Los días que siguieron se revelaron, en nuestra región, más peligrosos y mortíferos que el periodo de la guerra. Durante la Ocupación, el enemigo era claramente visible y, por lo mismo, atacado; durante la Liberación, los golpes surgían por doquier, incontrolados, incontrolables, y reinó el caos. Tras haber repatriado a sus niños a Villa Amarilla, el padre Pons nos prohibió que saliéramos del parque. Sin embargo, Rudy y yo no podíamos evitar encaramarnos a nuestro roble, cuyas ramas franqueaban el muro. Los huecos en el follaje daban al llano que se extendía despejado, hasta las granjas alejadas. Desde allí podíamos, si no asistir a los combates por lo menos advertir sus huellas. Fue así como un día vi pasar en un coche descapotable al oficial alemán que había optado por no denunciarnos cuando estábamos en las duchas, en pijama, ensangrentado, con el rostro tumefacto y el cráneo afeitado, apresado por unos libertadores armados que lo conducían a sólo Dios sabe qué venganza…
El avituallamiento seguía planteando problemas. Para engañar el hambre, Rudy y yo buscábamos en el césped una hierba de color verde oscuro, más consistente que las otras, con la que nos llenábamos las manos antes de llevarnos la comida a la boca. Tenía un gusto amargo, asqueroso, pero nos proporcionaba la sensación de tener la boca llena.
Poco a poco fue volviendo el orden. Pero no nos traía buenas noticias. La señorita Marcelle, la farmacéutica, había sido torturada atrozmente antes de ser deportada al Este. ¿Cómo regresaría? ¿Volveríamos a verla por lo menos? Porque nos llegaba la confirmación de algo que se sospechaba durante la guerra: que los nazis habían asesinado a sus prisioneros en los campos de concentración. Millones de seres humanos habían sido masacrados, muertos a balazos, asfixiados con gas, quemados o enterrados vivos.
Volví a mearme en la cama. El terror se hacía retrospectivo: me espantaba la suerte de la que había conseguido escapar. También mi vergüenza se hacía retrospectiva: pensaba en mi padre, al que había entrevisto y no había tenido ganas de interpelar. Aunque ¿era él realmente? ¿Seguiría aún vivo? ¿Y mi madre? Empecé a sentir por ellos un amor decuplicado por los remordimientos.
En las noches sin nubes me escapaba del dormitorio y salía a ver el cielo. Cuando localizaba «la estrella de Joseph y de mamá» los astros se ponían de nuevo a cantar en yiddish. Enseguida se me nublaba la vista, me ahogaba como clavado contra el césped con los brazos en cruz, y acababa alimentándome de mi pesar y de mis lágrimas.
El padre Pons no tenía ya tiempo para darme clases de hebreo. Durante meses estuvo de la mañana a la noche siguiendo las pistas de nuestros padres, cotejando los registros cifrados elaborados por las redes de la Resistencia, trayendo de Bruselas las listas de los muertos en la deportación.
Para algunos de nosotros, el anuncio llegó enseguida: eran los únicos supervivientes de su familia. Fuera de las clases, los consolábamos, nos ocupábamos de ellos, aunque en el fondo de nosotros latía siempre una pregunta: ¿seré yo el próximo? ¿Estoy pendiente de una buena noticia que se retrasa? ¿O de la confirmación de una desgracia?
Desde que las realidades sustituyeron a las esperanzas, Rudy se convenció de que había perdido a todos los suyos. «Schlemazel como soy, no podía ser de otra forma». Y, en efecto, de semana en semana, el padre Pons fue volviendo con la siniestra confirmación de que su hermano mayor, el resto de sus hermanos después, luego sus hermanas y finalmente su padre habían sido gaseados en Auschwitz. A cada una de esas noticias, un colosal y silencioso dolor abatía a mi amigo: pasábamos varias horas tendidos en la hierba de cara al cielo lleno de sol y de golondrinas, cogidos de la mano. Creo que lloraba pero no me atrevía a volverme hacia él por temor a humillarlo.
