Pensaba en el lunar que Marilyn Monroe tenía junto a la comisura de su boca entreabierta; y en los muslos de Silvana Mangano en la película Arroz amargo; y en la lágrima que le cruzaba los labios a María Rosa Salgado en Balarrasa; y en la faldilla de Jane, la novia de Tarzán; y en Elisabeth Taylor cuando tentaba a Montgomery Clift en la sala de billar de Un lugar en el sol. Para excitarme pensaba también en la ropa íntima de mi madre que yo exploraba de niño en los cajones de la cómoda, el corpiño negro, los sostenes de encaje, las medias de seda con costura, pero dentro de esas imágenes turbias y fragmentadas siempre aparecía aquella hoja de hierbaluisa con perfume a limón que yo había dejado secar entre las páginas de un libro titulado Energía y pureza, de Thiamer Toth, que me había regalado el consiliario de Acción Católica. Durante la pubertad había leído ese libro a la sombra del algarrobo centenario de un caserón en ruinas, mientras sonaban las chicharras y desde el jardín del balneario de Miramar llegaban los acordes de la banda de música que ensayaba una y otra vez un fragmento de La boda de Luis Alonso.

Las páginas del libro todavía emanaban la humedad de una biblioteca clerical y un cierto olor a miel que se concentraba en aquellos círculos oscuros donde comían las polillas. Por ese tiempo yo tenía la frente plagada de acné y me lo curaba empapándolo varias veces al día con agua salada. Cada uno de aquellos granos era el resultado de un pecado mortal, según había leído en el libro y, aunque llevaba infinitos pecados en la cara, eso no me importaba nada. Con el corazón lleno de terror bajo el algarrobo centenario también había leído que la lujuria me acarrearía enfermedades terribles, la tuberculosis, la anemia perniciosa o la esquizofrenia hasta que finalmente mi médula espinal quedaría destrozada, y ese peligro aún hacía más excitante el deseo de la carne. Pero había un hecho misterioso que me tenía sumido en la culpa desde aquella tarde de domingo en que estaba cometiendo el pecado solitario en un derruido balneario y no muy lejos se oía la voz de un locutor que radiaba un partido de copa entre el Atlético de Bilbao y el Valencia.

Sin duda fue una casualidad que el momento culminante del placer que yo extraía de mi cuerpo con la mano sonrosada coincidiera con un gran gol de Gainza en la portería del Valencia que significó la derrota de mi equipo. En aquella sala de baños había frescos con un fondo de peces azules y boquetes en el techo por donde asomaba el cañizo podrido de la escayola que servía de tumba a los murciélagos en invierno. Había cañerías de plomo arrancadas de cuajo y bañeras con garras de león volcadas en un pavimento de mosaico con escenas mitológicas. Frente a un gran espejo velado que se levantaba sobre la pileta de las inhalaciones yo me acariciaba el sexo y olía fuertemente la brisa del jardín; atravesando los cristales rotos de la galería llegaba ese aroma de pinocha caliente junto con la voz de un locutor que se desgañitaba: recoge la pelota Venancio, la pasa a Zarra, regatea a Pasieguito, avanza Zarra hacia el área del Valencia, combina con Iriondo, le entra Puchades, falla, falla Puchades, Iriondo pasa la pelota a Gainza que se interna por la izquierda… En ese instante mis ojos turbios reflejaban todo el placer en el espejo velado y yo sentía algo muy fuerte, muy dulce que ascendía por los muslos hasta mi vientre y ya no podía detenerme, seguía, seguía y lo mismo, al parecer, le sucedía a Gainza que acababa de penetrar en el área. El locutor gritaba de un modo desaforado a punto del paroxismo ¡¡Gainza!! ¡¡Gainza!! frente a la puerta dribla a Asensi, se queda solo ante el guardameta Eizaguirre, va a chutar, va a chutar… Una ola de placer invadió todo mi cuerpo en ese instante hasta formar alrededor de mi cabeza una campana neumática y dentro de ella coincidieron en un mismo éxtasis mis propios gemidos y los alaridos del locutor: ¡¡Gol de Gainza!! ¡¡En el último minuto del partido, gol de Gainza!! ¡¡El Valencia Fútbol Club eliminado!!

La pasión que sentía por el equipo del Valencia aquellos años de la adolescencia era muy intensa y a partir de aquel partido de copa la derrota de mi equipo iría unida a mi pecado. Puchades, el medio centro, era mi héroe. Aquella tarde había caído vilmente a los pies de Zarra cuando éste iniciaba la jugada del gol de la victoria y ése era el preciso momento en que yo había caído también en la tentación. Fue el inicio de una larga tortura. Mientras leía bajo el algarrobo centenario el libro Energía y Pureza comencé a sospechar que la lujuria podría arruinar mi vida, pero no a causa de las enfermedades con que me amenazaba sino por un hecho terrible que descubrí al iniciarse el siguiente campeonato de Liga. De pronto caí en la cuenta de que siempre que me masturbaba un sábado, al día siguiente perdía el Valencia en casa. Y si resistía la tentación, el Valencia ganaba en campo contrario. No sólo era eso. Además había constatado que Puchades jugaba bien o mal según hubiera apartado yo de mi cabeza los malos pensamientos y por este camino llegué a extremos cada vez más sinuosos: si caía en el pecado ese mismo domingo poco antes del partido, entonces el Valencia perdía por goleada, y si me había mantenido casto toda la semana sin acariciarme el sexo, Puchades salía en primera página del diario Deportes el lunes como la estrella de esa jornada de Liga.

Habían pasado unos años de todo esto y ahora iba en el taxi de Agapito hacia el cabaret Rosales en compañía de otros camaradas también vírgenes que cantaban el baión de la película Ana y yo en silencio, con la mirada perdida en la extensión de naranjos que ocupaba toda la ventanilla a la altura de las Alquerías del Niño Perdido, pensaba en cosas que me excitaran: aquel fotograma de Marilyn Monroe con los labios rojos entreabiertos, la faldilla de la novia de Tarzán, los muslos blancos de unas mujeres arrodilladas en el lavadero público. Esa misma mañana de domingo había ido a la playa de Burriana en la vespa del panadero Ballester y en el chiringuito de Manolo ya no estaba aquella extranjera tomando el vermut. Sonaba en un gramófono una canción de Machín, mira que eres linda, qué preciosa eres, verdad que en mi vida no he visto muñeca más linda que tú. En el taxi pensaba en aquella extranjera y en otras chicas recién salidas del mar que llegaban a la sombra de aquel cañizo con el pubis empapado en medio de la luz que ofuscaba la arena. Las puntas de su pelo desprendían agujas de agua que se deslizaban por los hombros abrasados hasta hundirse en los senos.