenaba de azúcar las ondas del espacio yo iba con la maleta en la mano por la calle Pascual y Genís, y allí había una pastelería llamada Nestares que tenía en el escaparate la imagen de Franco fabricada con frutas confitadas, cerezas, higos, orejones, albaricoques, melocotones, junto al escudo de España y la bandera nacional hecha con pasteles y repostería fina. Muy cerca del cine Suizo, en la plaza del Caudillo, la pastelería Rívoli también exhibía la figura de Franco confeccionada a base de almendras garrapiñadas. La Rosa de Jericó, en la calle de la Paz, había montado un motivo patriótico con un arreglo de trufas típicas de la casa y en Noel se podía ver un gran retrato del Vigía de Occidente que hacía sonreír el bigotito entre las columnas de Hércules en chocolate con un letrero de merengue que decía: Plus Ultra. Pero ese día lo más dulce de Valencia era el sol de otoño.
Yo había llegado a la estación del Norte con una carbonilla en el ojo oliendo a humo por todas las costuras del traje de Tamburini y también traía los distintos perfumes agrícolas que había ido acumulando a través de la ventanilla abierta. Había cruzado los tablares de hortalizas de Moncófar, los naranjales de Sagunto, los carrizales del Puig donde pastaban toros de media casta. Después aparecieron algunas barracas en la huerta de Alboraya con surcos abiertos a tiralíneas y en ellos había toda clase de verduras del tiempo entre las cuales aparecían labradores con la espina doblada y figuras de rocines arando a lo lejos y la renqueante velocidad del convoy confería a aquella geometría vegetal una sensación óptica muy próxima a la perfección de la naturaleza. A la altura del Cabanyal el paisaje había comenzado a llenarse de tapias y escombreras con cañizares y almacenes destartalados, y en seguida el tren se había metido resoplando ya con lentitud entre las fachadas sucias con mucha ropa tendida en las ventanas y la máquina no había parado de silbar con un sonido amenazador cuando atravesaba algunas bocacalles de la ciudad que tenían la barrera echada, y en el paso a nivel del Camino de Tránsitos esperaba la gente con motos, bicicletas, camiones y otros carromatos. Bajo el asiento había sentido que las vías se multiplicaban o se dividían con cada golpe de agujas que sacudía los vagones. Esta vez también me había parecido que las ruedas discurrían por aquella trama de rieles guiadas sólo por un instinto que les había hecho llegar de forma inexorable al andén exacto y que el primer sorprendido había sido el propio maquinista.
Desde la fachada de la estación del Norte adornada con orlas de naranjas una diosa derramaba el cuerno de la abundancia sobre los adoquines. Bajo las claraboyas modernistas y el gran reloj de cobre me había apeado en compañía de otros viajeros derrengados, gente de los pueblos, agricultores con boina, viajantes de comercio, alcaldes y jefes del sindicato local, tratantes y mercaderes que se agitaban en el andén entre carretillas y mozos de cuerda buscando la salida a lo largo de un pasillo de individuos que voceaban nombres de fondas y pensiones alargando las tarjetas. Conmigo venían unos buhoneros; gracias al siete de copas me había tocado el bastón de caramelos que ellos habían rifado, pero yo no tenía a nadie a quien regalarlos ese día de San Donís al llegar a Valencia.
Toda la estación estaba tomada por la policía. Había caballos artillados pateando sus propias boñigas en el asfalto frente al cine Rex donde ponían La Reina Virgen, con Jean Simmons. Las sirenas de la policía que sonaban por todas partes yo no las asociaba entonces al terror sino a la fiesta, y más aún al comprobar que las campanas de la catedral también estaban sonando en honor a Franco. Ignoraba que ese día había tantos pasteles en las pastelerías como demócratas en la cárcel o guardados en las comisarías. Con motivo de la visita del Caudillo todos los sospechosos de ser desafectos al régimen habían sido rastrillados y puestos en el frigorífico por miedo a un atentado.
—La Marcelina servirá la paella en el acorazado —decía un señor con zapatos de dos tonos con rejilla sentado en la cafetería Balanzá.