Una noche el padre Pons regresó de Bruselas con el rostro enrojecido por haber pedaleado a toda prisa y fue corriendo hacia Rudy.
—Rudy, ¡tu madre vive! Llegará a Bruselas el viernes, con la expedición de los supervivientes.
Esa noche Rudy sollozó tanto de consuelo, que pensé que iba a morir ahogado por las lágrimas antes de volver a ver a su madre.
El viernes, Rudy se levantó antes del amanecer para lavarse, vestirse, lustrar sus zapatos y adoptar, en suma, un estilo burgués que no le habíamos visto nunca, hasta el punto de que no lo habría reconocido bajo sus cabellos engominados y con una raya perfecta, si no fuera por sus orejas de fauno. Estaba tan excitado, que no paraba de parlotear, saltando de una idea a otra e interrumpiendo sus frases a mitad con el fin de cambiarlas.
Como el padre Pons había conseguido que le prestaran un coche para el viaje, decidió que yo los acompañara, y así, por primera vez en tres años, abandoné Villa Amarilla. Dada la alegría de Rudy, yo había dejado en suspenso mi inquietud por el destino de mi propia familia.
En Bruselas caía una lluvia fina, un polvillo de agua que revoloteaba entre las fachadas grises velaba nuestros cristales con una bruma transparente y hacía brillar las aceras. Nada más llegar al opulento y gran hotel en el que recalaban los supervivientes, Rudy se precipitó hacia el conserje de uniforme escarlata y oro.
—¿Dónde está el piano? Es preciso que se lo muestre a mi madre. Es una pianista extraordinaria. Una virtuosa. Da conciertos.
Una vez visto el gran instrumento lacado que había en el bar, se nos informó de que los rescatados habían llegado ya y de que, una vez despiojados y desinfectados, estaban comiendo en el restaurante.
Rudy corrió al comedor, escoltado por el padre Pons y por mí.
Unos hombres y mujeres raquíticos, con la piel sin brillo insoportablemente pegada a los huesos, con las mismas ojeras bajo unos mismos ojos apagados, extenuados hasta el extremo de resultarles difícil sostener los cubiertos, estaban inclinados sobre unos platos de potaje. No prestaron ninguna atención a nuestra llegada: tan ávidos estaban de comer y preocupados porque se les impidiera hacerlo.
Rudy recorrió la estancia con la vista.
—No está aquí. ¿Hay algún otro comedor, padre?
—Ahora lo pregunto —respondió éste. Una voz surgió desde un asiento.
—¡Rudy!
Se levantó una mujer, que estuvo a punto de caer mientras nos hacía señas con la mano.
—¡Rudy!
—¡Mamá!
Rudy se precipitó hacia la que lo llamaba y la estrechó en sus brazos.
Yo no podía reconocer en ella a la madre que me había descrito Rudy: una mujer de aspecto regio —decía él—, con un torso majestuoso, pupilas de un color azul acero, de largos cabellos negros, abundantes y espesos, que provocaban la admiración del público. En lugar de eso, estaba abrazando a una viejecita casi calva, de mirada fija y temerosa, de un gris descolorido, cuyo cuerpo huesudo, grande y liso, se dibujaba bajo un vestido de lana.
Sin embargo, los dos se murmuraban al oído frases en yiddish, y lloraban el uno en el cuello del otro, lo que me llevó a pensar que si Rudy no se había equivocado de persona, sin duda había embellecido sus recuerdos.
Quiso llevársela de allí.
—Ven, mamá… Tienen un piano en este hotel.
—No, Rudy. Déjame que acabe el plato primero.
—Vamos, mamá, ven.
—Aún no he acabado las zanahorias —dijo, dando una patadita en el suelo, como un niño contrariado.
Rudy acusó la sorpresa: ya no tenía delante de sí a una madre autoritaria, sino a una niña que no quería soltar su escudilla. Con un gesto, el padre Pons le sugirió que no la contrariara.
