Concluyo este relato en una terraza sombreada, frente a un mar de olivos. En lugar de retirarme con mis camaradas para dormir la siesta, no he huido del calor, pues el sol llena con su alegría mi corazón.
Han pasado cincuenta años desde que sucedieron estos hechos. Finalmente, hice la bar mitzva, continué con el negocio de mi padre y no me convertí al cristianismo. Con pasión, aprendí la religión de mis padres y se la he transmitido a mis hijos. Pero Dios no se presentó a la cita…
En toda mi existencia de judío piadoso, primero, y de judío indiferente después, jamás volví a encontrar al Dios que había sentido en mi infancia en esa iglesita rural, entre vidrieras mágicas, con ángeles portadores de guirnaldas y el ronroneo del órgano: a ese Dios benevolente que flotaba por encima de los ramos de lirios, de las suaves llamas y el olor de la madera encerada, contemplando a los niños escondidos y a los aldeanos cómplices.
No he dejado de frecuentar al padre Pons. Volví primero a Chemlay en 1948, cuando el municipio dio a una calle el nombre de la señorita Marcelle, que nunca regresó de la deportación. Estábamos allí todos, los niños a los que había recogido, alimentado, dotado de documentos falsos. Antes de descubrir la placa que se le había dedicado, el burgomaestre pronunció un discurso acerca de la farmacéutica, evocando también a su padre, oficial y héroe de la guerra anterior. Entre las flores habían puesto en un lugar destacado las fotografías de ambos. Me fijé en los retratos de Condenación y del coronel: eran exactamente los mismos, espantosamente feos, con la única diferencia del mostacho del coronel. Tres rabinos diplomados glorificaron la memoria y el valor de quien había dado su vida; el padre los llevó luego a visitar su anterior colección.
Con ocasión de mi matrimonio con Bárbara, el padre tuvo la oportunidad de visitar una auténtica sinagoga; siguió con deleite el desarrollo del rito. Después, solía venir a visitarnos a casa para las fiestas de Kippur, de Rosh ha-Shana o en los cumpleaños de mis hijos. Pero yo prefería ir a verlo a Chemlay, para bajar con él a la cripta de la capilla, que seguía ofreciéndonos la comodidad de su armonioso desorden. En treinta años fueron muchas las veces que me anunció:
—He empezado una colección.
Ciertamente no hay nada asimilable en la Shoah y ningún mal puede compararse a otro mal, pero cada vez que un pueblo, en la tierra, se veía amenazado por la locura de otros hombres, el padre emprendía la tarea de salvar los objetos que eran el testimonio del alma amenazada. Lo que equivale a decir que reunió en su arca de Noé montones y montones de objetos: tuvo, así, la colección de los indios de América, la colección vietnamita, la colección de los monjes tibetanos…
Al leer los periódicos, yo acababa previendo que, en la siguiente visita, el padre Pons me anunciaría:
—He empezado una colección.
Rudy y yo hemos seguido siendo amigos. Los dos hemos contribuido a la construcción de Israel. Yo di dinero y él fue a instalarse allí. En mil ocasiones el padre Pons expresó su alegría por la resurrección de esa lengua sagrada que es el hebreo.
En Jerusalén, el Instituto Yad Vashem decidió otorgar el título de «Justo de las Naciones» a quienes, en los tiempos del nazismo y del terror, habían encarnado lo mejor de la humanidad salvando a judíos con riesgo de sus vidas. El padre Pons recibió ese título en diciembre de 1983.
No llegó a saberlo, porque acababa de fallecer. Sin duda, en su modestia no le habría gustado la ceremonia que pensábamos organizarle Rudy y yo; habría protestado diciendo que no había nada que agradecerle, que no había hecho más que cumplir con su deber escuchando los dictados de su corazón. Pero, en realidad, era a nosotros, sus hijos, a quienes nos habría llenado de gozo tal fiesta.
Esta mañana, Rudy y yo hemos salido a recorrer los senderos del bosque que, en Israel, lleva ahora su nombre. El «bosque del padre Pons» tiene doscientos setenta y un árboles, que representan a los doscientos setenta y un niños que él salvó.
Hay arbustos jóvenes que crecen ya al pie de los troncos más viejos.
—Mira, Rudy. Van a crecer más árboles… Ya no podrá decirse…
—Es normal, Joseph. ¿Cuántos hijos tienes tú? Cuatro. ¿Y cuántos nietos? Cinco. Salvándote a ti, el padre Pons salvó a nueve personas. Doce en mi caso. Y en la próxima generación serán más todavía. Y así sin cesar. Dentro de unos siglos, habrá salvado a millones de seres humanos.
—Como Noé.
—¿Aún te acuerdas de la Biblia, descreído? Me asombras…
No menos que antaño, Rudy y yo seguíamos siendo diferentes en todo. Y queriéndonos igual. Podíamos discutir con vehemencia y al minuto siguiente abrazarnos y desearnos buenas noches. Cada vez que me encuentro con él aquí, en su granja en Palestina, o viene él a Bélgica, nos las tenemos por el tema de Israel. Porque, aunque ayudo a esa joven nación, eso no quiere decir que apruebe todos y cada uno de sus actos, a diferencia de Rudy, que comparte y justifica los más mínimos hechos del régimen, hasta los más belicosos.
—En fin, Rudy, estar a favor de Israel no significa aprobar todo lo que decide Israel. Hay que hacer la paz con los palestinos. Tienen tanto derecho como tú a vivir aquí. Es su territorio también. Vivían aquí antes de que se estableciera Israel. La propia historia de nuestra persecución debería llevarnos a dirigirles las palabras que nosotros mismos hemos estado esperando durante siglos.
—Sí, pero nuestra seguridad…
—La paz, Rudy, la paz: eso es lo que nos enseñó a desear el padre Pons.
—No seas ingenuo, Joseph. El mejor medio para llegar a la paz es a menudo la guerra.
—No estoy de acuerdo. Cuanto más odio acumules entre los dos bandos, menos posible será la paz.
Después, mientras volvíamos a la plantación de olivos, pasamos por delante de una casa palestina que acababa de ser destruida por las orugas de un tanque. Había multitud de objetos dispersos entre el polvo que ascendía al cielo. Dos bandas de niños luchaban violentamente entre los escombros.
Hice que parara el Jeep.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
—Son represalias por nuestra parte —me respondió Rudy—. Ayer hubo un atentado-suicida perpetrado por un palestino. Tres víctimas. Teníamos que reaccionar.
Sin decir nada, bajé del coche y me puse a caminar sobre las ruinas. Dos grupos rivales, niños judíos y niños palestinos, se arrojaban piedras. Y, como fallaban, uno de ellos agarró una vigueta, se lanzó contra el adversario que tenía más cerca y le golpeó con ella. La respuesta no tardó en llegar. En pocos segundos, los chicos de los dos clanes se estaban asestando fuertes golpes con las tablas rotas del suelo.
Me precipité hacia ellos dando gritos.
¿Se asustaron? ¿Aprovecharon la distracción para deponer su combate? Lo cierto es que salieron corriendo en direcciones contrarias.
Rudy se acercó lentamente hasta mí, nervioso.
Al mirar hacia el suelo, observé los objetos perdidos por los chicos. Recogí una kippa y un pañuelo palestino. Los guardé, aquélla en mi bolsillo derecho, el otro en el izquierdo.
—¿Qué haces? —me preguntó Rudy.
—Comenzar una colección.