—Franco se chupará los dedos —contestó un interlocutor de bigotito y gafas manoletinas.
—Y los americanos también. En cuanto ésos prueben una buena paella ya no se van de aquí.
—A mí me gusta más el arroz de La Pepica.
En Balanzá la gente hablaba de la comilona. Se supo que ese día, después de unas maniobras que habían sido contempladas por Franco desde el Azor en aguas de la Malvarrosa, una falúa se había acercado a la playa de Las Arenas para recoger la paella de cuarenta raciones que el restaurante La Marcelina había guisado en honor del jefe del Estado y de la VI Flota. Con letras rojas hechas con pimiento morrón, sobre el arroz, el pollo, el conejo y las verduras la cocinera había escrito: ¡Viva Franco! ¡Vivan los americanos! ¡Arriba España! Rápidamente, a pleno sol, la falúa llevó ese enorme medallón de arroz hasta la línea de flotación del acorazado y desde allí fue izado a bordo con unas poleas de salvamento por dos cadetes. Era la primera vez que Franco se veía la cara con un almirante de la U. S. Navy después del pacto de las Bases. Puede decirse que el Tratado de Amistad Hispano-Norteamericana fue ratificado con una paella de La Marcelina frente a la Malvarrosa en el comedor de oficiales del acorazado Coral Sea. El arroz había pasado ante una formación de marines que en cubierta estaba rindiendo homenaje a la bandera; había ido dejando un perfume exquisito entre los cazabombarderos aparcados; después de sortear toda clase de cañones, antenas, radares y aparatos de control la paella llegó solemnemente al puente donde en ese momento se celebraba un vino español con Franco y su corte militar y el almirante del acorazado, algunos oficiales y el embajador norteamericano Cabbot Lodge cuya hija pronto sería Fallera.
Todas las pastelerías estaban llenas de imágenes de Caudillo hechas con mazapanes y confitados; todos los tejados de Valencia estaban llenos de policías grises con rifles y durante la tarde hubo aglomeraciones con voces de «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!» por donde la caravana de coches negros pasaba. El Caudillo se hospedaba en Capitanía, en la plaza de Tetuán, donde el teniente general Ríos Capapé, que hacía de virrey de Valencia, mandaba formar la guardia de prevención y presentar armas a su amiga Celia Gámez cuando entraba en el cuartel, pero la zona ese día estaba llena de controles que tuve que atravesar con la maleta en la mano para llegar al colegio mayor Pío XII situado en la calle Alboraya, al otro lado del río.
A la caída del sol, en la esquina de Ruzafa voceaban: «¡Jornada! ¡Ha salido Jornada! ¡El periódico de la tarde!» y frente a las cafeterías de Lauria y Balanzá pasaban grupos de marines vestidos unos de blanco y otros de azul camino del barrio chino. Los niños les pedían chicles. Algunos marines guardaban cola frente al carrito de un viejo que vendía cucuruchos de cacahuetes. El viejo cobraba una peseta a los indígenas y un duro a los americanos; demostraba tener con los cacahuetes un sentido más patriótico que el que Franco había tenido con las bases.
—¿Qué vale?
—Una peseta, chaval.
—How much?
—Un duro, míster.
Algunos años después me contaría el arzobispo Olaechea que esa noche hubo otro banquete en honor del Caudillo en una alquería por la parte de Godella. Estaban allí junto a Franco todas las autoridades de Valencia con chaquetas blancas, camisas azules y correajes, infinidad de polainas y gorras de plato, trajes de noche y una nube de guardias. En medio del festín, en el instante en que se servía la pularda, hubo un apagón seguido del estruendo de un panel que se había caído. Alguien gritó que era un atentado. De pronto comenzó un barullo. En la oscuridad el arzobispo Marcelino fue empujado hacia el suelo entre las patas de la mesa con el solideo por un lado y el zapato con hebilla de plata por otro. Cuando vino la luz el arzobispo vio que uno de los guardias le tenía apuntada la sien con el cañón de la pistola.
—Usted perdone —dijo el gorila enfundando el arma—. Era por si las moscas.