La mujer acabó su potaje lenta, meticulosamente; mojó en el caldo un pedazo de pan, rebañando la porcelana hasta dejarla inmaculada, indiferente a todo. A su alrededor, todos los rescatados actuaban de la misma manera. Subalimentados desde hacía años, comían ahora con un apasionamiento brutal.
Después Rudy la ayudó a levantarse y, ofreciéndole el brazo para que se apoyara, nos presentó. A pesar del agotamiento, su madre tuvo la gentileza de sonreímos.
—¿Sabe? —le dijo al padre Pons—. Si me he mantenido con vida es porque tenía la esperanza de encontrar a Rudy.
Rudy pestañeó y desvió la conversación.
—Ven, mamá. Vamos a donde está el piano.
Tras haber atravesado los salones, que parecían esculpidos en merengue, franqueado varias puertas cargadas con gruesas cortinas de seda, la depositó cautamente sobre la banqueta y alzó la cubierta del instrumento.
Ella consideró el piano de media cola con emoción, y después con desconfianza. ¿Se acordaría aún? Acarició las teclas con los dedos y deslizó su pie hacia el pedal. Estaba temblando. Tenía miedo.
—¡Toca, mamá, toca! —murmuró Rudy.
Presa del pánico, miró a su hijo. No se atrevía a decir que dudaba de poder conseguirlo, que no tendría fuerzas, que…
—Toca, mamá, toca… Yo también he logrado sobrevivir a la guerra pensando que un día volverías a tocar para mí.
Ella vaciló, se enderezó en el asiento y miró luego el teclado como un obstáculo que debía vencer. Sus manos se acercaron a él, tímidas primero, y después se hundieron delicadamente en el marfil.
Surgió entonces la música más dulce y más triste que yo hubiera oído jamás. Poco intensa, algo entrecortada al principio, pero luego más rica, más segura, la música surgía, se intensificaba subyugante, arrebatadora.
Al tocar, la madre de Rudy tomaba nuevamente cuerpo. Ahora yo discernía, bajo la mujeruca que tenía delante, a la mujer que me había descrito tantas veces Rudy.
Al final de la pieza se volvió hacia su hijo.
—Chopin —murmuró—. No vivió lo que acabamos de sufrir nosotros pero, sin embargo, lo había adivinado todo.
Rudy la besó en el cuello.
—Reanudarás tus estudios, ¿verdad, Rudy?
—Te lo juro, mamá.
Durante las semanas siguientes, vi regularmente a la madre de Rudy, a la que una mujer soltera de Chemlay había acogido en su casa en régimen de pensión. Poco a poco iba recuperando formas, colores, cabellos, autoridad, y Rudy, que se reunía con ella por la noche, dejó de mostrarse como la nulidad irreductible que había sido siempre, revelando incluso una asombrosa disposición para las matemáticas.
Los domingos, Villa Amarilla se convertía en el centro de reunión para los niños que habían estado ocultos. Traían de los alrededores a todos aquellos que, de los tres a los dieciséis años, aún no habían sido reclamados por sus familiares. Y allí se exhibían en un improvisado estrado que montaban bajo la galería. Acudían numerosas personas, unos para encontrar a su hijo o hija, otros a un sobrino o una sobrina, y otros, en fin, a algún familiar lejano del que se consideraban responsables tras el holocausto. Se inscribían también parejas dispuestas a adoptar a los huérfanos.
Yo aguardaba aquellas comparecencias casi tanto como las temía. Cada vez que, después de que pronunciaran mi nombre, avanzaba por el estrado esperaba oír un grito: el de mi madre. Y cada vez que desandaba el camino en un silencio cortés, me entraban ganas de castigarme a mí mismo.
—Es culpa mía, padre, si mi familia no viene. No he pensado en ellos durante la guerra.
—No digas tonterías, Joseph. Si tus padres no vienen, será por culpa de Hitler y de los nazis. Pero no ni tuya ni de ellos.
—¿Por qué no me propone usted para ser adoptado?
—Es demasiado pronto, Joseph. Sin un papel que certifique la muerte de tus ascendientes, no tengo derecho a hacer eso.
—De todas formas, nadie me querrá.
—Pues, entonces, debes esperar.
—No me gusta esperar. Me siento insignificante y sucio cuando espero.
—Sé más humilde y espera un poco más.
Aquel domingo, después de la tradicional feria de los huérfanos, fracasado y humillado una vez más, decidí acompañar a Rudy, que iba al pueblo a tomar el té con su madre.
Bajábamos ya por el camino cuando vi a lo lejos dos figuras que comenzaban a subir la cuesta.
Sin pensármelo, eché a correr. Mis pies apenas tocaban el suelo. Hubiera podido volar. Corría tanto que temí que una pierna se desprendiera de mis caderas.
En realidad, no había reconocido al hombre ni a la mujer: había visto el abrigo de mi madre. Un abrigo de tela escocesa, rosa y verde, adornado con una capucha. ¡Mamá! Jamás había visto a nadie más que llevara aquel abrigo escocés en rosa y en verde, provisto de una capucha.
—¡Joseph!
Me agarré a mis padres. Sin aliento, sin poder pronunciar ni una palabra, los tocaba, los palpaba, los estrechaba contra mí, comprobaba que eran ellos, los retenía, les impedía irse. Y repetía cien veces los mismos gestos incoherentes. Sí, los sentía, los veía… sí, estaban vivos.
Estaba tan feliz que casi no podía resistirlo.
—¡Joseph, mi Joseph! ¿Has visto, Mishke, lo guapo que está?
—¡Has crecido, hijo mío!
Decían frases cortas sin sentido, insignificantes, que me hacían llorar. Yo, por mi parte, no conseguía articular palabra. Un sufrimiento de tres años —el tiempo de nuestra separación— acababa de abatirse de golpe sobre mis hombros y me había dejado sin habla. Con la boca abierta emitiendo un grito largo y mudo, no conseguía otra cosa que sollozar.
Cuando se dieron cuenta de que no respondía a ninguna de sus preguntas, mi madre se dirigió a Rudy.
—Mi Josephélé está demasiado emocionado, ¿verdad?
Rudy asintió. Ver que de nuevo mi madre me comprendía, me intuía, provocó en mí una nueva descarga de lágrimas.
Pasé más de una hora sin recuperar el uso de la palabra. Durante esa hora no los solté ni un instante, con una mano aferrada al brazo de mi padre y la otra hundida en la palma de mi madre. Durante esa hora me enteré, por el relato que le hicieron al padre Pons, de que habían sobrevivido no lejos de allí, escondidos en una gran explotación agrícola, trabajando como granjeros. Si habían tardado tanto tiempo en localizarme era porque, de regreso en Bruselas, dado que habían desaparecido el conde y la condesa de Sully, los de la Resistencia los habían puesto tras una pista falsa que los había llevado hasta Holanda.
Mientras narraban sus peripecias, mi madre se volvía a menudo hacia mí y me acariciaba murmurando:
—¡Mi Josephélé…!
¡Cómo me emocionaba oír de nuevo el yiddish, esa lengua tan tierna que ni siquiera puede llamar a un niño por su nombre sin añadir una caricia, un diminutivo, una sílaba dulce al oído, como una golosina ofrecida al corazón de la palabra…! Con aquel trato yo me restablecí. Y ya no pensaba más que en llevarlos a visitar mis dominios, Villa Amarilla y su parque, donde había vivido años tan felices.
Concluida su historia, mis padres se inclinaron hacia mí:
—Vamos a volver a Bruselas. ¿Quieres ir a recoger tus cosas?
Fue entonces cuando recuperé el uso de la palabra.
—¡Cómo! ¿No puedo quedarme aquí?
Un silencio de consternación acogió mi pregunta. Mi madre pestañeó, dudando de si había oído bien; mi padre fijó los ojos en el techo, apretando las mandíbulas y el padre Pons alargó el cuello hacia mí.
—¿Qué es lo que has dicho, Joseph?
De pronto me di cuenta de hasta qué extremo sonaban atroces mis palabras a oídos de mis padres. ¡Me sentí muy avergonzado! ¡Demasiado tarde! Sin embargo, repetí la frase, esperando que la segunda vez produciría un efecto distinto del de la primera:
—¿No puedo quedarme aquí?
¡Nuevo fallo! ¡Era aún peor! Los ojos de mis padres se nublaron; volvieron el rostro hacia la ventana. El padre Pons enarcó las cejas.
—¿Te das cuenta de lo que dices, Joseph?
—Digo que quiero quedarme aquí.
La bofetada se abatió sobre mí de improviso. El padre Pons, con la mano enrojecida, me observaba con tristeza. Yo lo miré desconcertado: jamás me había pegado.
—Perdóneme, padre —balbuceé.
Él sacudió la cabeza con gesto severo, para indicarme que aquélla no era la reacción que esperaba de mí; y me señaló con la mirada a mis padres. Obedecí.
—Perdóname, papá. Y tú también, mamá. Era sólo una forma de expresar que estaba bien aquí, una manera de dar las gracias.
Mis padres me abrieron sus brazos.
—Tienes razón, querido. Jamás podremos expresarle toda nuestra gratitud al padre Pons.
—¡Nunca! —asintió mi padre.
—¿Has oído, Mishke? Nuestro Josephélé ha perdido su acento. Nadie va a creer que es nuestro hijo.
—Es él quien tiene razón. Deberíamos acabar con esa maldita costumbre de emplear palabras en yiddish.
Les interrumpí para precisar, con la mirada fija en el padre Pons:
—Sólo quería decir que iba a sentir mucho dejarlo a usted…
De vuelta en Bruselas, me llevé la sorpresa de conocer la espaciosa casa que había alquilado mi padre, lanzado ahora a los negocios con una energía revanchista, y ya podía abandonarme a las caricias, la dulzura y las entonaciones cantarinas de mi madre, que me sentía solo allí, a la deriva como en una barca sin remos. Bruselas, inmensa, ilimitada, abierta a todos los vientos, carecía de un muro que la ciñera y que me habría dado tranquilidad. Comía cuanto me apetecía, iba vestido y calzado a medida, acumulaba juguetes y libros en la espléndida habitación que me habían destinado, pero echaba de menos las horas pasadas con el padre Pons reflexionando sobre los grandes misterios. Los nuevos compañeros de colegio me parecían insípidos; los profesores, rutinarios; las clases, inútiles; mi hogar, aburrido. Uno no se reencuentra con sus padres sólo por abrazarlos. En tres años se habían convertido en unos extraños para mí, sin duda porque habían cambiado, sin duda porque yo había cambiado también. Habían perdido a un niño y recuperado a un adolescente. El afán de éxito material que habitaba en mi padre lo había transformado hasta tal punto, que me resultaba difícil reconocer al humilde y quejoso sastre de Schaerbeek en el flamante y próspero nabab de la importación-exportación.
—Ya verás, hijo mío, haré fortuna y tú no tendrás más que continuar con mi negocio después —me anunció con los ojos brillantes por la excitación.
Pero ¿deseaba yo ser como él?
Cuando me propuso que me preparara para la bar mitzva, mi comunión, inscribiéndome en el heder, la escuela judía tradicional, me negué espontáneamente.
—¿No quieres hacer la bar mitzva?
—No.
—¿No quieres aprender a leer la Tora, a escribir y a rezar en hebreo?
—No.
—¿Y por qué?
—¡Quiero hacerme católico!
La respuesta no se hizo esperar: una bofetada helada, violenta, seca. La segunda en unas pocas semanas. Después del padre Pons, mi propio padre. La Liberación, para mí, consistía sobre todo en dar rienda suelta a las bofetadas.
Llamó a mi madre y la tomó por testigo. Yo repetí y confirmé que deseaba adoptar la religión católica. Ella lloró, gritó. Aquella misma tarde me escapé de casa.
Rehíce en bicicleta, equivocándome varias veces, el camino que conducía a Chemlay y hacia las once llegué a Villa Amarilla.
No llamé siquiera en la verja. Rodeando el muro, empujé la puerta oxidada del claro y entré en la capilla desafectada.
La puerta estaba abierta. La trampilla, también.
Como había previsto, el padre Pons se encontraba en el interior de la cripta.
Abrió los brazos al verme. Me arrojé en ellos y descargué mi aflicción.
—Merecerías que te diera otra bofetada —me dijo, estrechándome suavemente contra él.
—Pero ¿qué manía les ha entrado a todos?
Me ordenó que me sentara y encendió unas velas.
—Mira, Joseph. Eres uno de los últimos supervivientes de un pueblo glorioso que acaba de padecer una tremenda matanza. Seis millones de judíos han sido asesinados… ¡seis millones! Frente a esos cadáveres, tú no puedes esconderte.
—¿Qué tengo yo en común con ellos, padre?
—Haber sido traído a la vida por ellos. Haber sido amenazado de muerte al mismo tiempo que ellos.
—¿Y después? Me imagino que tengo derecho a pensar de manera distinta a ellos, ¿no?
—¡Pues claro! Sin embargo, debes dar testimonio de que han existido en la hora en que ya no existan.
—¿Por qué yo, y no usted?
—Yo lo mismo que tú, cada uno a su modo.
—Yo no quiero hacer la bar mitzva. Quiero creer en Jesucristo, como usted.
—Escucha, Joseph. Harás tu bar mitzva porque amas a tu madre y respetas a tu padre. En cuanto a la religión, ya verás más adelante.
—Pero…
—Hoy, es esencial que aceptes ser judío. Eso no tiene nada que ver con la creencia religiosa. Más adelante, si persistes en desearlo, podrás ser un judío converso.
—Entonces, ¿judío siempre, judío para siempre jamás?
—Sí. Judío siempre. Haz la bar mitzva, Joseph. Si no, les romperás el corazón a tus padres. Intuía que tenía razón.
—En realidad, padre, me gustaba ser judío con usted.
Él se echó a reír.
—A mí también, Joseph; a mí también me gustaba ser judío contigo.
Nos reímos los dos un buen rato. Luego él me agarró por los hombros.
—Tu padre te ama, Joseph. Te ama mal, tal vez, o de una forma que a ti no te agrada, quizá, pero te ama como no amará nunca a ningún otro y como ningún otro va a amarte nunca.
—¿Ni siquiera usted?
—Joseph, yo te quiero como a un hijo…, quizá un poco más. Pero no es la misma clase de amor.
Por el consuelo que sentí, comprendí que era precisamente esa frase lo que había ido a buscar.
—Libérate de mí, Joseph. Yo ya he concluido mi tarea. Ahora podemos ser amigos.
Con un ademán circular, me indicó la cripta.
—¿No te has fijado? —preguntó.
A pesar de la penumbra, me di cuenta de que los candelabros habían desaparecido, y también la Tora, y la foto de Jerusalén… Me aproximé a los libros amontonados en las estanterías.
—¿Y eso? ¡Esto no es hebreo!
—Es que ya no es una sinagoga.
—¿Qué está ocurriendo?
—Comienzo una colección.
Acarició varios libros, cuyos caracteres extraños me resultaban desconocidos.
—Stalin acabará matando el alma rusa: colecciono las obras de los poetas disidentes.
¡El padre nos traicionaba! Sin duda, pudo leer ese reproche en mis ojos.
—No, no te traiciono, Joseph. Para los judíos, tú ya estás aquí. Tú serás, en adelante, Noé.